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Los límites a la libertad de expresión aumentan en España hasta terminar en una celda de prisión

Juicio a los raperos de La Insurgencia en la Audiencia Nacional.

Iñigo Sáenz de Ugarte

Paul Chambers se levantó de la cama un 6 de enero de 2010 con todas las ganas de coger un avión. Tenía un billete con destino a Belfast para ver a la chica con la que estaba saliendo y a la que había conocido en Twitter. Llegó al aeropuerto Robin Hood, en South Yorkshire, lo encontró cerrado por la nieve y estalló. En Twitter, claro: “¡Mierda! El aeropuerto Robin Hood está cerrado. ¡¡Tenéis una semana y algo más para arreglar esta mierda o voy a volar este aeropuerto por los aires!!”.

La policía lo detuvo una semana después, lo que provocó una gran polémica en los medios. ¿Realmente era una amenaza terrorista real viniendo de un chico de 25 años de no muchas luces? Los jueces pensaron que no podían dejar pasar el aviso. Lo condenaron en primera instancia y volvieron a hacerlo en el primer y segundo recursos. Sólo cuando el caso llegó al Tribunal Supremo, decidieron absolverlo en julio de 2012.

¿Cuál había sido la pena inicial de prisión? Ninguna. Había sido condenado a pagar una multa de 385 libras, más la obligación de pagar las costas de 600 libras (equivalentes a 1.130 euros en total). Y había perdido el empleo a causa de la detención.

En España una condena a pagar 1.130 euros sería casi un alivio para muchos de los acusados que han pasado por la Audiencia Nacional en los últimos meses. Delitos como incitación al odio, enaltecimiento del terrorismo o injurias al rey han llevado a la imposición de penas que suponen el ingreso en prisión. Son penas similares a las de los delitos de lesiones graves.

La acumulación de estos casos podría hacer pensar que en España el terrorismo es una amenaza permanente o que el debate público está teñido de violencia y amenazas. Eso era lo que ocurría en muchos momentos de la Transición a finales de los 70 y los 80, época descrita en general por los medios de comunicación como un éxito de la sociedad española.

¿Entonces por qué ahora ese activismo judicial y policial contra delitos manifestados a través de la opinión? ¿Esas sentencias quieren decir que estamos peor que en los 80 en cuanto a respeto a los derechos civiles?

“Esa es una percepción basada en la realidad”, opina Jacobo Dopico, catedrático de Derecho Penal de la Universidad Carlos III. “Nos encontramos ante una situación de alarma que se ha creado rápidamente en pocos años al haberse producido un giro en la interpretación de tres o cuatro grupos de delitos: enaltecimiento del terrorismo, incitación al odio y discriminación, que se ha ampliado de forma insostenible, delitos que han revivido como los referidos a los sentimientos religiosos, y las ofensas a instituciones como la Corona”.

La ofensiva judicial

La intensa dedicación de Policía, Guardia Civil y Fiscalía a lo que se dice en redes sociales y a la actividad de grupos de música ha desembocado en varias sentencias en los últimos meses.

A los integrantes del colectivo rapero La Insurgencia, la sentencia de la Audiencia Nacional les condenó en diciembre por ensalzar “de manera casi sistemática a la organización terrorista” de los Grapo y adoptar una “tónica subversiva frente al orden constitucional democrático”. Resultado: dos años y un día por enaltecimiento del terrorismo.

Al rapero Valtonyc, tres años y seis meses por enaltecimiento del terrorismo, calumnias e injurias graves a la Corona, según la sentencia del Tribunal Supremo. “Mataría a Esperanza Aguirre, pero antes le haría ver cómo su hijo vive entre ratas”, fue una de las frases citadas en la sentencia.

Con César Strawberry, ocurrió lo contrario a lo habitual. Le absolvió la Audiencia Nacional, pero le condenó el Supremo tras el recurso, a pesar de que el músico había confirmado su rechazo explícito a la violencia.

En el caso de Strawberry, Dopico cree que su sentencia “contradice cuestiones establecidas por el Tribunal Constitucional (TC) y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos”. Incluso las apelaciones genéricas a la violencia no son automáticamente constitutivas de delito, por mucho rechazo social que provoquen en la mayoría de la sociedad. Si no hay riesgo real de que se produzcan esos actos violentos, si no hay una intención clara de plasmar esas palabras en violencia física, el TC se ha mostrado reacio a aceptar esas condenas.

Por el contrario, los autores de los atestados policiales y los autos de la Fiscalía reflejan una sucesión de frases de contenido violento y en ocasiones aberrante como si fueran llamamientos nítidos a una violencia que se puede producir en cualquier momento y que afortunadamente nunca llega a ocurrir. Entre otras cosas, porque por muchos tuits que dediquen a los Grapo personas que ni saben lo que era ni habían nacido cuando los miembros de ese grupo terrorista cometieron sus crímenes, los Grapo no van a resucitar.

En muchos casos, son los tribunales y los medios de comunicación que informan de sus decisiones los que hacen de altavoz de esas declaraciones. En definitiva, los que extienden esos mensajes violentos, muchísimo más que sus autores originales.

¿Hay una intención política en esas sentencias? El abogado Arkaitz Terrón fue juzgado en marzo de 2017 por nueve tuits publicados a lo largo de seis años en los que se refería a Carrero Blanco, ETA y el rey Juan Carlos desde una cuenta de Twitter que tenía una repercusión insignificante. Tras el juicio –antes de saber que sería absuelto–, dijo que tenía claro por qué estaba allí: “El Estado quiere que cuando un chaval vaya a tuitear se lo piense dos veces”.

