Una de las cosas más sorprendentes sobre el sexo es la cantidad de chorradas que se dicen sobre el tema. Constantemente, por todos los canales posibles y desde todas las instancias, se repiten incansablemente mitos y falsedades acerca de esta humana actividad. Y no sólo eso. No. Además, uno tiene la poderosa sensación de que absolutamente nadie se cree ninguna de estas ficciones. Ni las que dicen los demás, ni las que salen de su propia boca.
Por ejemplo, que hay que mantener a los niños apartados del sexo si no queremos que una cierta “inocencia” no muy bien definida se estropee. Los niños, como todo el mundo sabe, son seres asexuados. Son como angelitos sin alas, sin interés por los cochinos temas sexuales ni conocimiento alguno de los mismos. Si uno comete la insensatez de darle una revista porno a un niño, algo preciado e irremplazable se rompe para siempre en su interior.
Pues no.
Como es obvio, ya desde una tierna edad, casi todos los niños piensan en el sexo, hablan del sexo con sus amigos, sienten una curiosidad enorme por él, e intentan acceder a información relevante sobre el tema con ahínco y creatividad. Por las niñas no puedo hablar, ya que en esa edad no hay mucho contacto entre los sexos, pero los varones desde luego son así en su inmensa mayoría. O eso, o mis amiguitos de infancia eran un grupo de una depravación estadísticamente muy singular.
Esto, por supuesto, no sólo es obvio sino que además es natural (el sexo está en todas partes) y bueno (ya que el sexo lo es). De hecho, a mí se me escapa completamente cuál es la (inexistente) “inocencia” que el mito predica que se rompería si ---¡Dios no lo quiera!--- el niño encuentra la Playboy que guarda su primo adolescente debajo del colchón o, en 2013, escribe “teta” en Google Imágenes. Creo que hay inocencias mucho más preciadas que sí se rompen dolorosamente el primer día que un niño ve llorar a su padre, o pasa delante de un mendigo delgaducho y los mayores miran hacia otro lado, o se muere su perro... por poner sólo algunos ejemplos.
No entiendo cuál es la inocencia que hay que proteger ni por qué hay que protegerla. Es como si toda la sociedad insistiese en que hay que ocultar a los niños la existencia del amor porque no está preparado para entenderlo y porque saber que el amor existe podría hacerle daño. Obviamente las dos cosas son falsas. La capacidad de entendimiento de un niño suele ser mucho mayor que la que este tipo de mitos le atribuyen, y es imposible que saber que el amor existe le pueda perjudicar en nada, ya que el amor es un fenómeno enteramente positivo. Si hay una inocencia que se puede romper al contacto con el sexo, está claro que no hay que protegerla y que lo mejor es que se rompa.
A pesar de que todo esto es bien conocido (dado que todos hemos sido niños y sabemos perfectamente lo que pasaba por nuestras cabecitas en esa época), el mito se sigue repitiendo, los chistes sobre el padre hablando nervioso de la cigüeña a su hijo son habituales, las películas siguen teniendo diferentes calificaciones según la edad y en general se trata de una cancioncilla que muchas personas cantan a coro mientras su mente sabe que la letra es una completa mentira.
Tengo algunas hipótesis sobre por qué ocurre esto, pero eso daría para otro post. Limitémonos a mencionar aquí que esta situación de negación loca de la realidad produce (como siempre que se niega la realidad) efectos absurdos y otros bastante negativos.
Entre los negativos, por supuesto, tenemos a aquellos niños que no consiguen desligarse completamente de esta chorrada y que viven con preocupación y culpa el hecho de que les dé gustito tocarse ahí abajo a todas horas, o que se mueran de ganas de ver lo que tiene la tía Fulgencia debajo de la falda. Eso sí que es malo (crear una culpa ridícula en el corazón de un niño) y no escribir “teta” en Google Imágenes.
Entre los efectos absurdos, tirando a humorísticos, tenemos el momento en el que las personas que repiten el mito y lo sustentan se caen teatralmente del guindo, descubriendo que ---¡Oh, sorpresa!--- la imagen completamente falsa que se habían hecho de la realidad es... de hecho... falsa.
Mi madre siempre cuenta que yo, a mis tiernos seis años, me dedicaba a hacer dibujitos de seres humanos (hombres y mujeres) en los que tanto los genitales como otras zonas del cuerpo relacionadas con la sexualidad no sólo estaban plasmados explícitamente, sino que, además, su tamaño era desproporcionadamente grande si lo comparamos con el David de Miguel Ángel. A continuación, se los regalaba a uno de mis compañeritos de clase y le decía que eran un regalo para su mamá.
Como podéis suponer, un buen día, mientras se caía del guindo, mi maestra de primero de primaria llamó a mi madre para “hablar del tema”. No sé cómo apaciguaría mi madre los exaltados ánimos de la falsamente escandalizada señora, pero perfectamente podría haberle comentado que no tenía ningún sentido negar que el sexo está entretejido densamente en el mundo en el que habitamos y que yo, como cualquier cachorro curioso de homo sapiens, me había dado cuenta de tal obviedad. Vamos, que, si yo quemaba el colegio, que la llamase. Pero para este tipo de cosas... en fin.
Algo similar ocurre con los retrones, a los que mucha gente ve como niños eternos, y quienes corremos el riesgo (al depender de terceras personas para llevar a cabo ciertas actividades) de sufrir con mayor intensidad el ataque constante de la negación loca de la realidad sexual del universo.
Por eso, cuando leo noticias como ésta, en la que nos cuentan que una famosa y bella parapléjica se dedica a disipar el mito de que los retrones somos lisitos abajo como el Ken, o como aquella que comentamos en este blog acerca de una asociación de Barcelona que tiene (entre otros) también este objetivo, me da por pensar: ¿Es que realmente hace falta “disipar” el mito? ¿Es que de hecho existe alguien con dos dedos de frente que se haya creído la canción? Entiendo que se repita incesantemente el asunto si eso consigue que no sé quién se sienta mejor, pero, ¿creérselo? ¿En serio?
Por eso también, un día que salía de casa y una abuelica vecina del edificio me preguntó:
---Ay, hijo mío. ¿Te vas de paseíco? ---con la misma entonación que se usa para hablarle a un niño de seis años.
Le contesté:
---Sí, me voy a emborracharme y de mujeres cochinas.
Y observé con interés cómo se le notaba clarísimamente en la cara que el cerebro se le estaba reseteando mientras se caía de un guindo de 300 metros de altura.