Vivimos tiempos donde la hipermovilidad (millones de personas desplazándose por todo el planeta) convive con el blindaje de fronteras, las expulsiones, las redadas racistas y los CIE. Pero el análisis del hecho migratorio suele simplificarlo y sacarlo de contexto, y no suele tener en cuenta factores como el proceso de acumulación capitalista por desposesión (vaciando unos territorios y sobrepoblando otros), el desplazamiento de los desposeídos, o la violencia específica contra las mujeres migrantes. Los autores de Qué hacemos con las fronteras se proponen una mirada compleja a las migraciones, que incluya análisis pero también propuestas y experiencias. Adelantamos un fragmento de esta obra colectiva, que llega estos días a las librerías, y que se presenta el próximo sábado en el Patio Maravillas (a las 20h), en el Día contra los CIE.
No sólo los turistas viajan por millones. Si en las últimas décadas hubiera que nombrar un movimiento de población a escala mundial verdaderamente masivo, sería aquel que ha provocado y provoca la descampesinización del planeta. Comunidades enteras se desplazan, por las buenas o por las malas, y muchas de ellas pasan a engrosar las más de mil millones de personas que viven, en palabras de Mike Davis, en el planeta de ciudades miseria.
Población rural de todo el mundo abandona su territorio, y su desplazamiento tiene que ver con motivos recurrentes. Generalmente estas poblaciones –al contrario que los turistas– no practican la libertad de movimiento. Despojadas de su derecho a la inmovilidad, son forzadas a engrosar las estadísticas de las migraciones internas y de las migraciones internacionales. Estadísticas de nueve dígitos, pues las estimaciones respecto a las personas desplazadas directa o indirectamente por la crisis ambiental son de cientos de millones.
Las comunidades, a veces, huyen voluntariamente de catástrofes ambientales súbitas, como el tsunami del Índico en 2004. Es menos conocida la segunda parte de esta historia: cómo la reconstrucción posterior se convierte en terapia de choque, liderada por las instituciones financieras internacionales, para expulsar definitivamente de la costa y de las playas a las comunidades que vivían de la pesca, e instalar en su lugar lujosos complejos turísticos en los que ya no huele a pescado sino a desodorante. Naomi Klein relata la ejecución de esta doctrina del shock en países como Sri Lanka. El plan consistía en que millones de personas abandonasen definitivamente sus pueblos para que los ecoturistas disfrutaran de la fauna salvaje, de las exóticas mujeres hindúes y de los templos y lugares sagrados. Enfocadas por las cámaras televisivas en el momento de la llegada de la ayuda de emergencia internacional, las comunidades autóctonas pronto supieron lo que significaba vivir en campos de refugiados, cada vez menos temporales y cada vez más militarizados.
En otras ocasiones el desastre ambiental sobreviene progresivamente. Es el caso del proceso de desertificación: en el Sahel, por ejemplo, supone el avance inexorable del Sáhara. Pero estos procesos no responden a maldiciones caídas del cielo: el cambio climático, provocado por las emisiones contaminantes de la gran fábrica y el gran supermercado globalizados y motorizados, se solapa con la extensión de un modelo de agricultura que explota los suelos y los acuíferos hasta más allá de sus límites.
Se hace necesario explicar la relación entre el hambre y la modernización de la agricultura, entre el hambre y el progreso, entre el hambre y la Revolución Verde, entre el hambre y el capitalismo. Hace ya casi treinta años, durante la hambruna que entre 1983 y 1985 desplazó a más de diez millones de personas del Sahel hacia el sur y hacia las ciudades, más de un millón de cabezas de ganado y casi ciento cincuenta mil toneladas de cereales fueron exportadas en plena crisis. Hoy en día el hambre en Somalia se presenta de nuevo como una tragedia consecuencia de designios divinos que se han conjurado para que no llueva. Pero la privatización y acaparamiento de las tierras comunitarias, las medidas contra el pastoreo nómada y la esquilmación de los caladeros pesqueros no son fruto, desde luego, de la voluntad de los dioses. Mientras, se obvia la historia de los pueblos que habitan la región, que se habían adaptado a la fragilidad de los ecosistemas de la zona mediante delicadas combinaciones de agricultura, ganadería y pesca.
