Del 15-M al 1-O: el desborde del régimen del 78
El 15M señaló los fallos del sistema; reclamó democracia real; denunció las consecuencias de la austeridad; puso cara y ojos tanto a responsables de la crisis como a las víctimas de ella; y concluyó que la España de 2011 necesitaba un traje distinto al confeccionado en 1978.
En 2011 comenzó a cambiar de bando el sentido común –quizá más rápido que el miedo–, y con ello se comenzó a mirar de manera distinta a la cúspide del régimen –el rey Juan Carlos y sus escándalos–; a quienes encarnaban el éxito –empresarios y banqueros, señalados por los desahucios–; a los partidos que habían monopolizado –y profesionalizado– la política institucional –por sus casos de corrupción y su reforma exprés del 135–. Y todo ello con policías antidisturbios que desalojaban porra en mano plazas y acampadas, incluidos los Mossos, tan aplaudidos el domingo, en una de cuyas cargas perdió un ojo Ester Quintana por un pelotazo disparado en su rostro.
El 15M fue una primera sacudida –o quizá la decantación de sacudidas previas como las mareas blancas y verdes– de lo que vino después: un aniversario multitudinario; la marcha minera; los escraches de la PAH; el primer rodea al Congreso; las primeras marchas por la dignidad; el surgimiento de Podemos; la abdicación de Juan Carlos; las alcaldías del cambio y las Diadas indepes hasta el 1-O.
Cada uno de los estallidos señalaba un fallo del sistema: la corrupción; la periclitación de los procesos democráticos y participativos; la desigualdad; los efectos de la crisis; los desahucios; los escándalos de la monarquía; el desapego de los gobernantes con sus gobernados y viceversa; y el café para todos territorial cada vez más amargo.
La Constitución de 1978 se fundamenta en un gran pacto entre las élites del franquismo y las del antifranquismo. Un gran pacto plasmado en una Constitución con siete padres –que no madres– que establecía unos canales democráticos taponados en la elección del jefe del Estado –monarquía–; que primaban a los partidos como principales agentes de una política institucional eminentemente representativa; y que, aunque dividía España entre regiones y nacionalidades, prefirió tender a la uniformidad.
El republicanismo catalán no es de ayer. De hecho, si Carles Puigdemont termina declarando la independencia y la república catalana, no será el primero: ya lo hicieron Francesc Macià –el 14 de abril de 1931– y Lluís Companys, como president, en octubre de 1934. Macià lo hizo el mismo día que se proclamaba la Segunda República. La independencia duró horas, y se proclamó “la república catalana com Estat integrant de la federació ibèrica”.
Ese espíritu constituyente de los treinta aún pervive en Catalunya, como también el espíritu destituyente quincemayístico, aquel que se desengancha de un régimen del 78 que tiene dificultades para dar respuesta a las preguntas que se le acumulan y que ve en la república catalana un horizonte más atractivo y alcanzable que la reforma del Estado español. Perviven con otros espíritus más, como el de los que han transitado del nacionalismo convergente o el federalismo al independentismo.
“No es casualidad tampoco que uno de los primeros elementos formales de ruptura con el franquismo fuera la restauración de la Generalitat, con el retorno del presidente Tarradellas en el exilio, antes de que España se dotase de una Constitución”, afirmaba Pablo Iglesias en su discurso de la moción de censura a Mariano Rajoy: “Con ello se reconocía que Cataluña se organizaba según un orden político propio, que no derivaba de la Constitución del 78, por más que mostrase su voluntad de ajustarse a él en la medida en que La Constitución lo reconociera”. Y concluía: “Lo que hoy revelan las élites de los viejos partidos dinásticos del 78 y su nuevo complemento anaranjado es, básicamente, su incapacidad para pensar el Estado como estructura de derecho y legalidad y España como vínculo emocional y afectivo basado en el reconocimiento de las plurales tradiciones de sus pueblos”.
Con esa idea, Unidos Podemos convocó una asamblea de parlamentarios y alcaldes –a la que asistió ERC– y que culminó con un manifiesto –firmado también por el PDeCAT– que llamaba a un referéndum pactado.
El escritor Isaac Rosa reflexionaba así en el prólogo de La Rebelión Catalana, de Antonio Baños en 2014: “Hay varias razones por las que un español querría que la rebelión catalana consiguiese sus objetivos [...] comprobar si se cumple o no el vaticinio que hace [Antonio] Baños en estas páginas: que esa rebelión pueda suponer la demolición de lo que llama ”el R78“, el ruinoso régimen surgido de la Transición. Es decir, que ese día se hará realidad la profecía favorita de la mad-press: el ”¡España se rompe!“, que a fuerza de repetirla va camino de ser una profecía autocumplida. Que ”esta“ España, la del R78, se rompa, pero de verdad, sin posibilidad de arreglo”.
Ese análisis, el de que la crisis catalana es una expresión más de la crisis del régimen del 78, lo expresa Alberto Garzón, quien apunta a una república federal: “Este horizonte constituyente es necesario porque nuestro país es plurinacional y porque la Constitución de 1978 está agotada como consecuencia de la ofensiva neoliberal de los últimos años. La república es paz y soluciones políticas”.
Frente al café para todos, el Estado autonómico y un solo demos, se plantea la República Catalana o el Estado plurinacional, un nuevo horizonte constituyente con la premisa del derecho a decidir, las soberanías compartidas y con Catalunya como sujeto político fruto de una profundización democrática republicana.
Y si en el 15M; en la abdicación de Juan Carlos; o en las elecciones del 20D o el 26J, el orden del 78 no terminaba de morir y el nuevo no terminaba de nacer, el 1-O en Catalunya sí que amenaza con una sacudida que haga más que tambalear el edificio constitucional e institucional, y apunta la posibilidad de levantar uno nuevo.