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Sobre este blog

No nos gusta la palabra “discapacitado”. Preferimos retrón, que recuerda a retarded en inglés, o a “retroceder”. La elegimos para hacer énfasis en que nos importa más que nos den lo que nos deben que el nombre con el que nos llamen.

Las noticias sobre retrones no deberían hablar de enfermitos y de rampas, sino de la miseria y la reclusión. Nuria del Saz y Mariano Cuesta, dos retrones con suerte, intentaremos decir las cosas como son, con humor y vigilando los tabúes. Si quieres escribirnos: retronesyhombres@gmail.com

Torturando discapacitados en el aire

Legisladores creando el protocolo de atención aeroportuaria para personas con discapacidad.

Pablo Echenique-Robba

Volar no es para todos.

Hay personas que le tienen pánico. Personas que suben al avión aterrorizadas y que sólo –tal vez– con ansiolíticos, un buen trago o pastillas... o todo junto, pueden volar.

Un ejemplo de ficción es el sargento M. A. (llamado Mario Baracus en Argentina, donde lo veía yo de niño); ese negro gigante, lleno de cadenas de “oro” y con inquietante cresta punk (¿WTF?) que formaba parte del no menos surrealista Equipo A (Brigada A en Argentina).

Un ejemplo de la vida real es una amiga mía que un día me llamó desde el aeropuerto para que la tranquilizase explicándole que las estadísticas de muerte por accidente aéreo son muchísimo menores que las de muerte en carretera y, sin embargo, no nos tomamos un cóctel de valium con whisky cada vez que nos vamos a la playa en coche. Huelga decir que no tuve éxito.

Además de la gente que tiene pánico a volar, tenemos a las personas con discapacidad que, incluso siendo intrépidas e inaccesibles al miedo (cuando lo son, si lo son), lo tienen complicado por otros motivos.

Aunque ir en tren, en taxi, hasta en bus, es algo más o menos solucionado y relativamente cómodo para aquellos que nos movemos en silla de ruedas (al menos en el mundo “desarrollado”, al menos en algunos trenes, en algunos taxis, en algunos buses), viajar en avión es todavía una odisea. En algunos casos, una tortura.

Para que veáis que no exagero, os voy a contar hoy cómo vuelo yo.

Por supuesto, y dada la inmensa heterogeneidad del colectivo retrón, no debéis tomar mi caso como genérico, pero tampoco es algo rarísimo. Asimismo, me abstendré en esta primera aproximación al problema de hablar de leyes o de pedir la opinión de las autoridades de Aena. Me quedaré, por hoy, en el testimonio personal de un retrón con bastantes más horas de vuelo encima que el promedio del colectivo..., y ahora entenderéis cómo lo sé sin haber hecho una encuesta.

Vamos allá.

Para empezar, yo tengo que asegurarme –normalmente por duplicado: en web o agencia de viajes y en teléfono de atención al cliente– de que tendré la asistencia que necesito; tanto en el aeropuerto de salida como en el de llegada. ¿Por qué? Muy fácil. Porque yo, sin asistencia, no puedo viajar y los protocolos están tan verdes que los errores son muy habituales.

Si los retrones viajasen asiduamente, el personal aeroportuario estaría acostumbrado. Pero, claro, uno no tiende a llevar a cabo una actividad en la que va a sufrir oprobio e incomodidad. Así que no. Ni viajeros asiduos ni personal acostumbrado.

Aun con la asistencia confirmada y requeteconfirmada, tengo que estar en el aeropuerto antes que mis lectores bípedos. ¿Por qué? Por el mismo motivo: porque cada aeropuerto es distinto, los protocolos no son siempre los mismos y los imprevistos son el pan nuestro de cada día.

Así pues, con doble confirmación, llegando antes por si acaso, camelándome a un par de trabajadores del aeropuerto y a veces resolviéndoles dudas o dándoles pequeños cursos acelerados de cómo funciona el asunto, ya estoy en posición de comenzar el divertido (sí, es irónico) proceso de acceder a la bella aeronave, al pájaro de metal..., al avión, vamos.

Ahora viene lo bueno.

Normalmente acude una persona (o dos) al “punto de encuentro” y te empieza a acompañar hasta la meta final de su labor: que estés “bien” sentado en la butaca con el cinturón de seguridad puesto (ya entenderéis las comillas después).

