¿Para qué sirve la literatura? ¿Debe servir “para algo”? ¿O debemos preguntarnos mejor a quién sirve? ¿Qué lugar ocupan los autores y sus obras en la sociedad capitalista? ¿Existe una literatura expresamente ideológica, o toda literatura contiene ideología? ¿Es posible una literatura disidente, transformadora, o es un empeño fallido pues el mercado lo devora todo? ¿Pueden jugar los escritores algún papel en los procesos de emancipación política y social? ¿Y el lector, cuál es su lugar? Estas y otras preguntas están detrás del libro Qué hacemos con la literatura, de reciente publicación. Una obra colectiva que mira a la literatura desde la conciencia del momento convulso que vivimos, cuando además el entorno literario (editoriales, librerías, bibliotecas, lectores, autores) atraviesa su propia crisis. Ofrecemos como adelanto de lectura un par de fragmentos del libro.
La literatura enmascara la realidad. Las estrategias que se ponen en funcionamiento para que el falseamiento o enmascaramiento de la realidad se lleven a cabo en la literatura son múltiples. Pero, en la actualidad, quizá todo el embrollo podría sintetizarse en la construcción de un producto literario que no busca sino la complacencia de los lectores. Porque, en la producción literaria actual, el autor mantiene una relación de complicidad con sus lectores y queda lejos el enfrentamiento de los poetas malditos con su público, mediante su épater le bourgeois, o las palabras de un Unamuno que pretendía, desde el prólogo de Niebla (un falso para-texto escrito por el personaje de la nivola Víctor Goti), establecer con el lector un enfrentamiento directo, mediante el cual lograr, a diferencia de lo que buscan los escritores de su época, no risas «para hacer mejor la digestión y para distraer las penas», sino «para que vomiten» (Unamuno, 2010: 102). La apelación al lector à la Baudelaire, «hipócrita lector», convertido en el enemigo o en representación de los valores del enemigo a quien se enfrentaban románticos y malditos, ha desaparecido al convertirse el libro en objeto de consumo. Porque hay que recordar que aquí y ahora la literatura es una mercancía plenamente insertada en la lógica de la sociedad de consumo capitalista. El lector se ha convertido en cliente y, como se sabe, el cliente siempre tiene la razón: no conviene molestarle, pues no hay que morder la mano que da de comer. Como buen vendedor, el novelista tiene que agasajarle, mimarle, seducirle. En este sentido, el crítico Ignacio Echevarría decía, con suma ironía, que hemos pasado de la novela social a la novela sociable:
“...el imperativo común pasó a ser la seducción. Se trataba, a partir de ahora, de seducir al lector, de establecer con él una relación ”cómplice“. Nada de actitudes incomodadoras. El fantasma de la narrativa social se conjuró mediante una narrativa sociable. Esta nueva sociabilidad impuso el éxito como arancel o canon necesario en el tráfico de la literatura en la sociedad. Ya de ahí se pasó, inevitablemente, al canon del éxito. Canon que es el que impera en la actualidad, con efectos allanadores de toda jerarquía literaria, por cuanto es capaz de situar en un plano indistinto a autores como Javier Marías, Arturo Pérez-Reverte, Javier Cercas, Almudena Grandes o Carlos Ruiz Zafón (Echevarría, 2005: 35-36).”
Hay que apuntar que la seducción al lector constituye un elemento básico en el entramado literario actual; porque, además, por medio de un discurso amable, seductor, el lector acepta ser engañado y asume, sin consternaciones, el discurso de la clase dominante. En este sentido Constantino Bértolo apunta, en su ensayo La cena de los notables, que
“...la seducción irrumpe como estrategia dominante de la legitimidad posmoderna (...). Si hasta fechas recientes la seducción aparecía con una cara ambivalente (por un lado remitía a lo que tiene de engaño, por otro, a la admiración que provoca), asistimos ahora a su legitimación como forma deseable de la comunicación social. Ya no se trata de que alguien quiera seducir, sino de que todos quieren ser seducidos, sin que la base falsa o tramposa sobre la que puede estar construida la seducción origine reparo alguno (Bértolo, 2008:152-153).”
