Crisis constitucional en España
- En su libro 'Informe sobre España', el catedrático Santiago Muñoz Machado explica que España sufre una crisis constitucional de enorme hondura, agravada por una característica singular de su historia. Ninguna de sus constituciones ha sido muy duradera y siempre se ha preferido empezar de cero antes que optar por la reforma de los textos en vigor. Aun así, los obstáculos políticos no pueden ocultar el hecho de que ahora los cambios son necesarios. El libro, del que ofrecemos un extracto de su primer capítulo, ha sido publicado por la Editorial Crítica.
Avanza inexorablemente el proceso de deterioro de las instituciones constitucionales. Ninguna de ellas, de los parlamentos a los partidos políticos, del Tribunal Constitucional al Consejo General del Poder Judicial, de la justicia ordinaria a los sindicatos, de la administración estatal a la municipal, funciona adecuadamente en España. Se alude a estos problemas en los medios de comunicación mucho menos que a los derivados de la crisis económica que está arrasando empresas, destruyendo puestos de trabajo y haciendo retroceder a trancos la calidad de vida de los ciudadanos. Pero las encuestas más solventes muestran el crecimiento del desafecto del pueblo hacia la clase gobernante, cualquiera que sea el signo político de sus miembros, al tiempo que se consolida la convicción de que son necesarias amplias y profundas reformas del Estado.
Son las manifestaciones más generales de una crisis constitucional de enorme hondura, y que resulta más grave para España, y será más duradera y difícil de resolver, que la crisis económica. La generalidad de los ciudadanos, que entienden mal la economía y peor aún los análisis, diagnósticos y pronósticos de los sabios economistas, tan discrepantes entre sí y con tanta holgura para el yerro, creen que el arreglo no vendrá de las acciones de los gobiernos, sino que lo traerá la invisible ley de los ciclos económicos que, en un futuro no lejano, hará resurgir la riqueza de un modo tan inesperado y asombroso como un día nos abandonó. Ese momento llegará necesariamente, cualquiera que sea el monto de las equivocaciones con que el Gobierno afronte la actual depresión. Pero la crisis constitucional es, sin embargo, asunto de más difícil arreglo.
La relación de los españoles con sus Constituciones, desde 1812 hasta hoy, es bastante singular. Ninguna de ellas ha sido muy duradera y casi todas fueron cambiadas en el marco de revoluciones o convulsiones sociales o políticas. No han sido reformadas sino derogadas u olvidadas. Es decir que, de acuerdo con nuestra historia constitucional, ha bastado un lustro a veces, o no ha sido necesario que transcurriera el tiempo de una generación, para que se haya considerado que todo el esfuerzo constituyente previo era perfectamente inútil e inaprovechable. Es llamativa esta afición española por situarse siempre en el borde de todos los precipicios y preferir la confrontación y los momentos revolucionarios a cualquier otra alternativa de continuidad y mejora que parta de las soluciones alcanzadas en algún momento anterior. Los españoles han sido siempre más partidarios del poder constituyente, que permite empezar de nuevo y derribar las instituciones políticas desde sus cimientos, que asegurar la continuidad, el respeto y la mejora de las opciones ya establecidas.
Las rupturas revolucionarias con el pasado suelen ser consecuencia de la resistencia ofrecida al cambio por los grupos políticos y élites sociales que han conseguido instalarse en el poder y lo han convertido en una fuente inagotable de prebendas. El egoísmo y la corrupción propios de estas situaciones sólo pueden superarse mediante una fuerte contestación que acaba rompiendo las resistencias, pero que obliga a renovar las instituciones, también podridas por el mal uso. A un proceso constituyente sigue, en España, otro proceso constituyente, y no pacíficas y razonadas reformas de la Ley Fundamental establecida. La estabilidad constitucional de España, en los doscientos años de historia transcurridos desde 1812, ha sido mínima.
