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Adolfo Suárez: cuatro años de historia y tres décadas de olvido

Suárez, rodeado por fotógrafos en un pleno del Congreso en el debate presupuestario de 1977. Foto: EFE

Borja Ventura

La biografía política de Adolfo Suárez bien podría compararse a la de una vieja estrella de rock: vivió deprisa y (políticamente) murió joven. Apenas cuatro años y medio como presidente del Gobierno le valieron para hacer historia aunque fue empujado a dimitir cuando sólo tenía 50 años. Por el camino, una trayectoria llena de pasajes tristes y críticas despiadadas. Ni tan bueno ni tan malo, fue un producto de la España cainita de la época.

Cuando le tocó vivir en la cresta de la ola, los jóvenes iban a los mítines políticos como hoy un adolescente va a un concierto del grupo de moda. No todos los políticos tenían ese aura de encanto, pero él sí. Hablaba de cosas nuevas y parecía la opción más sensata. Enganchaba a los jóvenes, convencía a los mayores, tenía carisma. Tras décadas de dictadura, pocos querían votar a la derecha, pero no muchos se atrevían a dar su apoyo a los socialistas, un temor con el que les habían aleccionado durante años de educación franquista. El camino del medio, él, fue visto como la mejor opción.

Entonces nadie le daba importancia, pero en realidad no era el camino del medio. Era el exministro secretario general del Movimiento, falangista con décadas de pedigrí, exdirector general de la RTVE del No-Do, exprocurador general de Franco, presente en el círculo político de Carlos Arias Navarro y miembro del Opus Dei. Todo eso se sabía, aunque no fuera un personaje conocido en aquellos días. Su perfil es uno de los elementos más criticados por quienes, mucho después, han empezado a cuestionar la Transición por todo lo que enterró en aras de la “reconciliación nacional”. La cuestión es si no era precisamente su perfil lo que hizo posible que dirigiera ese proceso.

Con sus luces y sus sombras según a quién se pregunten, ha fallecido el símbolo más importante de la política española. Y eso a pesar de su breve mandato de apenas cuatro años y medio. Con su fallecimiento, España pone punto y final a dos cosas. La primera, a una Transición que nunca termina de acabarse y de la que aún quedan protagonistas en primera fila política. La segunda, a una de las historias más ingratas de la política española.

Cachorro del régimen enfrentado a mil dificultades

Para sus detractores su vida fue un camino de rosas: un niño acomodado de provincia que pudo estudiar en Madrid y medrar al refugio de una dictadura que le concedió altas responsabilidades. Pero las rosas también tienen espinas y en su caso fueron abundantes.

En lo personal, además del alzhéimer que le oscureció durante la última década, vinieron episodios trágicos que marcaron sus últimos recuerdos: perdió a su mujer y a una de sus hijas a causa de un cáncer. Otra de sus ellas sí consiguió sobrevivir.

En lo político, el capítulo más recordado de ese listado de desgracias es cuando, liberado del cargo de presidente, iba a tomar posesión su sucesor y los militares irrumpieron en el Congreso pistola en mano en la intentona golpista de aquel 23 de febrero de 1981. Él se quedó sentado mientras todos los diputados se tiraban al suelo ante los disparos y las amenazas del teniente coronel Tejero. Junto a Suárez estaba su mano derecha, el general Manuel Gutiérrez Mellado, que se encaró a los militares y apeló a su rango superior. La resistencia de ambos se volvió icónica y, con el tiempo, contribuyó a añadir heroicidad a su figura.

No fue el único episodio tormentoso, además de los propios de una época convulsa de presiones de todos y cada uno de los sectores. Cuando tomó la decisión de dimitir, UCD no pudo siquiera celebrar el crucial congreso que tenía que decidir sobre la continuidad de esa amalgama de formaciones reunidas en torno a su figura: una huelga de controladores hizo imposible que los asistentes llegaran a Palma de Mallorca, donde iba a tener lugar la cita.

Adiós con apenas 50 años

Hasta la dimisión le llevaron el distanciamiento con la Corona y el brutal hostigamiento de todas las fuerzas políticas, la suya y las de la oposición; desde la derecha, que le consideraba el liquidador del régimen, hasta la izquierda, que se veía cerca La Moncloa.

En 2011 José Bono, siendo presidente del Congreso, calificaba las críticas que se vertieron contra Suárez desde las filas socialistas como “inmisericordes, absolutamente horribles”.

Pero el expresidente ya no podía agradecer el gesto: el alzhéimer ya le había alejado de la vida pública años antes. Su última aparición, en 2003, fue para apoyar la candidatura de su hijo en Castilla La Mancha, que no consiguió ganar.

Ya en 2005, según reveló la familia, Suárez era incapaz siquiera de recordar que había sido presidente del Gobierno. En 2008 el rey visitó al que fuera su socio en la Transición, encuentro del que trascendió esta imagen, sin mostrar sus rostros, tomada por su hijo.

Del carisma a las luchas, de las críticas al olvido. Y, tras su muerte, como suele suceder, al homenaje. Suárez ha sido historia política fundamental del país, pero llevaba tiempo sin poder recordarlo. Casi tanto tiempo como, en silencio, se ha ido reconociendo su figura.

Herencia franquista, brevedad en el cargo, un partido inestable, enemigos por doquier, un golpe de Estado y enfermedades y muerte a su alrededor ¿Puede alguien convertirse en el mayor símbolo político del país con esos condicionantes? En España es posible idolatrar como padre de la democracia a un cachorro del régimen, olvidarlo años después y ensalzarlo después de muerto.

Al final el rey, que había sido su amigo y que luego dejó de serlo, le ha sobrevivido. También Tejero. Y, como él dijo desear en su discurso de dimisión, también la democracia.

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