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La tercera república

Manifestación por la III República en Madrid el 14 de abril de 2014. \ S.P

Alberto Garzón Espinosa

Habitualmente asociamos la noción de republicanismo a aquella visión política que prefiere como jefe de Estado a un presidente electo antes que a un rey. Ese republicanismo justificaría tal posicionamiento a veces en virtud de un supuesto ahorro económico y a veces en virtud de unos principios democráticos que harían intolerable que los miembros de una determinada familia se sitúen por encima del resto de los ciudadanos. Por lo tanto, el republicanismo coloquial es algo así como una sencilla actitud de oposición a la monarquía.

No obstante, el imaginario colectivo en España asocia también el republicanismo con sus dos únicas experiencias políticas de democracia republicana y, particularmente, con su corta duración. La Primera República duró apenas un año y once meses, desde febrero de 1873 hasta el 29 de diciembre de 1874, y terminó con el golpe de Estado del general Martínez Campos. Fue una época turbulenta, como en general todo el siglo xix español, con guerras dentro y fuera de la península y con una beligerante rivalidad política entre diferentes ideologías. La Segunda República no tuvo mucha mejor suerte, pues en la práctica duró desde el 14 de abril de 1931 hasta el 18 de julio de 1936, cuando, tras la victoria de las fuerzas de izquierdas en las elecciones, el general Francisco Franco dio un golpe de Estado contra la democracia. Y tras tres años de guerra civil, las fuerzas vencedoras impondrían una severa dictadura que duraría formalmente hasta 1978.

Tras la llamada Transición, España volvió a tener una monarquía. El Reino de España. Y hoy los edificios públicos están presididos por el retrato del monarca, mientras que en los actos oficiales más importantes nunca falla algún miembro de la Casa Real. Están por todas partes, y su históricamente buena reputación está vinculada al relato de la Transición española, según el cual el actual rey de España, Juan Carlos I (1938), habría intercedido a favor de la democracia en los momentos más duros para la sociedad española.

Pero parece que esos buenos tiempos monárquicos han pasado a mejor vida. Los escándalos de la Casa Real no dejan de emerger a la superficie. Por un lado, el Rey aparece vinculado a negocios de intermediación comercial donde se obtienen jugosas comisiones, y todo ello en el seno de una oscura red que incluye la utilización de agentes del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) y cuentas en paraísos fiscales. Por otro lado, la investigación del caso Nóos, una inmensa trama de corrupción, ha servido para acusar entre otros al yerno real Iñaki Urdangarín y a la infanta Cristina de Borbón. A todo ello cabe sumar algunas noticias de una cierta inmoralidad protagonizadas de vez en cuando por la Casa Real, como cacerías de elefantes en África o la utilización de servicios sanitarios privados. Quizá por ello, en octubre de 2011, y por primera vez desde la Transición, la Casa Real suspendió con un 4,8 en la valoración ciudadana. En 2013 esa nota había descendido ya al 3,68.

Pero otras instituciones del Estado han salido prestas en su defensa, y en ocasiones de una forma muy férrea. En primer lugar, ocultando los datos que ponen de relieve la pérdida de apoyo social. El CIS dejó de preguntar por la Casa Real durante un tiempo considerable nada más se conoció el primer suspenso. En segundo lugar, y mucho más grave, durante la investigación del caso Nóos el papel del Ministerio Fiscal y el Ministerio de Hacienda fue de enorme genuflexión ante los intereses monárquicos, tratando de sacar a la infanta del atolladero en el que ella misma se había metido. El propio presidente del Gobierno salió en defensa de la infanta a la par que los medios de comunicación más cercanos al poder político iniciaron una campaña de criminalización del juez instructor del caso. Parece como si de la brecha abierta en la Casa Real dependiese todo el entramado político del país. Y, en consecuencia, uno puede suponer que estamos ante una estrategia que pasa por rescatar a la monarquía para salvar así al régimen.

Un régimen absolutamente corrupto y en crisis permanente desde hace años. Algunos de los casos de corrupción más sonados no han hecho sino incrementar esa sensación. En febrero de 2009, en plena crisis económica, se inició la investigación de un extraordinario caso de corrupción al que se convino en llamar «caso Gürtel». Se trataba de una red de empresas que se beneficiaban de los favores de la administración pública a cambio de sobornos de distinta naturaleza. Aunque el corazón de la red se situaba en la Comunidad Valenciana, pronto se supo que había importantes implicaciones al menos también en la Comunidad de Madrid y en Galicia.

Aquel caso puso al descubierto las estrechas interrelaciones que existían entre los corruptos y sus formaciones políticas, la mayoría del Partido Popular, y los corruptores y sus empresas y redes de financiación. El uso de los paraísos fiscales fue común, y precisamente tirando de ese hilo se llegó a otros muchos casos similares. La economía del país estaba seca y ya no fluía el dinero como antes, por lo que emergía toda la basura que había estado en las cloacas del sistema durante muchos años. El juez instructor del caso Gürtel, Baltasar Garzón, fue acusado de prevaricación y retirado de la investigación. Fue condenado por vulnerar el derecho a la intimidad de los presos acusados, pero en el imaginario colectivo fue considerado una víctima de las redes mafiosas del poder político y económico.