En algunos procesos constituyentes también se ha hecho presente de forma repetida otro rasgo caracterizador de las actitudes de los representantes políticos del pueblo, que es la improvisación. Asombra que rara vez los textos constitucionales hayan venido precedidos de estudios reposados y enjundiosos sobre las opciones organizativas disponibles, las razones de elección de algunas de ellas en concreto y los resultados esperables de su aplicación. Método valorativo éste que, en general, debería utilizar el legislador para establecer hasta las regulaciones más insignificantes, por lo que resulta inconcebible el manifiesto desprecio hacia el mismo cuando se incoa la tarea gravísima de poner en pie una Constitución nueva. Los estudios específicos sobre cada una de nuestras Constituciones históricas, hechos recientemente por renombrados autores para la importante colección en nueve volúmenes que ha dirigido el profesor Miguel Artola, reflejan perfectamente esa recalcitrante improvisación constitucional guiada más bien por tópicos y dogmatismos que por análisis bien fundados acerca de la idoneidad de las soluciones propuestas.
Cuando las Constituciones han durado más, como ocurrió con la de 1876, o está pasando con la de 1978 en la actualidad, ha sido porque la clase política y las élites sociales han conseguido trenzar sus intereses de modo que las ventajas de la estabilidad y el parasitismo sobre las instituciones públicas se reparta de un modo equilibrado entre ellos o, en su caso, procurando una razonable rotación en el disfrute de las prebendas. Si la situación aprovecha a todos los principales actores políticos y sociales existirán menos razones para cambiarla. El anquilosamiento o la congelación del régimen constitucional no es difícil si la trama se extiende por todo el territorio del Estado, apostando en cada lugar estratégico a un leal cacique local que asegure la aceptación pacífica, o incluso entusiasta, y desde luego participativa, del reparto del poder.
Con la Constitución de 1978 está pasando también algo de lo dicho. Pero su preservación a lo largo de casi treinta y cinco años, sin tocarla sino con dos reformas poco importantes vinculadas a nuestra relación con la Unión Europea, se ha debido también a las circunstancias históricas en que se aprobó y consolidó, que han contribuido, con la ayuda impagable de los medios de comunicación, a mitificarla. La Constitución vigente, en efecto, cerró los malos recuerdos de una guerra civil, puso fin al régimen de Franco y estableció una democracia cuarenta años después de consumido el efímero régimen republicano regulado por la Constitución de 1931. Las Cortes franquistas aceptaron voluntariosamente la transición hacia la democracia y los nuevos preceptos constitucionales fueron encadenándose en unas Cortes constituyentes convencidas de que tenían que levantar un monumento legal que no generara discrepancias irreductibles y asegurara que nunca más retornarían las situaciones bélicas ni los gobiernos autoritarios.
Por si no fueran suficientes esas emociones para mitificar un texto, el intento de derribarlo mediante un golpe militar el 23 de febrero de 1981 multiplicó los afectos hacia la Constitución establecida y sus instituciones, de forma más que justificada. La exaltación de la Constitución como una ley sagrada ha sido, desde entonces y hasta hoy, continua, lo que ha contribuido también a petrificarla ya que cualquiera que se haya atrevido a alzar la voz contra ella ha arriesgado a ser considerado un fascista irredento, heredero probable de las ideologías que señorearon el país durante cuarenta años.
Poco a poco, sin embargo, la razón se está imponiendo al mito, y entre los especialistas en Derecho público—constitucional y administrativo principalmente— no hay nadie serio que no crea que algunas partes de la Constitución deben ser reconsideradas. Hay poco que decir acerca de las declaraciones de derechos que contiene, pero mucho de todo lo demás. Estas consideraciones, basadas en el conocimiento de la aplicación práctica de ese texto fundamental y las carencias observadas, se han ido extendiendo también hacia los ciudadanos no especializados, como las encuestas de opinión más atendibles revelan.
Las proyecciones de estas exigencias alcanzan a la práctica totalidad de las instituciones, aunque la severidad de la crítica no sea equivalente en relación con todas ellas. La crisis económica ha determinado que se resalte más la contestación contra la regulación de la organización territorial del Estado. El sistema de autonomías está siendo cada vez peor considerado. La razón inmediata es que los ciudadanos creen que ha servido, sobre todo, para multiplicar la clase política, nutrida hoy de muchos más efectivos que en los primeros años de vigencia de la Constitución, que se reparten infinidad de cargos de nueva creación cuya necesidad y utilidad niegan. Aumenta progresivamente la crítica a su comportamiento manirroto, al desarrollo de inversiones inadecuadas y gastos desorbitados y prescindibles. Decididos además, según se lee o escucha cada vez con más frecuencia en los medios de comunicación, por personajes sin ninguna cualificación, incapaces para la administración de la cosa pública porque, con toda seguridad, tampoco eran hábiles para la gestión del más modesto negocio familiar.
