Hace escasamente unos meses, las divisiones internas y estratégicas entre los impulsores del procés habían proliferado y el apoyo a la independencia catalana estaba en declive. Asimismo, los sectores partidarios de la independencia contaban con una capacidad de movilización social que, si bien todavía importante, se estaba viendo mermada. Pero los acontecimientos que tuvieron lugar las semanas precedentes al 1-O — con las autoridades españolas promoviendo medidas judiciales contra los promotores de la votación, clausurando páginas web e interviniendo pagos de la Generalitat— y la violenta represión policial que tuvo lugar el mismo día de la votación, han hecho rebrotar la movilización y resistencia social en multitud de formas, así como los sentimientos de agravio, frustración y desesperación de una buena parte de la sociedad catalana.
Aunque ciertos sectores de la opinión pública — y autoridades políticas— todavía conciben el acto de votación del pasado 1 de octubre como un empeño impulsado por los líderes políticos catalanes (ya sean el PDeCAT, ERC, las CUP o la propia Generalitat), esta interpretación centrada en élites e instituciones no justifica los altos niveles de resistencia y movilización de una gran parte de la ciudadanía catalana el pasado domingo. Es más, esta perspectiva no explica los 2,3 millones de votos depositados en el referéndum no oficial ni vinculante en noviembre de 2014, minimiza la importancia de los centenares de referéndums municipales que han tenido lugar a lo largo y ancho de los municipios catalanes desde 2009 e ignora las centenares de miles de personas que se han venido concentrado por el derecho a decidir y la independencia desde el 2010, especialmente en las diadas. En definitiva, esta perspectiva ignora el gran ciclo de contestación popular que ha tenido lugar en Cataluña, y que desborda la lógica puramente institucional.
La avalancha informativa de los últimos días se ha centrado en las acciones de la Generalitat, en las tecnicidades legales de las diferentes actuaciones (desde la represión policial a una eventual Declaración Unilateral de Independencia) y en la relación institucional entre España y Cataluña, sin dar cuenta del carácter persistente, multitudinario y heterogéneo del movimiento catalán en favor de la auto-determinación. Es cierto que a medida que las olas de contienda avanzan, la frontera entre política institucional y sociedad civil tiende a difuminarse (sirva a modo de ejemplo la actual presidenta del Parlament, Carme Forcadell, anterior líder de la ANC), pero no podemos entender el procés catalán en toda su plenitud sin tener en cuenta y responder a la presión ejercida “desde abajo”, al malestar y a las demandas de reconocimiento de una buena parte de la sociedad civil catalana.
Junto con actores establecidos como partidos y redes institucionales (p.ej., la Associació de Municipis per la Independència), fue primero la Plataforma pel Dret a Decidir, seguida después por otras organizaciones como la Assemblea Nacional Catalana, numerosas entidades cívicas y culturales (p.ej., Súmate, Ciemen, Òmnium Cultural) y cientos de asambleas de base, vecinales, colectivos autónomos e individuos anónimos quienes han permitido, desde hace unos cuantos años, mantener la campaña por el referéndum de auto-determinación en Cataluña. El proceso de votación del 1-O fue posible gracias a la organización y coordinación de ciudadanos de a pie a través de una miríada de Comitès de Defensa del Referèndum locales. Pero Cataluña no es una excepción. Percibimos una tendencia generalizada entre los movimientos sociales a iniciar, impulsar y promover, pero también a penetrar y moldear a través de agitación social, las campañas de referéndums institucionales, oficiales o no, en una dinámica que hemos bautizado como “referéndums desde abajo” en nuestro último libro (véase aquí).