La ideología, en nuestros tiempos posmodernos, no se transmite de forma coercitiva, como sucediera en los regímenes fascistas totalitarios; resulta más eficaz, como dice Terry Eagleton, producir sujetos políticamente pasivos a través de la utilización de los medios de comunicación de masas:
Muchas personas dedican la mayor parte de su tiempo de ocio a ver la televisión; pero si el ver la televisión beneficia a la clase dominante, no puede ser principalmente porque contribuya a transmitir su propia ideología al dócil populacho. Lo importante desde el punto de vista político de la televisión probablemente es menos el contenido ideológico que el acto de contemplarla. El ver la televisión durante largos periodos de tiempo confirma funciones pasivas, aisladas y privadas de las personas, y consume mucho más tiempo del que podría dedicarse a fines políticos. Es más una forma de control social que un aparato ideológico (Eagleton, 1995: 59).
La literatura constituye un operador muy eficaz para la construcción de sujetos pasivos por medio de, como decíamos, su relación cómplice con el lector.
Esta operación se produce a partir de uno de los elementos constitutivos de la literatura actual: el mercado. En tanto que el capitalismo avanzado supone, en palabras de Perry Anderson, «la saturación de cada poro del mundo por el suero del capital» (Anderson, 2000: 78), la literatura no puede explicarse al margen del capital, que todo lo invade, que todo engulle y lo devora. La literatura no puede existir sin el mercado y por ello, como se atreve a afirmar Ramón Acín, la literatura actual rinde «devoción al mercado» que es «quien impone la censura auténtica, la comercial, más eficaz que la político-ideológica de antaño (...). Una censura comercial férrea. Quienes no se plieguen al esquema de las leyes comerciales pueden llegar a no poseer voz. Ese parece el lema orweliano ante la más que previsible situación del futuro en la mercadotecnia que nos rodea» (Acín, 2005: 14).
La transformación de la literatura en mercancía conlleva, igualmente, la transformación del papel que el escritor representa en la nueva relación social. En el mercado literario capitalista, el escritor deja de representar el papel del vate que se expresa de forma transcendental. Si la lógica capitalista reconoce la literatura en tanto que mercancía, el autor no puede sino asumir su papel de productor –la figura del trabajador sustituye la imagen romántica del genio creador– de dicha mercancía. Quizá fuera Karl Marx el primero en advertir sobre este hecho al apuntar, en su Historia crítica sobre la teoría sobre la plusvalía, que «un escritor es un obrero productivo, no porque produzca ideas, sino porque enriquece a su editor» (Marx, 1945: 176). Como apunta Ramón Acín, el escritor ha pasado de creador a «trabajador en un mercado que le coacciona y le dicta las condiciones de trabajo –ritmo de producción, temática de éxito, etc., siempre impuestas pese a la apariencia de libertad» (Acín, 2000: 119). El crítico literario italiano Carlo Bordoni ha apuntado, de forma parecida, en su ensayo Il romanzo di consumo, que en la actualidad el autor es
“...responsable desde el principio de la operación que está realizando. Una operación comercial que no por ello tiene que estar reñida con la calidad. Los autores de best-sellers no improvisan: es necesaria una gran dosis de profesionalidad y de experiencia (...). El escritor de best-sellers no es un artista romántico (solo, introvertido, arraigado con testarudez a sus principios ideológicos y estéticos); es un empresario de sí mismo. Trabaja, como autónomo, dentro de la industria editorial, siempre atento a las mínimas variaciones del mercado, en perfecta armonía con su editor. Su objetivo es hacer dinero escribiendo (Bordoni, 1993: 25. La traducción es nuestra).”
