La protesta no convencional en tiempos de crisis
A continuación reproducimos el primer capítulo
Quienes comienzan por eliminar por la fuerza la discrepancia, terminan pronto por eliminar a los discrepantes. La unificación obligatoria del pensamiento y de la opinión solo obtiene unanimidad en los cementerios [...] El poder público es el que debe ser controlado por la opinión de los ciudadanos, y no al contrario.
Juez Robert Jackson, en el caso Virginia Board of Education c. Barnette
Hace más ruido un solo hombre gritando que cien mil que están callados.
Albert Camus
Abordar la criminalización del derecho a la protesta en España exigiría un cierto ejercicio retrospectivo. Que se remontaría, sin duda, a la propia dictadura franquista. Muchas de las amenazas que hoy se ciernen sobre la libertad de crítica se gestaron entonces. Un aparato policial arbitrario. Una justicia penal poco dispuesta a reconocerse como el poder “terrible” y “odioso” del que hablaba Condorcet. Una tendencia demasiado marcada a ver en el disidente un enemigo o un potencial “terrorista”. La realidad actual no podría explicarse sin esa herencia. Es innegable que, tras el fin de la dictadura, se experimentaron avances. Muchos de ellos fueron el resultado de las luchas antirrepresivas emprendidas por diferentes entidades y movimientos sociales. El propio capítulo de libertades civiles y procesales de la Constitución sería impensable sin esta presión ciudadana. Lo mismo que la jurisprudencia más garantista del TC. Con todo, el fantasma de la represión de la disidencia, del uso populista del Derecho penal, no ha desaparecido. Por el contrario, ha permanecido y se ha potenciado con el ascenso de las políticas neoliberales. Y con el estallido, en 2008, de la crisis financiera.
Tras un periodo de escasa movilización política, en los últimos años el número de manifestaciones prácticamente se ha multiplicado por cuatro, pasando de 10.568 en 2004 a 16.118 en 2008, a casi 20.000 en 2010 y a alrededor de 40.000 en 2012, según las estadísticas del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas. En ese contexto, es posible identificar numerosos episodios en los que la protesta en defensa de derechos ha tenido como contrapartida una intensificación de las respuestas represivas. Las páginas que siguen se ocupan de algunos de esos episodios y de algunas de esas respuestas. Para analizarlas, se toma como punto de referencia la irrupción de una ola de protestas muy con creta: las que supusieron la aparición del movimiento del 15 de mayo de 2011, conocido como 15M. Pero, antes, conviene detenerse en dos fenómenos que tuvieron un papel importante como antecedente y en los que ya despuntaron algunas de las futuras tendencias restrictivas en materia de libertades: las protestas estudiantiles contra el llamado Plan Bolonia y la huelga general del 29 de septiembre de 2010.
Ya en 2009, en efecto, la comunidad universitaria convocó diversas manifestaciones para protestar contra el proceso de adaptación al Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), conocido como Plan Bolonia. Como en Italia un año antes, colegios y universidades fueron pacíficamente ocupados con consignas contra la mercantilización de la universidad. La tensión entre estudiantes y policías se elevó en varios campus. En Cataluña, el encierro de cuatro meses en el rectorado de la Universidad de Barcelona fue el preludio de una de las actuaciones policiales más polémicas del Gobierno tripartito integrado por el Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC), Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) e Iniciativa per Catalunya y Esquerra Unida i Alternativa (ICV-EUiA). El desalojo de los estudiantes encerrados y la oleada represiva posterior reflejaron las dificultades de un Gobierno supuestamente progresista para lidiar con la protesta social no convencional. La intervención policial se saldó con siete detenidos. Casi 200 personas resultaron heridas, entre ellas, un niño de diez años y una treintena de periodistas. Según el sindicato que agrupa a estos profesionales, algunos fueron golpeados en las piernas, por debajo de las rodillas, en clara vulneración del protocolo que rige este tipo de actuaciones. A pesar de ello, la investigación judicial no llegó demasiado lejos, dada la imposibilidad de individualizar la responsabilidad de unos agentes que llevaban el rostro oculto y carecían de identificación visible.
