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La justicia sometida

Elisa Beni

Si tiene este libro entre las manos es porque, en algún momento, ha percibido que el sistema no funciona. Lo ha abierto porque hace tiempo que tiene la sospecha de que la justicia no es igual para todos. Bien, lleva razón.

[OBJECT]]Y cada vez será peor si no lo paramos. Por eso voy a intentar explicar lo que está pasando dentro y cómo las fuer­ zas se han concitado para someter la justicia al control político, reventando la idea básica de cualquier sistema demo­crático de que los poderes actúen de forma separada e independiente. Esa separación básica que concede al Tercer Poder la misión de controlar a los otros dos. Si los ciudada­nos no somos capaces de asimilar la gravedad de una justi­ cia amarrada y esclavizada, no podremos hacer nada para pararlos. Es lo que ellos esperan. Saben que hace falta un conocimiento técnico que es difícil transmitir a la opinión pública para comprender lo que están haciendo, cómo lo están haciendo y el enorme coste que tendrá para la idea de una democracia sana. No cuentan con que, hasta donde nos sea dado, quedamos periodistas, jueces, abogados, fisca­les, juristas varios, dispuestos a no callar ante lo que está sucediendo. Sin Estado de Derecho no hay democracia posi­ble. Una justicia cautiva del poder político no es justicia.

En este país hubo un político que nos reveló un día que Montesquieu había muerto, porque lo estaban asesinando, y le reímos la gracia. No era sino la expresión de una tendencia que comenzó nada más iniciarse la andadura democrática y en la que han participado todos los partidos que han tocado el poder. Esta aniquilación del control ejercido sobre el Poder, así con mayúsculas, ese poder que algunos llaman “casta”, llegó a su culminación con las reformas emprendi­das por Mariano Rajoy, a través del que por entonces era su útil ministro, Gallardón. Jamás ningún gobierno osó ser tan directo y tan claro en ese sometimiento ni llegar tan lejos en el mismo. No obstante, nadie ha sido inocente en el proceso que nos ha traído hasta aquí. Los que no sobaron y pervirtie­ron las normas en su favor no arreglaron nada y aprovecha­ ron esas manipulaciones en su propio favor cuando llegaron al poder. Nada se les ha puesto por delante para intentar sustraerse al control democrático y para lograr una mayor impunidad en los casos en los que se corrompieron.

La misma percepción de degradación del Estado de Derecho que perciben los ciudadanos se tiene también desde dentro del poder judicial y de la Administración de Justicia. Cada vez son más los jueces y fiscales que sienten la necesidad de denunciar lo que está sucediendo, si bien ellos son los más maniatados para hacerlo y, probablemente, lo serán más. Otros, sin embargo, ya han sido sometidos y solo buscan su propio beneficio en simbiosis con los intereses de los podero­sos. Los más se han aclimatado, decepcionados pero nada combativos, y se han retirado a sus mesas de trabajo y a sus asuntos concretos tirando la toalla. Otros operadores jurídi­cos han abierto también frentes importantes para decir en voz alta lo que está sucediendo, para intentar que los ciuda­danos entiendan que este no es un problema de gremio sino que afecta a la esencia misma del sistema de convivencia que nos hemos dado. En este punto, la denuncia de la injusticia radical de las tasas y su afectación al derecho de los ciudada­nos a demandar justicia es la que más fuerza ha cobrado.

Y vamos a ver que aquí el problema real versa sobre el poder y la impunidad. La justicia, en líneas generales, fun­ciona a trancas y barrancas en los asuntos que afectan en general a la ciudadanía. Lo hace con deficiencias por el esca­so número de jueces –tenemos una de las ratios más bajas de la Unión Europea– por la falta de medios materiales, de tecnología y de instrumentos legislativos –por ejemplo, procesales– adecuados a esta nueva era. Todo ello depende de los políticos. Ellos tienen que legislar pero también manejan los presupuestos, instituyen las plazas de jueces, fiscales, secretarios y funcionarios, crean los órganos judiciales y también pagan y deciden los medios materiales. Y, digamos­ lo sin contemplaciones, a los políticos la justicia nunca les ha importado lo más mínimo. Es difícil que dé votos. Inaugurar un edificio de juzgados o crear unas plazas nunca ha servido para pasar la bandeja y obtener réditos electorales. Hay otros sectores mucho más propicios y en ellos se han concentrado hasta en tiempos de bonanza.