Esta persona, o personas –como siempre– suelen ser lo único decente del proceso. ¿Qué sería de tantos y tantos protocolos imbéciles, torpes, mercantilistas y despiadados si no fuese porque cometen el “error” de incluir humanos empáticos y sanos en ellos? Los acompañantes, los asistentes, son casi siempre personas flexibles, simpáticas, amables y a veces hasta parece que sufren más que tú mismo; lo cual no es del todo sorprendente si pensamos que su bienestar tampoco ha entrado en la ecuación que definió todo el proceso en algún despacho de Bruselas.

Así, en buena compañía, el siguiente paso es facturar las maletas en el mostrador. En el mismo lugar, te ponen unas bonitas etiquetas en la silla de ruedas... porque, sí, amigo: tu silla es equipaje y va en la bodega (ya iremos viendo lo que esto implica más adelante). Normalmente, es en este momento también cuando te toca empezar a torear las normas absurdas que regulan todo el asunto.

En primer lugar, más vale que tus baterías sean de gel (o secas) y no de ácido (o húmedas). Porque, si son del segundo tipo, no vuelas. Por supuesto, te lo preguntarán.

En relación también a las baterías, tendrás que explicarles cómo se desconectan, ya que parece que, si no las desconectan, toda la aeronave puede convertirse en una bola de fuego de muerte y apocalipsis. Dependiendo de la silla, la desconexión puede tomar varias formas: desde desenchufar un sencillo conector a desmontar media silla con caja de herramientas y (entiendo) el retrón tirado en el suelo de la terminal. Es importante tener en cuenta que todo lo que uno desmonte en esta bella etapa tiene que ser re-montado en destino, duplicando así el tiempo y el esfuerzo.

Más allá de lo tedioso de todo esto, una de las claves es que mi silla no es como tu moto. Es como tus pies. Si se rompe o no funciona, se convierte en un mueble muy caro y muy pesado y uno que yo me sé no se puede mover del sitio sin ayuda de los bomberos o de un familiar con ganas de empujar 200 kg.

Por eso, desde aquí, mi recomendación es que mintáis: como ninguno de los que os van a acompañar tiene ni idea de cómo funciona tu silla, y lo de la bola de fuego y la seguridad es una patraña, lo más sencillo y justo es que les contéis que cualquier procedimiento ultrasimple “desconecta”, de hecho, las baterías: “Sí, sí. Simplemente giras esta palanca y ya está. Es un sistema antibolas de fuego superseguro de última generación”.

La alternativa a mentir es decir la verdad y que te hagan perder una hora (más) y te rompan tus pies.

Aunque la explicación de la desconexión ficticia se puede hacer (y yo os recomiendo que la hagáis) nada más que os encontréis con vuestros acompañantes, la desconexión en sí no debería producirse hasta mucho más tarde. Tenéis derecho a que se os acompañe hasta la puerta del avión en vuestra propia silla y, si no quieren, os ponéis brutos. Un argumento que suele funcionar es: “He volado cien veces y siempre lo he hecho así”. Si el embarque es a través de finger, esto es muy fácil. Si es con escalerilla, os subirán desde la pista hasta una puerta trasera del avión con un camión elevador.

¿Por qué es importante llegar hasta la puerta? –os preguntaréis–. La respuesta, en mi caso (y entiendo que en muchos otros), es sencilla: el único sitio en el que yo puedo estar sentado sin que me duela todo a los diez minutos es en mi silla de ruedas.

En ella, voy encajado en un asiento moldeado con la forma de mi cuerpo; un asiento que evita presiones localizadas, la aparición de escaras, que se me duerman miembros y el dolor en general. Además, todos y cada uno de los demás elementos, desde los apoyabrazos al cabezal, están colocados en una posición milimétricamente escogida para que yo esté cómodo. Esto no es así para todos los retrones que van en silla, pero sí para muchos.

Una vez en la puerta del avión, dos personas fornidas (o a veces no tanto) te pasan a una silla manual muy estrechita que cabe por el pasillo del avión. En ella, te llevan hasta tu fila y, una vez allí, te pasan a la butaca. En todo este proceso, si quieres, te puede acompañar la persona de confianza que viaje contigo y ayudar al personal del aeropuerto a llevar a cabo las maniobras si es necesario.