Hablar de desplazamientos masivos y forzados de población es hablar de violencia. Ahora que empresas multinacionales y estados desarrollados y emergentes se lanzan a la carrera de acaparar tierras, mediante compras o arrendamientos a larguísimo plazo de millones de las hectáreas más fértiles de África, Asia y América Latina; ahora que se amplía –en el marco de las previsiones de agotamiento de algunas de las principales fuentes de energía– el cultivo de agrocombustibles y la construcción de grandes infraestructuras de transporte y de producción energética; se hace necesario vaciar esos territorios de las comunidades –indígenas, campesinas, negras– que los habitan. Y en muchas ocasiones se logra mediante el ejercicio de la violencia: las personas no se van porque haya violencia, sino que hay violencia para que se vayan.
El incremento espectacular de los precios de los alimentos es otra forma de violencia a gran escala. La modernización de la agricultura a través de los planes de ajuste estructural impuestos a las economías de más de noventa países desde los años ochenta del siglo XX, la multiplicación de la actividad especulativa en torno a los alimentos y la irrupción de la producción de agrocombustibles –pan para los coches y hambre para los pobres– se combinan como factores desencadenantes de este incremento trágico de los precios. Este proceso alienta además el acaparamiento de tierras, dinámica que a su vez retroalimenta este modelo de agricultura.
Y, a pesar de todo, los pequeños campesinos y campesinas producen aún dos tercios de los alimentos del planeta. En África la gran mayoría de las pequeñas explotaciones son cultivadas por mujeres. Desde el período colonial se ha venido produciendo una conexión entre su trabajo invisible en la producción de autosubsistencia –además de en otras tareas imprescindibles para la reproducción de las comunidades– y los beneficios de los cultivos comerciales y las explotaciones mineras. Los colonizadores se aprovecharon de este trabajo femenino no remunerado para pagar sueldos miserables a los hombres en plantaciones y minas, puesto que podían contar con que se alimentarían a través de la producción de las comunidades.
Hoy en día son ellas también las principales damnificadas por el proceso de acaparamiento de tierras. Pilar fundamental de las familias que han emigrado a las ciudades miseria, el impacto de la subida del precio de los alimentos descansa –una vez más– sobre los cuerpos de las mujeres, forzadas a renunciar a gastos sanitarios y educativos y a aumentar sus niveles de autoexplotación –trabajo a destajo y miserable en las industrias, trabajo doméstico y venta ambulante, prostitución, etc.–. La retórica del Banco Mundial sobre las mujeres como pequeñas emprendedoras confunde, en palabras de Mike Davis, la microacumulación con la sub-subsistencia. Capitalismo y patriarcado se entrelazan aún más mientras se degradan las condiciones de vida de las poblaciones.
La movilidad forzada se da también dentro de las megalópolis. La creciente población de las áreas urbanas hiperdegradadas –generalmente los suburbios, aunque a veces las clases altas se autoconfinan en urbanizaciones y el centro pasa a formar parte de la degradación urbana– no proviene solamente del éxodo rural, sino también del descenso social de quienes se ven obligadas a abandonar barrios más prósperos en un contexto de creciente especulación con el suelo urbano. Pikine es el resultado de ese doble movimiento. Muchos de los migrantes senegaleses que han formado parte de esa punta del iceberg africano de las migraciones –esa pequeña proporción que viaja a Europa– provienen de este suburbio de Dakar. Maroko, en Lagos (Nigeria), ejemplifica también la movilidad forzada de las poblaciones urbanas: trescientas mil personas de este barrio de pescadores fueron expulsadas de golpe para construir una zona residencial.
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Vaciar unos territorios y sobrepoblar otros. Esta estrategia no es novedosa, forma parte de las características del capitalismo desde sus orígenes. Recordemos a Marx y su análisis de las migraciones irlandesas en el siglo XIX. En Irlanda, después de la muerte o la migración de millones de personas, aún había demasiada población como para que la isla pudiera “cumplir su verdadera misión, la de servir de pradera de ovejas y vacas para Inglaterra”. Cientos de miles de irlandeses e irlandesas en los suburbios obreros de las ciudades británicas eran, por el contrario, insuficientes, pues su destino era convertirse en fuerza de trabajo miserable para engrasar la acelerada industrialización.
Hoy las praderas que deben ser deshabitadas se extienden por buena parte del planeta. El robo y el despojo de la tierra están a la orden del día. Lejos de confinarse a un período inicial del capitalismo –la llamada por Marx acumulación originaria–, esta gigantesca expropiación se intensifica en plena crisis económica mundial. Autores como David Harvey caracterizan esta acumulación por desposesión como una de las estrategias para contener y aplazar las endémicas crisis del capital.