El verdadero problema llega cuando la justicia topa con el Poder, así, con mayúscula. El poder político, el poder financiero y los poderes fácticos relacionados con ellos. Cuando la justicia empieza a hurgar demasiado cerca de estos o de sus intereses se desatan todas las alarmas. Son alarmas que no suenan sino en reservados inalcanzables o en despa­chos a prueba de barridos. Alarmas que ponen en marcha los engranajes necesarios para sortear el peligro. En muchas ocasiones, ni siquiera percibimos estos movimientos telúri­cos que se desencadenan. Es difícil, desde fuera, puesto que durante las últimas décadas el mecanismo de sometimiento ha sido hábilmente engrasado para que solo se perciban sus efectos allí donde es preciso que sean notados. No obstante, en los últimos tiempos, algunos de los casos de corrupción sometidos al control judicial han sido tan graves, afectaban a tan altas instituciones o intereses, que hemos sentido el rechinar de todo el sistema como si nos hubieran puesto amplificadores.

En este afán por construirse un seguro de impunidad o, también, una fórmula de ataque al adversario, que para todo ha servido y sirve, se han ido alterando normas, usos, regla­mentos, leyes. Se ha cambiado la Constitución sin reformar­ la. Se han pervertido reglas que no han sido modificadas, algunas veces en franco fraude de ley. Siempre que la casta ha necesitado para sus fines quitar la venda o alterar el fiel de la balanza se ha reproducido la pugna entre sus posibilidades de actuación y ese monto de profesionales aún independien­tes que se revuelven ante estos manejos. Los hay, eso deben creerlo también. En esa fricción, a veces brutal, el poder político ha ido descubriendo los puntos ciegos que les impe­dían controlar el sistema tal y como desearían. Esos “puntos de resistencia” son sistemáticamente derribados, abiertos, horadados mediante nuevas reformas, nuevos trucos regla­mentarios, otras normas de juego. Las últimas reformas acometidas por el gobierno de Rajoy constituyen el ataque más importante y definitivo a la independencia judicial y dinamitan de golpe muchos de estos puntos de resistencia que aún quedaban.

Vivimos tiempos oscuros. El asalto sistemático al Estado del bienestar nos ha sumido en la indignación y también en la preocupación por el tipo de sociedad que podemos esperar en el futuro. Las desigualdades económicas sobrevenidas no solo han causado mucho sufrimiento, sino que constituirán uno de los problemas más importantes contra los que se habrá de cimentar el siglo XXI en España y en el mundo. Siendo ambas cuestiones vitales, la perversión del Estado de Derecho mediante la demolición de un poder judicial in­ dependiente no lo es menos, puesto que afecta a bienes que no son materiales pero sí esenciales: la libertad, la igualdad y la democracia. Un poder político sin control puede perpe­trar todos los demás ataques que el ciudadano está sufriendo con total impunidad.

No es casualidad que cuando se realizan estudios o aná­lisis sobre la necesidad de regeneración democrática siem­pre aparezcan como puntos claves los referidos a la limpieza y pureza del sistema de justicia. Y es que hay esperanza o, al menos, debería haberla. Debería ser posible regenerar la justicia para sacar las manos de los políticos de donde jamás debieron meterlas. Son necesidades ineludibles fortalecer su independencia y reformar las instituciones que han sido usadas de modo espurio para favorecer la impunidad. Solo un trabajo de ese tipo permitirá que el resto de las propues­tas de regeneración para mejorar la calidad de una democra­cia que está exhausta tengan sentido y se mantengan en los años sucesivos.

Lo que sigue a continuación es un repaso por la cruda realidad actual, por las maniobras y perversiones que nos han llevado a ella, por los recovecos oscuros en los que se fragua la podredumbre y por el fracaso de algunas de las ins­tituciones surgidas de la Constitución. También un apunte de cómo podríamos cambiar todo esto. Sin esperanza y pla­nes, la denuncia carece de sentido.

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