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Carrerilla hacia la derrota
La derecha que nos gobierna parece creer que aquellas mujeres que se deciden por el aborto lo hacen por placer o por vicio. Detrás, hay una incapacidad para entender que abortar no es plato de gusto para nadie, que la decisión se toma con un intenso sentimiento de angustia y miedo. No parecen entender que abortar no es una opción, sino la última opción. Además, consideran que el embarazo no deseado es la consecuencia de haber hecho algo que no se debería haber hecho. No parecen plantearse que es la consecuencia de no haber podido acceder a métodos anticonceptivos. O, en el peor de los casos, a negarse.
Hace solo cinco meses, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, destituyó al ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, por la contestación que su proyecto de ley sobre el aborto había tenido en los partidos de la oposición y en la sociedad. En aquel momento, hubo quien lo consideró una victoria y quien creyó que solo se trataba de dar un paso atrás para coger carrerilla.
Efectivamente: El PP ha elegido nuevo rumbo y nuevo vestido para alcanzar la misma meta. El atajo evita dos importantes controles que retrasarían, y mucho, la aprobación de los cambios legislativos: el informe del Consejo General del Poder Judicial y el del Consejo Fiscal. Es la diferencia que marca el haber renunciado al proyecto de ley, que es iniciativa del Gobierno, a favor de la proposición de ley, cuyo origen es el Parlamento.
Y todo para qué. La derecha parte de una idea retrógrada y estúpida que pasa por considerar que el cuerpo de la mujer es de propiedad colectiva y ella no debe disponer con libertad sobre él. No puede decidir lo que quiere o no ni cómo lo quiere. Es la misma idea que subyace en el hecho de que la semana pasada un tiparraco realizara tocamientos a una joven en un bar de Tolosa y, cuando ella se le encaró, la golpeó: “Tú, quién te crees”.
Esa idea no solamente es estúpida, es anticonstitucional. Incluso el PP sabe que ya no puede impedir que una mujer mayor de edad decida si practica sexo o no, con quién y cuándo lo hace y, si se queda embarazada, opte por parir o abortar.
Hay un colectivo al que sí puede poner límites: a las jóvenes de 16 y 17 años, que aún no son mayores de edad, y a las “personas con capacidad modificada judicialmente” (sic). Me llama la atención la exquisitez del lenguaje: Personas. Qué temor a la palabra ‘mujer’. La temen porque escribir ‘mujer’ sería otorgarle madurez y capacidad de decisión. Y si optaran por ‘niña’, veríamos que se les ha ido la mano con el tutelaje del patriarcado.
La ley actual exige a esas menores embarazadas que obtengan el respaldo de al menos uno de sus progenitores ─madre o padre─ para poder abortar legalmente. La modificación del PP obliga al acuerdo de ambos y, en caso de disputa, la decisión la tomará un juez. Qué camino tan largo, cuántas exigencias. Qué penoso todo, cuánto llanto y miedo.
La ley actual, prevé, además, que solicitar el apoyo de los progenitores, o de uno de ellos, la sitúe en grave peligro. Y sucede. Entre enero y septiembre del año pasado, 113 jóvenes abortaron sin que sus padres se enteraran, el 0,44% del total. Un porcentaje mínimo, pero que constituye, precisamente, el eslabón más débil de todo el proceso: menores, embarazadas y en una situación de desamparo tal que ni a sus padres pueden recurrir para resolver un grave problema sobrevenido y, en absoluto, buscado.
Ponte en su piel. Está preñada contra su voluntad, no quiere continuar con el embarazo, no confía en su madre o padre, o en ninguno de los dos, y ellos pueden obligarla a continuar adelante con un embarazo que cambiará su vida, que la transformará de adolescente en madre. A los 16 años. A esa misma edad, los 16 años, en que puede contraer matrimonio sin más consentimiento que el de ella misma. ¿No es estremecedor que una persona casada requiera el consentimiento de sus progenitores para decidir si forma una familia o aborta?
Confiemos en que este derrotero del PP le conduzca, de nuevo, a la derrota.
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