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Las heridas abiertas de Halabja
Um Faisal, ciega de los dos ojos por unos gases “que olían a manzana”, permanece apostada a la entrada de la lujosa carpa que las autoridades han instalado en Halabja. Puede esperar, lleva 25 años sin justicia.
Desde que en 1988 uno de los peores ataques con armas químicas de la historia le arrebatara la visión, nadie ha tratado sus ojos ni se ha dirigido a ella para compensarla.
La flanquean su hijo y una joven, que tiembla mientras los tres aguardan la salida del primer ministro del gobierno regional kurdo, Neshervan Barzani, para que este escuche sus necesidades.
Poco antes, dentro de la gigantesca carpa con aire acondicionado, Barzani había tenido que interrumpir su discurso ante los gritos de los hijos de Halabja, supervivientes de la masacre que Sadam Husein perpetró con gases nerviosos y gas mostaza contra esa ciudad fronteriza con Irán.
El Kurdistán iraquí conmemora estos días con gran boato el 25 aniversario de la Operación Anfal, el plan orquestado por Sadam y su primo Ali el Químico contra la población kurda y que alcanzó el cénit de su crueldad en el ataque sobre Halabja, donde murieron unas 5.000 personas.
“A las 11.35 del 16 de marzo de 1988, los aviones lanzaron pasquines. Ordenaban a la gente que abandonase la ciudad, porque en ella había soldados iraníes, pero no dieron tiempo ni a leerlos. Inmediatamente comenzó el bombardeo con napalm, y horas después llegó el ataque químico”, relata el actor y director Alam Ali Khan, que prepara una película sobre la masacre.
Las escasas imágenes que se conservan de entonces muestran que el tiempo se detuvo en ese instante, con cadáveres por las calles como si hubiesen caído súbitamente dormidos.
Faisal Ibrahim, el hijo de Um Faisal, tenía entonces 14 años y a duras penas recuerda los detalles de ese día en el que, agarrado a su hermano, corrió hacia las montañas separado de su familia.
“Huimos al monte, en dirección a Irán. Pasamos dos días sin comida y ni siquiera pudimos encender un fuego, porque por la noche pasaban los aviones por encima de nosotros”, dice.
Meses después, se reencontraría con sus padres en Irán, donde descubrió que dos hermanos y dos hermanas suyos habían muerto.
Mientras Ibrahim, maestro de 39 años, explica su historia bajo la solana del mediodía, dentro de la carpa tiene lugar una ceremonia con elevadas dosis de sentimentalismo y algunos invitados ilustres como el exministro francés de Asuntos Exteriores Bernard Kouchner.
Fuentes de la organización aseguraron a Efe que el presupuesto de los eventos de celebración supera los cinco millones de dólares.
Ajenos a esas cifras, un grupo de vecinos de la ciudad, antiguos refugiados en Irán, levanta pancartas y hace callar por unos segundos a Barzani.
El mal endémico en el próspero Kurdistán pos Sadam -una isla de estabilidad en el avispero iraquí- es la corrupción, que para muchos supervivientes y familiares de las víctimas es lo que se oculta tras su marginación.
“No se ha hecho justicia hasta hoy, sobre todo entre quienes no tenemos medios para llegar a las autoridades. Unos cuantos se han metido en política, y a ellos sí les ha ido bien”, protesta Ibrahim.
El malestar viene de antiguo. Ya en 2006, también con motivo del aniversario, miles de manifestantes incendiaron el museo conmemorativo de la masacre y un adolescente murió en los violentos enfrentamientos con la policía.
Dolonia Aziz Ali, la joven que acompaña a Ibrahim y su madre, sufre complicaciones en un ojo, mientras que cuatro de sus hermanos se hallan “muy enfermos”, como le ocurre a buena parte de los supervivientes, entre quienes enfermedades como el cáncer de colon o problemas como los abortos naturales se multiplican por diez.
La madre de Dolonia murió en Teherán, donde era tratada en un hospital de las secuelas del gas. El Ejército iraní se llevó su cuerpo, y nunca más volvieron a verlo.
“Hemos pedido ayuda muchas veces, pero hasta ahora todo ha sido en vano”, se lamenta Ali.
Perdido entre una nube de guardaespaldas, el primer ministro Barzani sale finalmente de la carpa y pasa fugazmente ante el trío que lo esperaba, sin llegar a escuchar una sola de sus peticiones. Parece que tendrán que esperar un año más.
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