La intervención supuso un primer punto de inflexión en el alcance del derecho a la protesta y de la propia autonomía universitaria. Hasta entonces, el rechazo a la implantación del Plan Bolonia había transcurrido sin mayores incidentes. A partir del desalojo, pasó a convertirse en una cuestión de “orden público”. Tras el fin del franquismo, la autonomía universitaria se había erigido en norma para proteger los campus de la presencia hasta entonces habitual de la policía. Solo las autoridades académicas podían autorizar, en circunstancias excepcionales, su entrada en la universidad. Esta vez, se produjeron cargas dentro y fuera del edificio. El día de los hechos, el Rectorado emitió un comunicado. En él se afirmaba que la entrada de los antidisturbios estaba justificada, puesto que los estudiantes habían traspasado ciertas “líneas rojas”. La calificación de los hechos era abiertamente exagerada. Sin embargo, no era la primera vez que la apelación genérica al “peligro de la violencia” se convertía en antesala de una intervención coactiva o represiva. Así había ocurrido en la Universidad Pompeu Fabra y en la Universidad Autónoma de Barcelona. Con un argumento similar, también allí se habían autorizado desalojos y aplicado sanciones de cuestionable legalidad.
Esta vez, empero, concurrirían otras razones de fondo. Pocos días antes de la protesta, la mayoría del claustro de la UB había votado seguir adelante con la instauración del Espacio Europeo de Educación Superior. Supuestamente, esta decisión “mayoritaria” justificaba el desalojo de una “minoría” que llevaba meses encerrada y que incluía a personas que “ni siquiera eran estudiantes”. Este argumento ocultaba el creciente malestar generado por la reforma universitaria en ciernes. Las críticas, de hecho, no eran una simple ocurrencia de un puñado de iluminados. Investigadores reconocidos, profesores e incluso rectores de toda Europa coincidían con el argumento de fondo de los estudiantes. Sin una financiación adecuada, muchos de los objetivos perseguidos por la reforma, encomiables en abstracto, corrían el riesgo de convertirse en instrumentos de mercantilización y de burocratización de la universidad. Los pocos referendos celebrados para conocer la opinión estudiantil, como los de Lleida, Girona, Barcelona, Zaragoza o Madrid, habían registrado un rechazo amplísimo a la política de hechos consumados en marcha. Es cierto que la participación estudiantil en estas consultas resultó baja en términos absolutos (en torno al 15 y al 20 por ciento). Pero fue bastante mayor, por ejemplo, que la que tiene lugar cuando se eligen rectores.
En declaraciones radiofónicas, el entonces secretario general de la UB celebró que, tras el desalojo policial, el edificio histórico del Rectorado volviera a recuperar su “sentido público” previo, cuando “ciudadanos y turistas que querían contemplar el edificio o pasear por los jardines podían hacerlo sin problemas”. Sin embargo, era difícil aceptar que la contemplación estética o la atracción turística pudieran colocarse en el mismo plano que el propósito de debatir sobre el propio futuro de la educación pública. La irrupción de la policía en el edificio histórico de la universidad y el desprecio exhibido hacia estudiantes, peatones y reporteros gráficos visiblemente identificados generaron el rechazo de amplios sectores de la sociedad.
Esta reacción de las autoridades, en realidad, reflejaba una concepción bastante restringida del principio democrático y del propio derecho a la protesta. Sobre todo cuando procedía de quienes no han tenido la oportunidad de hacerse oír en los procesos formales de participación. Que se tratara o no de una minoría no era argumento suficiente para descalificarlos. Después de todo, nada impide que las minorías de un determinado momento puedan defender intereses generalizables, susceptibles de convertirse en mayoritarios, o que las mayorías coyunturales sean portavoces de privilegios, viejos o nuevos, que solo benefician a una minoría. Que esto sea así depende de muchos factores. La información disponible y la calidad y amplitud del debate público son algunos de los más importantes. De ahí que el lugar que se les otorgara en la protesta universitaria fuera un reflejo, también, de la idea de democracia que se profesaba.