Como ya he dicho, las personas que te asisten suelen ser un encanto, pero esto no hace que el proceso sea lógico o fácil: yo peso poco, pero hay retrones que pesan cien kilos y que producen lesiones en la espalda de los asistentes encantadores. Por otro lado, no todos los retrones son igual de fáciles de manipular; yo, por ejemplo y entre otras cosas, no controlo la cabeza y esto es algo que, obviamente, tengo que explicar con cuidado a quien me mueva. Si me voy a China, entonces, ¿tengo que aprender mandarín para volar?

Bueno... supongamos que las maniobras de transferencia han ido bien y ya estoy sentado en la butaca.

En los primeros viajes que hice con mi mujer, no teníamos aún estudiado todo el asunto y, aunque durase el vuelo sólo dos horas, llegaba a destino muy dolorido y agotado (ya sabéis, la butaca no es mi silla). Con la práctica, hemos descubierto que es bastante fácil pasar el asiento moldeado a la butaca (y algunos trucos más) y ahora voy mucho mejor. He ido hasta México sin que me tengan que amputar una pierna al llegar, lo cual es un logro nada desdeñable. Sin embargo, no deja de ser todo bastante aparatoso y, desde luego, muy incómodo.

Mientras hacemos todo el lío, no debemos olvidar que la silla ha quedado en la puerta del avión. Como tiene que ir en la bodega por ley, los porteadores de equipaje del aeropuerto deben ahora bajarla hasta la pista y luego introducirla en la bodega. Si pensamos que mi silla pesa 150 kg y que, en algunos casos como, por ejemplo, en los vuelos de Ryanair en el aeropuerto de Zaragoza, no está permitido acercar toros mecánicos al avión, puede ocurrir que cuatro maños bien alimentados se vean en la tesitura de tener que levantar semejante peso muerto hasta la bodega con un par de... bíceps si no quieren que los despidan (lo juro, lo hemos visto por la ventanilla del avión).

Supongo que a Aena y a Ryanair les sale más rentable pagar una baja médica por (otra) lesión de espalda que comprar y mantener un toro mecánico.

Cabe destacar también que mi silla no sólo es mis pies y el único sitio donde puedo estar cómodamente sentado, además, es bastante cara y difícil de reparar. Por todo esto, que vaya en la bodega no es precisamente una fuente de tranquilidad. La incomodidad, el dolor, se me olvidan al día siguiente, pero en cada vuelo me pregunto qué voy a hacer si bajo, pongamos, en México, y me devuelven mi silla rota. Eso tiene mucho más difícil solución.

Toda esta tortura por la que me obligan a pasar a mí, a mi familia, a los asistentes y a los porteadores de equipaje –¡y el reverso del procedimiento al llegar a destino!–, sin embargo, se podría evitar de un modo muy sencillo: dejándome que vuele en mi silla.

Cuando uno plantea esto, por supuesto, siempre hay voces que alegan posibles obstáculos técnicos, temas de “seguridad” o similares.

Teniendo en cuenta que nuestra civilización ha pisado la luna y secuenciado el genoma humano, considerando que en el AVE viajo en mi propia silla con una simplicidad casi ofensiva y habiendo visto los anclajes bien hermosos y bien baratos que hay en todo taxi adaptado, uno concluye que, además de no respetar nuestra salud y nuestro bienestar, tampoco respetan nuestra inteligencia.

El motivo por el que todo este procedimiento es absurdo, perjudicial para todos los humanos implicados (excepto, quizás, para el dueño de la aerolínea), complicado, lento, aparatoso y fuente de incomodidad, de estrés y de dolor, no es desde luego técnico. No sé decir si es idiocia, incompetencia, maldad, avaricia o todo junto, pero sacar dos butacas y poner dos anclajes lo hace mi tío con un soldador.

Dejarme que vuele en mi silla, como ha quedado claro, no sólo es mejor (y justo) para los retrones que quieren volar como los demás (nada, un caprichito). Dejarme que vuele en mi silla no sólo subsanaría una discriminación histórica e injustificable, sino que también mejoraría sustancialmente las condiciones laborales de los asistentes y de los porteadores de equipaje (como mínimo) y haría todo el proceso mucho menos gravoso para todos.

Esta tortura no tiene ningún sentido, excepto –me temo– un sentido económico. Vamos, la historia de siempre.

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