Por eso en otros juicios celebrados esos días varios acusados aceptaron reconocer su culpabilidad a cambio de una pena que no les suponía el ingreso en prisión. A Terrón no le extrañaba: “Yo pude pagarlo (abogados, viaje y fianza), pero si no tienes recursos, lo primero que haces es reconocerlo todo, o si no, te hunden la vida”.

Sobre los efectos de esos mensajes

La repercusión de cualquier posible incitación a la violencia debería ser un factor relevante en la investigación policial. El riesgo que suponen esas palabras para la sociedad debería valorarse para establecer si es delito y con qué gravedad, algo que en las sentencias suele aparecer con una frase declarativa sin pruebas que sustenten esa apreciación.

Twitter y Facebook tienen herramientas para medir la repercusión de esos mensajes y traducirla en cifras. En varios juicios, los agentes policiales han reconocido que no las usan. Los números que saldrían podrían llegar a ser ridículamente bajos. Ningún fiscal se atrevería a presentarlos ante el tribunal como prueba.

El Tribunal Supremo ha llegado al extremo de avisar de que un retuit puede ser delito. Repetir para tus seguidores un mensaje escrito por otra persona puede llevarte a la cárcel. El tribunal se refirió en una sentencia al acto de reenviar mensajes o imágenes de apoyo a ETA o de homenaje a terroristas.

El RT –que significa cosas distintas para personas diferentes en Twitter, como sabe cualquier usuario de la red social– puede ser delictivo, según el Supremo, porque el Código Penal no exige “que el acusado asuma como propio, razone o argumente la imagen y su mensaje, ni tampoco que sea el que lo haya creado; basta que de un modo u otro accedan a él, y le den publicidad, expandiendo el mensaje a gran cantidad de personas”.

Retuitear es también una forma de contar lo que está pasando sin hacer más comentarios. Como se dice en términos coloquiales, sin mojarse. O de provocar a algunos lectores con algo que preferirían no ver. El Tribunal Supremo sólo parece tener una definición para ese concepto de retuitear.

La protección judicial de la monarquía

La libertad de expresión nunca ha sido un derecho absoluto, pero es realmente relativo cuando se topa con la figura del rey. Desde los tiempos de la famosa portada de El Jueves en 2007 con los entonces príncipes de Asturias, la Justicia ha adoptado como misión condenar los ataques u ofensas que recibe, en ocasiones con el argumento poco sostenible de que el monarca no es una figura política –por tanto sujeta a un nivel alto de crítica a diferencia de un ciudadano corriente– por no formar parte de un partido político.

“El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) tiene una jurisprudencia muy clara y sólida”, recuerda Joan Barata, de la Plataforma en Defensa de la Libertad de Expresión (PDLI, de la que forma parte eldiario.es), “en virtud de la cual los ordenamientos no pueden otorgar una protección especial y cualificada a sus cargos e instituciones más importantes, sino más bien al contrario, permitir un mayor grado de crítica e incluso ataque por tratarse de instituciones públicas que deben encontrarse sujetas al cuestionamiento y escrutinio ciudadano en el marco de una democracia”.

Los tribunales españoles deberían saberlo. En 2011, el TEDH condenó al Estado español a indemnizar a Arnaldo Otegi con 20.000 euros por la condena a un año de prisión por llamar al rey “jefe de torturadores”.

La respuesta al odio machista

Hay una sentencia muy reciente que no ha tenido tanta repercusión ni críticas en las redes. El Tribunal Supremo condenó la semana pasada a dos años y seis meses a un tuitero de 22 años por su incitación a la violencia contra las mujeres con mensajes como “53 asesinadas por violencia de género machista en lo que va de año, pocas me parecen con la de putas que hay sueltas”. La condena llevará aparejado el ingreso en prisión.

Los delitos de incitación al odio pretenden establecer una protección especial a colectivos que sufren algún tipo de discriminación. “Son herramientas que existen en el Derecho Penal desde hace poco tiempo. Persiguen afirmaciones que, dada la situación discriminatoria de algunos grupos, puedan alentar conductas violentas de otras personas”, explica Jacobo Dopico.

La defensa de la violencia de género no es desde luego un bien jurídico que haya que proteger. Pero el riesgo de que se intente criminalizar conductas despreciables que merecen el reproche social o moral, pero no necesariamente el penal, puede también existir aquí. “Me cuestiono que estos cinco tuits del joven machista condenado sean peligrosos, que conlleven un riesgo concreto y cierto de alimentar un clima de hostilidad o discriminación contra las mujeres”, opina la abogada Isabel Elbal en un artículo.

En este caso, Twitter cerró una de sus cuentas después de que los usuarios protestaran por sus mensajes. Fue un caso –no se puede decir que muy frecuente– en que la empresa reaccionó ante las peticiones de otras personas. Es decir, la sociedad reaccionó ante un problema serio y, como dice Elbal, “el uso de Twitter no supuso una posición de superioridad desde la que el machista se impuso con sus crueles y ofensivos mensajes”.

En los países en que existe la tipología de delito de (incitación al) odio, se tiene claro que se busca proteger a minorías, con especial énfasis en las minorías étnicas o religiosas. En España, al Ministerio de Interior se le ha ocurrido que puede utilizarse también para denunciar las críticas a las fuerzas de seguridad, con lo que podemos encontrarnos con que lo terminen empleando todas las profesiones para meter en prisión a sus adversarios reales o imaginarios.

No se puede negar que en las redes sociales abundan los insultos, las amenazas y la violencia verbal. Los medios de comunicación no dejan de publicar artículos sobre esa realidad como si fuera el asunto más grave al que se enfrenta la sociedad. Es un problema político y social que no se resolverá metiendo a miles de personas en prisión.

“La Constitución y la libertad de expresión protegen también a las personas que las niegan”, dice Dopico. “Sólo si hay incitación a la violencia y hay riesgo real de que se aplique es cuando la justicia debe actuar”.

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