La aversión al sistema de autonomías está creciendo y, como es el núcleo de la gobernación del Estado, el desafecto se extiende naturalmente a la Constitución que lo ha establecido, traduciéndose en reclamaciones favorables a una reforma radical.
Más allá de esta genérica protesta, las propuestas específicas de reforma no abundan. Pero quizás de lo leído y oído durante estos últimos años puedan deducirse tres grupos de actitudes: la primera, radical, comprende a quienes defienden, sin más, la supresión del modelo actual de autonomías y la restitución del centralismo que dominó la organización del Estado durante la mayor parte de los dos siglos precedentes; la segunda postula una marcha atrás más limitada que podría consistir en la rebaja de las competencias de las Comunidades Autónomas y una reducción sensible de la organización política y administrativa de las mismas; y la tercera, además de lo anterior, también propone remarcar las diferencias de las regiones históricas, considerando como tales a Cataluña, País Vasco y Galicia, cuya condición especial habría que reconocer de algún modo para ordenar el Estado con criterios más cercanos a las reivindicaciones de estos territorios periféricos. En el límite de esta corriente se sitúan los grupos independentistas.
Cualquiera de estas propuestas, tan diferentes, parte de la convicción de que la Constitución de 1978 presenta su peor cara en materia de organización del Estado. En general estas críticas significan que los ciudadanos, y también los especialistas, perciben que el Estado y la clase gobernante son uno de los más serios problemas que condicionan el futuro. El Estado, aceptado por los ciudadanos libres como la mejor opción posible para asegurar la convivencia pacífica y garantizar, en el sentido de la teoría lockeana, la libertad y la propiedad, se ha convertido en el peor de los enemigos de los valores que está llamado a preservar. El Estado no resuelve problemas a los ciudadanos, sino que es un problema en sí mismo. Terrible situación ésta en que el pueblo soberano se percata de que ha permitido el nacimiento de una criatura monstruosa que terminará devorándolo.
Avanza inexorablemente el proceso de deterioro de las instituciones
constitucionales. Ninguna de ellas, de los parlamentos a
los partidos políticos, del Tribunal Constitucional al Consejo
General del Poder Judicial, de la justicia ordinaria a los sindicatos,
de la administración estatal a la municipal, funciona adecuadamente
en España. Se alude a estos problemas en los medios
de comunicación mucho menos que a los derivados de la
crisis económica que está arrasando empresas, destruyendo
puestos de trabajo y haciendo retroceder a trancos la calidad de
vida de los ciudadanos. Pero las encuestas más solventes muestran
el crecimiento del desafecto del pueblo hacia la clase gobernante,
cualquiera que sea el signo político de sus miembros, al
tiempo que se consolida la convicción de que son necesarias amplias
y profundas reformas del Estado.
Son las manifestaciones más generales de una crisis constitucional
de enorme hondura, y que resulta más grave para España,
y será más duradera y difícil de resolver, que la crisis económica.
La generalidad de los ciudadanos, que entienden mal la
economía y peor aún los análisis, diagnósticos y pronósticos de
los sabios economistas, tan discrepantes entre sí y con tanta hol-
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gura para el yerro, creen que el arreglo no vendrá de las acciones
de los gobiernos, sino que lo traerá la invisible ley de los ciclos
económicos que, en un futuro no lejano, hará resurgir la riqueza
de un modo tan inesperado y asombroso como un día nos abandonó.
Ese momento llegará necesariamente, cualquiera que sea
el monto de las equivocaciones con que el Gobierno afronte la
actual depresión. Pero la crisis constitucional es, sin embargo,
asunto de más difícil arreglo.
