Este post surge como reflexión de urgencia a partir de los indicios de plagio (aquí) que he podido encontrar en la tesis de Francisco Camps y de la consecuente campaña lanzada en Change.org para que se abra una investigación al respecto (aquí). Mientras escribo esto, día y medio después de haberse iniciado la movilización, han firmado ya más de 125.000 personas y parece que la Universidad de Elche, en un gesto que la honra, va a investigar el asunto. Sería, de confirmarse, una excelente noticia… pero conviene profundizar un poco más.
Quizás lo más revelador de que algo no acaba de funcionar en nuestro modelo de investigación doctoral sea el número de sobresalientes en las tesis. Se sitúan, más o menos, en un 95%. Lo cual supone, claro, una inmensa contradicción incluso semántica, ya que “sobresaliente” viene lógicamente de sobresalir. Pero nuestra situación actual es tan estrafalaria que las tesis que realmente sobresalen –esto es: las únicas que pueden reclamar para sí con todo derecho la catalogación de “sobresalientes”– son aquellas calificadas con un notable o una nota inferior. Es el mundo al revés.
Los problemas son sin duda muchos, y lamento no poder aludir siquiera a los demás, pero uno de ellos es desde luego el método mediante el que se elige el tribunal. Como es sabido, el director de la Tesis escoge a los miembros del mismo a su libre albedrío. Ese procedimiento tendría sentido en el interior de un sustrato cultural e institucional que todavía no hemos alcanzado.
Si en este país nos deslizamos hacia el amiguismo incluso cuando la regla establece taxativamente valores como la imparcialidad y la objetividad… ¿Qué puede esperarse cuando la misma norma parece apuntalar la lealtad, el favoritismo y la devolución de favores por encima del mérito, la capacidad y el rigor académico? Puede esperarse exactamente lo que, en ciertos casos, nos encontramos.
Entre esos casos destacan, como no podía ser de otra manera, las tesis elaboradas por (algunos) políticos. Hay muchas bajo sospecha, y una sencilla búsqueda en Google nos revelará que, la verdad, indicios no faltan. Federico Trillo, Pedro Sánchez, Rodrigo Rato… y seguro que me dejo unos cuantos. ¿Qué otro escenario ofrece más alicientes institucionales para mezclar el banderío político con la consecución de un título académico que otorga siempre distinción y prestigio?
El último caso ha sido el de Camps, cierto. Pero Camps es sólo un síntoma. Deberíamos adoptar medidas institucionales para evitar que cosas así ocurran. Más allá de la anécdota, hay que cambiar las reglas. Alemania es, lo sabemos, el espejo en el que mirarnos. Para ponernos en camino, lo primero es tomar conciencia del problema. Y actuar. Cuando cambian las reglas, es porque la cultura ha cambiado. A veces las contraposiciones teóricas paralizan: la cultura y las instituciones van siempre de la mano. Pero la que las empuja –a las dos– es la acción. Necesitamos hacer, no analizar.
Durante las últimas 24 horas me han escrito doctores y doctoras de toda España dándome ánimos y agradeciendo mi iniciativa. Pero se trata de una iniciativa que no debería quedar aislada y que puede abrir camino. Si aparecen más denuncias públicas –de los casos mencionados y de cualesquiera otros, sin distinción por supuesto de ideología, porque la excelencia y el rigor académico están por encima de las diferencias políticas y se sitúan en un nivel completamente distinto– se acabará generando una práctica institucionalizada.
Para tener las instituciones y la cultura que tiene Alemania hemos de ser un poco más alemanes. Y la generación que ahora mismo ronda los 35 años es mucho más alemana que la anterior. Llega su turno, y tiene que dar la batalla. También aquí.
Un último apunte: en la petición de investigación sobre la tesis de Camps que da lugar a este post hago alusión a todos esos doctores y doctoras que han elaborado magníficas tesis y que están ahora mismo o bien expulsados del sistema universitario (mientras Camps está dentro) o bien incluidos en él de forma precaria.
Son esos doctores y doctoras –su práctica, su experiencia y su formidable vocación– los que constituyen el futuro de nuestra universidad. Ellos son el futuro, y los otros son ya el pasado. Conviene que, a pesar de que sigan persistiendo aquí y allá prácticas propias de otros tiempos y de otros esquemas mentales, no lo olvidemos.