En efecto, la integración del autor en la industria editorial –la profesionalización del escritor– volatiza la noción romántica del escritor solo, introvertido y tercamente atrincherado en sus principios estéticos. Igualmente se ha extinguido la posibilidad de comprometerse socialmente desde la literatura, como, asimismo, queda anulada la vertiente de la literatura pura situada en el marco de la sensibilidad trascendental. La dicotomía pureza/compromiso, en tanto que prolongación de la dialéctica romántico-kantiana de la modernidad, se ha descompuesto debido a que, como señala Juan Carlos Rodríguez, «casi todos los escritores están comprometidos hasta los tuétanos con el sistema capitalista» lo cual ha provocado que «el pathos, la creencia pasional en la literatura a vida o muerte ha desaparecido sin duda» (Rodríguez, 2002: 45-46). La profesionalización del autor es un fenómeno que, como señala Francisco Caudet, encuentra su causa primera en la colonización por parte del mercado del espacio reservado a la literatura:
“… se concebía el ser escritor –no de estilos ni de modas– de un modo y ahora se entiende de otro […] entonces, parecía como que escribir era lo esencial y ganar dinero escribiendo, mucho dinero, lo secundario […] el escritor ha sido ”colonizado“ por el afán de vender, de transformarse en best-seller y ganar dinero que, por mucho que sea, siempre parece poco […]. Hoy ya, todo es competitividad y mercado […]. Ahora andamos inmersos: el colonialismo de la competencia canibalesca, del afán del dinero, de las carreras despiadadas tras la venta de ejemplares, aunque estos ejemplares hayan sido colocados con calzador a través de entidades bancarias y comerciales en personas que ni son lectoras ni lo han solicitado […]. Hoy el gran escritor es el que vende muchos ejemplares, el que se coloca en la sociedad, el que se presta a todo, a las banalidades, a la publicidad […]. Y todo es dinero, solo dinero, nada más que dinero… (Caudet, 1987: 15-18)”
(…)
Un material desechable, un producto de usar-y-tirar; en esto se ha convertido la literatura una vez se ha insertado en la lógica del mercado capitalista. Y esto es consecuencia de una de las características que mejor define el mercado del libro en la actualidad: la masificación de la producción. Una masificación que responde a una estrategia a través de la cual poder «escapar a los efectos de la inflación y, a un tiempo» y asimismo «a la necesidad de amortizar los costes en el más mínimo tiempo posible, por lo que las editoriales están a la caza y publicación de productos cuya venta y salida sea rápida y rentable» (Acín, 1990: 99). El capitalismo avanzado reduce la literatura a mero valor de cambio con vida efímera, convirtiéndolo en un producto perecedero. La búsqueda de la posteridad queda sustituida, en la literatura de consumo, por la obsolescencia instantánea. Las palabras de Zygmunt Bauman para este propósito son sin duda pertinentes:
“El consumo es exactamente lo contrario de la inmortalidad […]. Los objetos de consumo, por su parte, se gastan al consumirse, pierden toda o parte de su sustancia, menguan o desaparecen. Los usos del consumo atribuyen al arte una función totalmente distinta a la que solía tener: la de compensar y equilibrar lo perecedero y mortal de las cosas propias de lo cotidiano. Por ser refractario al consumo, el arte supo preservar su vínculo con lo perpetuo. Pero esta resistencia resulta inútil en un mundo donde los objetos culturales surgen […] para generar un impacto máximo y una obsolescencia instantánea (Bauman, 2007: 20).”
El mercado es el lado adverso de la inmortalidad; su meta no es trascender los límites del tiempo, ser eterno, sino consumirse –en su doble acepción semántica– en un instante efímero: el libro tiene que ser consumido de forma inmediata para que su lugar en el estante de la librería/centro comercial sea ocupado, súbitamente, por otro título. Si el libro no logra funcionar según la dinámica del mercado, si no llega a venderse según las aceleradas pautas que marca el tiempo de rotación capitalista, el libro no podrá sino ser condenado al escrutinio posmoderno. Si el cura y el barbero, del capítulo sexto de El Quijote, condenaban a la hoguera los libros por faltar a la verdad sacralizada del horizonte ideológico organicista, el capitalismo condena al fuego inquisidor del mercado a aquellos libros que no cumplen con la única verdad del capitalismo: la rentabilidad, el dinero. Como señala Germán Gullón (2004: 13-14), «tras un año o dos de precaria existencia, muchos libros apenas resisten la guillotina, porque el almacenaje resulta costoso». La masificación de la producción literaria conlleva, consiguientemente, la aparición del fenómeno que Martín Nogales ha denominado de literatura kleneex, esto es,
“…un producto perecedero, fugaz, consumible, caduco, con una fecha de caducidad marcada por la rentabilidad inmediata. Así se ha llegado al concepto radical de la llamada literatura kleenex, que responde a un consumo rápido. Representa la lógica del capitalismo puro aplicada a la producción editorial (Nogales, 2001: 190).”
Se trata, en efecto, de una producción literaria abocada a ser consumida inmediatamente o, con peor fortuna, a caer de los catálogos si no satisface el tiempo de rotación estimado por la editorial.
Qué hacemos con la literatura es un libro de David Becerra, Raquel Arias, Julio Rodríguez Puértolas y Marta Sanz. Más información en la web de la colección www.quehacemos.org