En enero de 2013 estallaría otro escándalo de corrupción, también del Partido Popular, al que se conocería popularmente como «caso Bárcenas». Según la información publicada por diversos medios de comunicación, el que fuera durante más de una decena de años el encargado de las finanzas del PP habría pagado en negro, a través de sobres, importantes sobresueldos a toda la cúpula de su partido. Ese dinero, además, habría provenido de una serie de empresas donantes que, casualmente, también se habrían beneficiado de concesiones públicas. De ese modo, salía a la luz de nuevo el juego de favores entre el poder público y el poder privado, esto es, entre los gobernantes políticos y las grandes empresas privadas.

Mientras toda esa basura emergía, la economía de España estaba a punto de entrar en quiebra. El sistema financiero, que había participado muy alegremente de la burbuja inmobiliaria, fue rescatado por los diferentes gobiernos del PSOE y del PP. Una de las entidades rescatadas, Caja Madrid-Bankia, había sido el pulmón de los tratos de favor en la Comunidad de Madrid y más allá. Quienes fueran los administradores de la entidad, con presidencia de Miguel Blesa y vicepresidencia de José Antonio Moral Santín, habrían participado en oscuras operaciones financieras muy vinculadas a la corrupción. La investigación judicial posterior, dirigida por el juez Elpidio José Silva, concluyó en dos ocasiones que Blesa debía pasar por prisión. Al poco tiempo el juez Silva había quedado fuera del caso, acusado de prevaricación, y el exdirector de la entidad salió libre. Sin embargo, los correos electrónicos de Blesa fueron liberados por una filtración, y permitieron que todo el mundo comprobara fehacientemente cuán estrechas eran las relaciones entre el poder público y el poder privado.

Por todo lo anterior, da la sensación de que el republicanismo –como enfoque político opuesto a la monarquía– tiene cada vez más cabida en España. Lo tiene por méritos propios de la monarquía, aunque también por el escenario político en el que se da. Y precisamente quizá por ello pueda naufragar la estrategia política del sistema, que no es otra que legitimar al heredero al trono, el ciudadano Felipe de Borbón.

Pero este libro, sin embargo, no va de eso. O al menos no solo de eso. Este libro va mucho más allá y tiene como humilde aspiración convertirse en una herramienta de formación política republicana, entendiendo aquí el republicanismo no como simple momento antagónico de lo monárquico sino como una tradición política íntegra. Es decir, como un paradigma a través del cual entender mejor las cuestiones políticas. Lo que sostenemos es que desde el enfoque republicano podemos dar mejores y más justas soluciones a los problemas reales que asolan nuestras sociedades, tales como la falta de acceso a los suministros más básicos, la falta de confianza en el sistema político y la creciente desigualdad que desborda la cohesión social.

No obstante, muchos de esos problemas se han agudizado como consecuencia del proceso de transformación económica y social que estamos viviendo en los últimos años. La crisis económica ha desencadenado una grave crisis social, pero además las reformas radicales aprobadas por los diferentes gobiernos no han hecho sino empeorar la situación. Sin embargo, debemos entender tales reformas como partes esenciales de una estrategia de consolidación del capitalismo en España. Efectivamente, todos los cambios institucionales, que van desde la reforma de la Constitución hasta las reformas laborales o del sistema financiero, han tenido como propósito consolidar un nuevo modelo de crecimiento económico que impidiese el colapso del capitalismo en nuestro país. Las dramáticas consecuencias sociales son, desde este punto de vista, meros daños colaterales del proceso de ajuste a unas nuevas condiciones económicas. O, dicho de otra forma, para que el capitalismo pueda sobrevivir ha sido necesario, y sigue siéndolo en el marco de una espiral sin fin, liquidar muchos de los derechos sociales y económicos conquistados hasta ahora.

Todos estos objetivos requieren un proceso constituyente que ya está en marcha. Pero aquí no entendemos el proceso constituyente como la mera elaboración de una nueva Constitución, sino como un proceso de construcción de nuevas instituciones políticas entre las cuales la de mayor rango es la Constitución. Y en el marco nacional podemos convenir en apellidar tal proceso constituyente Restauración borbónica, por el papel central que la monarquía y los dos principales partidos políticos de la actualidad juegan en su consecución.

Sin embargo, la Constitución de 1978 ha perdido gran parte del apoyo social que tenía hasta hace algunos años. Las razones son varias: los incumplimientos sistemáticos de sus garantías positivas; la interpretación jurídica cada vez más conservadora de sus aspectos sociales; su superación por normativa jurídica supraestatal mucho menos garantista, y su reforma exprés en verano de 2011 para adecuarla al proyecto económico impuesto por la troika.

Precisamente por todo lo anterior, lo que nosotros ofrecemos es responder a ese proceso de regresión social con una alternativa constituyente republicana. Con una ruptura democrática. No hay vuelta atrás, y la sociedad va a transformarse hasta el punto de ser irreconocible en unos pocos años. La encrucijada exige elegir nuestro propio destino político y social. Queremos una sociedad democrática, con nuevas reglas políticas y con conquistas sociales que reflejen la obtención del poder político por parte de los de abajo.

Y la receta que nos proporciona la tradición republicana para España pasa, necesariamente, por un nuevo proceso constituyente que supere al régimen del 78. Pero quepa la advertencia: no se trata solo de redactar una nueva Constitución, sino de algo mucho más ambicioso. Se trata de construir una base social suficientemente amplia que apoye y sostenga un cambio radical en las instituciones públicas, con el fin de consolidar una democracia plena. Y para ello es fundamental poder delimitar adecuadamente qué entendemos por democracia y para qué queremos las instituciones públicas.

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