Es un hecho que el número de referéndums sobre la secesión ha crecido en las últimas décadas, especialmente tras el colapso de la Unión Soviética (véase aquí). Ya sea en Escocia en 2014 o en Kurdistán este mismo septiembre— aunque este último no ha sido (todavía?) legalmente reconocido por el gobierno iraquí—, la tendencia no parece menguar. Mientras que en el primer caso una gran movilización de las bases populares se desarrolló en paralelo a la campaña institucional liderada por el SNP, el referéndum kurdo fue iniciativa del partido gobernante KDP, con poca participación ciudadana más allá del propio voto. No obstante, las crecientes interacciones entre los instrumentos de democracia directa y los movimientos sociales se observan más allá de los asuntos relacionados con el encaje territorial.
Bajo fuertes presiones del Banco Central Europeo, el Fondo Monetario Internacional y la Comisión Europea, varios estados de la periferia europea trataron de mitigar las consecuencias del colapso financiero general a través de aplicar políticas de austeridad. Las reacciones ciudadanas en forma de movimientos como Occupy o el 15M representaron el creciente descontento ante la falta de responsabilidad y legitimidad de algunas instituciones políticas en un contexto de privación de recursos. Desde el punto de vista de los movimientos, los contextos políticos cambiantes han presentado oportunidades para recurrir a instrumentos de democracia directa, caracterizados por iniciativas “desde debajo”. De hecho, se han utilizado referéndums como mecanismos de oposición a políticas neoliberales que conllevaban la privatización de los suministros de agua (en Italia), rescates bancarios (en Islandia) o tratados internacionales que perpetuaban la austeridad (en Grecia).
En general, los referéndums pueden ser herramientas potencialmente constructivas para fortalecer y apuntalar la democracia, la participación ciudadana, el debate, el empoderamiento popular y la organización autónoma más allá de las estructuras estatales; todos ellos requisitos inherentes de las lógicas y concepciones democráticas deliberativas e inclusivas. Sin embargo, y no muy a menudo se desarrolla este debate en el seno de los movimientos sociales, los referéndums son un instrumento propio de las democracias mayoritarias, pues una minoría de la población se excluye de la toma de decisiones e implementación de políticas. Además, los referéndums y sus resultados son muy sensibles a las circunstancias concretas del contexto donde se desarrollan los debates— como muestran los recientes referéndums sobre el Brexit y el acuerdo con las FARC colombianas—, y más aún en contextos de extrema polarización. De hecho, los estudios sobre referéndums han mostrado cómo un evento notable (como puede ser la amenaza de represión policial, por ejemplo) puede influir en la opinión pública y en el resultado de la votación. Por esos motivos, los referéndums tienen que ser tratados con mucho cuidado.
El fragor de la batalla alrededor del procés puede haber desplazado otros debates fundamentales en Cataluña como son la corrupción política o los recortes sociales. Pero en cierto modo, también los ha canalizado. El caso es que para mucha gente en Cataluña, hoy, la solución a estos problemas pasaría por la dotación de estructuras de estado propias. Otra parte se contentaría, de momento, con el reconocimiento del conflicto por parte del Estado español y la apertura de un diálogo político que permita canalizar las demandas de auto-determinación.
Las interpretaciones que, de un modo implícito o explícito, conciben las movilizaciones sociales de los últimos días— incluyendo la votación del pasado 1-O o la huelga del martes 3 de octubre— como propias de masas descerebradas, maleables y serviles, no sólo son inciertas sino que dificultan la desescalada del conflicto. Enfoques basados en la retórica de choque de trenes entre la Generalitat y el Estado/Gobierno central, el pulso entre Rajoy, la Corona y Puigdemont o el posicionamiento de gobiernos e instituciones internacionales, minusvaloran tanto el ciclo de contienda política como la presión que, desde hace años, buena parte de la ciudadanía viene ejerciendo “desde abajo”. Asociado con la fallida reforma del Estatut y la crisis de autogobierno en un contexto de recesión, el 1-O es un punto álgido de confrontación dentro del ciclo de movilización social que va más allá de partidos políticos e instituciones y donde actores políticos extra-institucionales han venido jugando (¡y todavía juegan!) un rol fundamental.