La relación de los españoles con sus Constituciones, desde
1812 hasta hoy, es bastante singular.Ninguna de ellas ha sido
muy duradera y casi todas fueron cambiadas en el marco de revoluciones
o convulsiones sociales o políticas.No han sido reformadas
sino derogadas u olvidadas. Es decir que, de acuerdo con
nuestra historia constitucional, ha bastado un lustro a veces, o
no ha sido necesario que transcurriera el tiempo de una generación,
para que se haya considerado que todo el esfuerzo constituyente
previo era perfectamente inútil e inaprovechable. Es
llamativa esta afición española por situarse siempre en el borde
de todos los precipicios y preferir la confrontación y los momentos
revolucionarios a cualquier otra alternativa de continuidad
y mejora que parta de las soluciones alcanzadas en algún
momento anterior.Los españoles han sido siempre más partidarios
del poder constituyente, que permite empezar de nuevo y
derribar las instituciones políticas desde sus cimientos, que asegurar
la continuidad, el respeto y la mejora de las opciones ya
establecidas.
Las rupturas revolucionarias con el pasado suelen ser consecuencia
de la resistencia ofrecida al cambio por los grupos políticos
y élites sociales que han conseguido instalarse en el poder y
lo han convertido en una fuente inagotable de prebendas. El
egoísmo y la corrupción propios de estas situaciones sólo pueden
superarse mediante una fuerte contestación que acaba rompiendo
las resistencias, pero que obliga a renovar las instituciones,
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también podridas por el mal uso. A un proceso constituyente
sigue, en España, otro proceso constituyente, y no pacíficas y
razonadas reformas de la Ley Fundamental establecida. La estabilidad
constitucional de España, en los doscientos años de historia
transcurridos desde 1812, ha sido mínima.
En algunos procesos constituyentes también se ha hecho
presente de forma repetida otro rasgo caracterizador de las actitudes
de los representantes políticos del pueblo, que es la improvisación.
Asombra que rara vez los textos constitucionales hayan
venido precedidos de estudios reposados y enjundiosos sobre las
opciones organizativas disponibles, las razones de elección de
algunas de ellas en concreto y los resultados esperables de su
aplicación. Método valorativo éste que, en general, debería utilizar
el legislador para establecer hasta las regulaciones más insignificantes,
por lo que resulta inconcebible el manifiesto desprecio
hacia el mismo cuando se incoa la tarea gravísima de
poner en pie una Constitución nueva. Los estudios específicos
sobre cada una de nuestras Constituciones históricas, hechos
recientemente por renombrados autores para la importante colección
en nueve volúmenes que ha dirigido el profesor Miguel
Artola, reflejan perfectamente esa recalcitrante improvisación
constitucional guiada más bien por tópicos y dogmatismos que
por análisis bien fundados acerca de la idoneidad de las soluciones
propuestas.
Cuando las Constituciones han durado más, como ocurrió
con la de 1876, o está pasando con la de 1978 en la actualidad,
ha sido porque la clase política y las élites sociales han conseguido
trenzar sus intereses de modo que las ventajas de la estabilidad
y el parasitismo sobre las instituciones públicas se reparta de
un modo equilibrado entre ellos o, en su caso, procurando una
razonable rotación en el disfrute de las prebendas. Si la situación
aprovecha a todos los principales actores políticos y sociales
existirán menos razones para cambiarla. El anquilosamiento o
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la congelación del régimen constitucional no es difícil si la trama
se extiende por todo el territorio del Estado, apostando en
cada lugar estratégico a un leal cacique local que asegure la aceptación
pacífica, o incluso entusiasta, y desde luego participativa,
del reparto del poder.
Con la Constitución de 1978 está pasando también algo de
lo dicho. Pero su preservación a lo largo de casi treinta y cinco
años, sin tocarla sino con dos reformas poco importantes vinculadas
a nuestra relación con la Unión Europea, se ha debido
también a las circunstancias históricas en que se aprobó y consolidó,
que han contribuido, con la ayuda impagable de los medios
de comunicación, a mitificarla. La Constitución vigente, en
efecto, cerró los malos recuerdos de una guerra civil, puso fin al
régimen de Franco y estableció una democracia cuarenta años
después de consumido el efímero régimen republicano regulado
por la Constitución de 1931. Las Cortes franquistas aceptaron
voluntariosamente la transición hacia la democracia y los nuevos
preceptos constitucionales fueron encadenándose en unas
Cortes constituyentes convencidas de que tenían que levantar
un monumento legal que no generara discrepancias irreductibles
y asegurara que nunca más retornarían las situaciones bélicas
ni los gobiernos autoritarios.