En el caso del desalojo del Rectorado y las posteriores cargas contra los estudiantes, la respuesta policial fue tan desmedida que hasta la cúpula de la Consejería de Interior, a cargo del secretario general de ICV, Joan Saura, tuvo el gesto inédito de admitir errores y pedir disculpas a los afectados. Incluso, en una decisión también inusual, se decidió cesar al director general de la Policía, Rafael Olmos. La mayoría de la clase política, no obstante, cerró filas en defensa de la actuación policial y centró sus críticas en el consejero. La exconsejera de Interior socialista, Montserrat Tura, reclamó mayor severidad y alegó que “un acto de protesta que no cumple con todos los requisitos no es una manifestación, sino un acto de desorden público”. Un par de años más tarde, ya con Convergència i Unió (CiU) en el Gobierno, comenzarían a suprimirse plazas de profesores y se crearía una Unidad Central de Información en el Orden Público. Uno de sus cometidos era infiltrarse en los campus universitarios de Barcelona y controlar ciertas actividades académicas.
Además de los evidentes intereses partidistas, en este tipo de discursos y actuaciones ya latía una peligrosa concepción de la seguridad que tiende a convertir cualquier forma de protesta no convencional en una cuestión de orden público, antes que político. Desde esa óptica, los manifestantes pasan a ser considerados “violentos en potencia” y el camino a la militarización del espacio público queda expedito. A pesar de su supuesto realismo, este sentido de la razón de Estado es, en rigor, bastante irrealista. Otorgar una especie de carta blanca a las fuerzas policiales, además de exponerlas a una constante deslegitimación, las convierte en fuente de nuevos y más graves enfrentamientos. Con frecuencia la saturación policial del espacio público, lejos de disuadir el conflicto, lo espolea.
Para desactivar nuevas protestas, la Consejería de Interior exhortó a la ciudadanía a no acercarse al centro de la ciudad ni participar en una nueva manifestación calificada de “alto riesgo”. Blindó el centro de la ciudad con cientos de antidisturbios para no dejar bajar la manifestación por las Ramblas. Pero la policía esperó en vano. Los estudiantes cambiaron el recorrido, burlaron el férreo cerco policial y protagonizaron una marcha nutrida y totalmente pacífica en dirección al barrio de Sants. De lo que se trataba, según los organizadores, era de “desarmar a los armados” y de “no comparecer en su campo de batalla”.
Poco después de las protestas estudiantiles, el desempleo en España ya se acercaba peligrosamente al 20 por ciento entre la población adulta y a casi al 40 por ciento entre la juvenil. En países como Grecia, la represión de las protestas se había cobrado por entonces tres muertos y centenares de heridos y detenidos. Por la misma época, el Gobierno de Nicolás Sarkozy anunció en Francia un severo plan de austeridad y lanzó los gendarmes a la calle. Rápidamente, la cifra de arrestados se disparó hasta alcanzar casi las 2.000 personas. Todo ello en un país cuyo régimen de detención en comisarías sería condenado por el TEDH y que se encontraba bajo el escrutinio del propio Tribunal de Casación francés (caso Brusco c. Francia, de 14 de octubre de 2010).
La tendencia no fue muy diferente en el caso español. El fin de la euforia inmobiliaria llevó al Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero a someterse a las políticas de austeridad exigidas por el Banco Central Europeo, la Comisión y el Fondo Monetario Internacional (la célebre troika). En mayo de 2010, tras recibir una carta del Banco Central Europeo, anunció que la presión especulativa se había vuelto insostenible y que la única alternativa era la puesta en marcha de políticas de austeridad y de recortes de derechos. En la sesión parlamentaria del miércoles 12 de mayo anunció uno de los ajustes más profundos acometidos desde la Transición. Las medidas incluían restricciones de derechos sociales que afectaban a cinco millones de pensionistas, casi tres millones de funcionarios, cientos de miles de personas mayores necesitadas de asistencia y unas 200.000 familias. Este anuncio dejó en nada el compromiso adquirido poco antes por el Gobierno al ratificar el Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC). Sin mayor debate público, se aprobaron con carácter de urgencia diversas normas de reforma del mercado laboral.