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La primera en sufrir la internacionalización de las empresas españolas fue América Latina. En el marco de la incorporación a la UE, las empresas transnacionales españolas lideraron la multiplicación de la Inversión Extranjera Directa en Latinoamérica, y se abalanzaron sobre los monopolios estatales en sectores como el agua, la banca, la energía y las telecomunicaciones. Fijémonos en el caso colombiano, por varios motivos: su índice de desigualdad es el tercero más grande del mundo (PNUD, 2011); es el país con un mayor número de desplazamientos internos (entre 3,5 y 5,2 millones, según diversas estimaciones) y con mayor número de personas refugiadas en el exterior (casi 400.000); es el segundo país latinoamericano, tras Ecuador, de mayor emigración contemporánea hacia el estado español (casi 300.000 personas); y ha sido hasta hace unos años el lugar del que llegaba un mayor número de personas refugiadas pidiendo protección internacional.
España es el principal inversor europeo en el país. Prácticamente todas las grandes multinacionales tienen negocios en Colombia. Todas ellas, además, en sectores estratégicos de la economía: hidrocarburos (Repsol YPF, Cepsa y Gas Natural); electricidad (Unión Fenosa y Endesa); construcción (Ferrovial y ACS); banca (BBVA y Santander); telefonía (Telefónica); seguros (Sanitas, Prosegur y Mapfre) y, por supuesto, los medios de comunicación (Prisa y Planeta). Además, en mayo de 2010 se aprobó el acuerdo de libre comercio de la UE con Colombia y Perú. No parece casual que su firma se haya producido e impulsado en el marco de la Presidencia española de la UE.
Colombia es un ejemplo clásico de cómo el capital necesita deshabitar determinados territorios para poder hacer negocios: desde 1985, el promedio anual de personas desplazadas es de 200.000, y en 2011 este movimiento forzado de población afectó a casi 260.000 personas. ¿Cómo se explican estas descomunales cifras de movilidad interna? El conflicto colombiano es, sobre todo, un conflicto por la tierra. La seguridad de las inversiones del capital internacional, mediante una legislación que concede exenciones fiscales y facilita la repatriación de los beneficios, es simétrica a la inseguridad de la población, que comprueba cómo los territorios estratégicos –ricos en recursos naturales, aptos para la construcción de grandes infraestructuras energéticas, etc.– se militarizan y paramilitarizan, bajo la excusa de combatir a las guerrillas y el tráfico de drogas.
Según cifras oficiales, en los últimos treinta años se estima que la población desplazada ha tenido que abandonar más de seis millones y medio de hectáreas, el 15 por ciento de las tierras destinadas a producción agropecuaria. Otras estimaciones –del Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (MOVICE)– consideran que este despojo alcanza los diez millones de hectáreas. La otra cara de la misma moneda son las proyecciones que calculan la enorme cantidad de territorio que se dedicará en los próximos años al monocultivo de palma africana y de caña de azúcar para la producción de agrocombustibles. O los planes para extender el uso minero y petrolero de amplias zonas de Colombia. O los desplazamientos de población por la construcción de grandes represas para la producción de energía eléctrica. La represa de La Salvajina, propiedad de Unión Fenosa hasta 2009, es un ejemplo significativo –tal y como analiza el libro Contra el despojo, de CEAR-Euskadi– de las consecuencias de estos proyectos de desarrollo. Esta infraestructura se encuentra situada en el departamento del Cauca, en el que se solapan múltiples proyectos mineros y de producción de agrocombustibles. Las miles de personas afectadas por La Salvajina asistieron a la destrucción de sus cultivos y a la militarización de la zona para proteger la represa. Mientras la central produce energía a gran escala, la mitad de las viviendas de las comunidades carecen de electrificación y el acceso al mercado o a la atención sanitaria sólo es posible a través de largas y penosas caminatas que rodean la infraestructura. La criminalización de quienes se oponen a este y otros proyectos de desarrollo es una constante en Colombia.
Qué hacemos con las fronteras es un libro de Gema Fernández Rodríguez de Liévana, Pablo “Pampa” Sainz Rodríguez, Eduardo Romero, Raquel Celis y Leire Lasa.
La colección Qué hacemos se presenta este sábado en la Feria del Libro de Madrid, a las 11.30h en el Pabellón de la Feria. Participarán autores de varios libros. Más información en la web de la colección.