Por si no fueran suficientes esas emociones para mitificar un
texto, el intento de derribarlo mediante un golpe militar el 23 de
febrero de 1981 multiplicó los afectos hacia la Constitución establecida
y sus instituciones, de forma más que justificada. La
exaltación de la Constitución como una ley sagrada ha sido,
desde entonces y hasta hoy, continua, lo que ha contribuido
también a petrificarla ya que cualquiera que se haya atrevido a
alzar la voz contra ella ha arriesgado a ser considerado un fascista
irredento, heredero probable de las ideologías que señorearon
el país durante cuarenta años.
Poco a poco, sin embargo, la razón se está imponiendo al
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mito, y entre los especialistas en Derecho público—constitucional
y administrativo principalmente— no hay nadie serio que
no crea que algunas partes de la Constitución deben ser reconsideradas.
Hay poco que decir acerca de las declaraciones de
derechos que contiene, pero mucho de todo lo demás. Estas
consideraciones, basadas en el conocimiento de la aplicación
práctica de ese texto fundamental y las carencias observadas, se
han ido extendiendo también hacia los ciudadanos no especializados,
como las encuestas de opinión más atendibles revelan.
Las proyecciones de estas exigencias alcanzan a la práctica
totalidad de las instituciones, aunque la severidad de la crítica
no sea equivalente en relación con todas ellas. La crisis económica
ha determinado que se resalte más la contestación contra
la regulación de la organización territorial del Estado. El sistema
de autonomías está siendo cada vez peor considerado. La
razón inmediata es que los ciudadanos creen que ha servido,
sobre todo, para multiplicar la clase política, nutrida hoy de muchos
más efectivos que en los primeros años de vigencia de la
Constitución, que se reparten infinidad de cargos de nueva creación
cuya necesidad y utilidad niegan.Aumenta progresivamente
la crítica a su comportamiento manirroto, al desarrollo de
inversiones inadecuadas y gastos desorbitados y prescindibles.
Decididos además, según se lee o escucha cada vez con más frecuencia
en los medios de comunicación, por personajes sin ninguna
cualificación, incapaces para la administración de la cosa
pública porque, con toda seguridad, tampoco eran hábiles para
la gestión del más modesto negocio familiar.
La aversión al sistema de autonomías está creciendo y, como
es el núcleo de la gobernación del Estado, el desafecto se extiende
naturalmente a la Constitución que lo ha establecido, traduciéndose
en reclamaciones favorables a una reforma radical.
Más allá de esta genérica protesta, las propuestas específicas
de reforma no abundan. Pero quizás de lo leído y oído durante
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estos últimos años puedan deducirse tres grupos de actitudes:
la primera, radical, comprende a quienes defienden, sin más, la
supresión del modelo actual de autonomías y la restitución del
centralismo que dominó la organización del Estado durante la
mayor parte de los dos siglos precedentes; la segunda postula
una marcha atrás más limitada que podría consistir en la rebaja
de las competencias de las Comunidades Autónomas y una reducción
sensible de la organización política y administrativa de
las mismas; y la tercera, además de lo anterior, también propone
remarcar las diferencias de las regiones históricas, considerando
como tales a Cataluña, País Vasco y Galicia, cuya condición especial
habría que reconocer de algún modo para ordenar el Estado
con criterios más cercanos a las reivindicaciones de estos
territorios periféricos. En el límite de esta corriente se sitúan los
grupos independentistas.
Cualquiera de estas propuestas, tan diferentes, parte de la
convicción de que la Constitución de 1978 presenta su peor cara
en materia de organización del Estado. En general estas críticas
significan que los ciudadanos, y también los especialistas, perciben
que el Estado y la clase gobernante son uno de los más serios
problemas que condicionan el futuro. El Estado, aceptado
por los ciudadanos libres como la mejor opción posible para asegurar
la convivencia pacífica y garantizar, en el sentido de la
teoría lockeana, la libertad y la propiedad, se ha convertido en el
peor de los enemigos de los valores que está llamado a preservar.
El Estado no resuelve problemas a los ciudadanos, sino que es
un problema en sí mismo.Terrible situación ésta en que el pueblo
soberano se percata de que ha permitido el nacimiento de
una criatura monstruosa que terminará devorándolo.