A mediados de 2010, se convocaron varias huelgas generales en la Comunidad Autónoma del País Vasco y a nivel estatal. Los sindicatos criticaron severamente diferentes decretos leyes que acometían nuevos recortes e incluso iniciaron acciones ante los tribunales. En su opinión, la nueva norma restringía de manera arbitraria el derecho al trabajo y a la negociación colectiva, al tiempo que reforzaba el poder empresarial. Al final, la huelga general del 29 de septiembre coincidió con un día de protestas europeas y tuvo más éxito del esperado. Ya entonces, la violencia policial se hizo sentir. En Getafe, en Madrid, un agente disparó varios tiros al aire durante una carga policial que dejó heridos a varios trabajadores que realizaban un piquete frente a una fábrica. En Barcelona, el desalojo sin orden judicial de la antigua sede del Banesto, ocupada días antes por activistas pro huelga, se resolvió en fuertes disturbios callejeros y decenas de detenidos. Poco antes, el juez de instrucción había desistido de utilizar la vía penal por considerar que la ocupación era “de carácter reivindicativo, festivo y muy limitada en el tiempo”. A pesar de ello, ninguno de los actos de violencia policial que se produjeron fue objeto de censura institucional. En total, unas 100 personas fueron detenidas en toda España. La mayoría de ellas, acusadas de haber producido “disturbios y actos vandálicos”.
Los ataques a los sindicatos y a los huelguistas permitieron entrever un afán punitivo que se profundizaría con el tiempo. Algunas crónicas periodísticas presentaron a los manifestantes como un “hatajo de parásitos, vividores políticos y violentos, solo capaces de perseguir sus objetivos arrasando con las libertades ajenas”. También se dijo que se trataba de “delincuentes extremadamente peligrosos” al servicio de “un Estado de bienestar hitleriano”. La utilización de la reductio ad Hitlerum para descalificar cualquier protesta incómoda sería una constante tras el estallido de la crisis. Sobre todo por parte de gobiernos conservadores, como los del PP, que llamativamente eran los más cercanos a experiencias emparentadas con el nazismo, como la del propio franquismo.
Estas descalificaciones no pretendían, en todo caso, ser una caracterización sociológica. Su objetivo era preparar un escenario de deslegitimación que justificara el recurso a intervenciones más drásticas. El diario La Razón sugirió “encarcelar a los líderes de la huelga”. El Mundo pidió directamente “ilegalizar a UGT y CC OO”. Incluso medios supuestamente progresistas como El País o El Periódico responsabilizaron a los movimientos sociales por los hechos aislados de violencia callejera que tuvieron lugar en el centro de Barcelona. Al presentar los desórdenes callejeros como un despliegue de vandalismo coordinado por “okupas”, “antisistemas” y “lúmpenes de toda clase”, no solo se procuraba deslegitimar las razones de fondo de la huelga, también se preparaba el camino para las medidas excepcionales de “defensa de la paz social” que se anunciarían poco más tarde. Estas incluían una mayor contundencia policial con el conjunto de movimientos alternativos, el cierre de páginas web consideradas sediciosas o el endurecimiento de un Código Penal ya suficientemente contundente. Se dejaba claro, así, que el ejercicio del derecho a la protesta tenía un perímetro claramente delimitado. Y que cualquier actuación que excediera las formas reivindicativas convencionales sería abordada, antes que con la negociación y la búsqueda dialogada de alternativas, con el Derecho penal represivo y la intervención policial directa.
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