Dicen que, al ser preguntado por qué había cambiado de opinión sobre cierto tema, Keynes contestó:
Cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión. ¿Usted qué hace?
Como casi todas las citas de Keynes, de John Lennon o de Einstein, es una frase inteligente, probablemente apócrifa y una simplificación de la realidad.
Cambiar de opinión es muy sano y, sin duda, un cambio en los hechos es uno de los motivos más importantes que pueden recomendar que se dé el paso. Pero hay unos cuantos más que también sirven: Aunque los hechos no cambien, pueden cambiar los datos que manejamos respecto de los mismos. Aunque no cambie ni una cosa ni la otra, el propio acto de pensar más tiempo acerca de un determinado tema también puede conducir a un cambio de opinión. Este pensamiento puede ser solitario y en la ducha, o compartido mediante el diálogo y el debate.
En efecto, y como nos recuerda otra cita (dicen que de Somerset Maughan), no es muy inteligente aferrarse en exceso a las propias opiniones.
Por otro lado, si uno es sincero consigo mismo y procura que la opinión que alberga en cada momento de su vida, aunque sea frágil y temporal, sea también la más honesta teniendo en cuenta los hechos, los datos que uno tiene respecto de los mismos y el tiempo (siempre limitado) que le haya podido dedicar a su reflexión, una tercera cita (esta vez de Ashleigh Brilliant y prometo que la última) cobra pleno sentido:
Mi opinión quizás haya cambiado, pero no el hecho de ser correcta.
Dicho esto, no es la omisión de motivos que justifica un cambio de opinión la que me parece la mayor simplificación en la frase de Keynes. De una lectura apresurada de dicha cita (y de las otras dos también), parecería que el autor sugiere que una opinión sobre la realidad puede ser incorrecta o correcta, de modo que, cuando caemos en la cuenta de que es lo primero, sería recomendable que la cambiemos por una que sea lo segundo.
Esto, que bien podría ser cierto de afirmaciones muy precisas y muy breves en un ámbito científico y académico, no lo es tanto cuando hablamos de una “opinión” en el sentido más coloquial y habitual de la palabra, es decir, de una porción de pensamiento ni breve, ni precisa, ni atómica, llena de elipsis y normalmente referida a los complicados asuntos humanos de la vida en sociedad.
En este campo de juego, es mucho decir de una opinión que es correcta... o incorrecta. En este campo de juego, las opiniones tienden a ser, más que afirmaciones precisas, modelos de funcionamiento. Esquemas rudimentarios que intentan capturar lo esencial del fenómeno al que uno se refiere para así intentar aprehenderlo en cierta medida, para comprenderlo, incluso para predecir su respuesta ante cambios externos. En definitiva, para controlarlo... esa aspiración tan humana.
Si una opinión es un modelo de la realidad no será nunca correcta o incorrecta, sino más o menos aproximada.
Si una opinión es un modelo de la realidad, rara vez uno la “cambia” (al menos en el sentido de cambiarla por otra), sino que la enriquece.
Las modificaciones en los hechos, o en los datos, el tiempo adicional que se reflexiona en el tema o el debate racional con otras personas casi nunca nos llevan a desechar una opinón (las probabilidades de que estuviese completamente mal en un principio son muy bajas), pero casi siempre nos llevan (si somos inteligentes) a modificar algunos de sus aspectos, a añadir matices, profundidades, explicaciones. En definitiva, y si lo hacemos bien, a que el modelo-opinión modificado con los nuevos detalles se ajuste mejor a la realidad y la represente más fielmente en su enorme complejidad.
Esto es justo lo que me ha pasado con la pregunta de si el cambio de lenguaje es una estrategia útil para impulsar o contribuir a un cambio social. En concreto, el cambio de lenguaje en el contexto de la discapacidad.
Comenté en el primer artículo que escribí sobre el tema que no conozco un solo ejemplo bien documentado en el que se vea que esta estrategia ha servido para algo... a pesar de los muchos comentarios que han llovido desde entonces, nadie ha sabido todavía proporcionarme uno.
Después del debate y de la reflexión que produjo ese post, me atreví a publicar otro con mis “conclusiones”. Aunque, claro, si las conclusiones son el punto donde uno deja de pensar, es obvio que fui demasiado optimista. En este segundo artículo no concluí mucho que digamos, pero dejaba más claro algunos puntos que sugería en el primero, y que fueron enriquciendo mi opinión-modelo:
- Que, aunque no haya ejemplos contundentes que demuestren que el lenguaje contribuye a los cambios sociales, sí que existen argumentos de plausibilidad que así lo sugieren.
- Que, de hecho, yo pienso que sí contribuye, aunque creo que lo hace lenta y débilmente.
- Que una cosa es modificar el lenguaje con objetivos argumentales o de publicidad y no censurar que cada uno hable como más le guste, pero otra cosa es insistir (o incluso demandar) que todo el mundo use el nuevo lenguaje, argumentando que usar el más antiguo es un acto de agresión.
- Que lo primero es barato, pero lo segundo cuesta esfuerzo... esfuerzo que se podría destinar a otros fines.
- Que lo primero hace pensar, pero lo segundo divide a los colectivos (¿Frente Popular de Judea o Frente Judáico popular?) y predispone a “los demás” en contra... al menos a algunos de “los demás”.
- Que la administración puede utilizar en contra del colectivo la demanda por el cambio de lenguaje. Aceptándola en lugar de proporcionar una mejora material de los derechos... algo que supongo que es lo que, en el fondo, se busca.
- Que, habiendo ejemplos de los últimos tres puntos, pero ninguno de que la estrategia tenga efectos significativos, no parece muy sensato adoptarla. Las ventajas son inciertas, los riesgos obvios.
Entonces, ¿por qué hay personas que adoptan ésta y otras estrategias de dudoso beneficio y obvias desventajas?
En un tercer artículo (tío pesado), expuse, mediante un poema semántico en tres tiempos, lo que mi intuición me sugiere que es la razón fundamental por la que esto ocurre: la desesperación.
Un esquema breve de la explicación en tres tiempos sería el siguiente:
- Imagine la lectora que quiere conseguir algo. Que desea con insoportable intensidad cambiar una situación.
- Imagine también que las acciones que, claramente, conseguirían ese cambio con contundencia e inmediatez escapan a su control. Son acciones que la lectora no puede llevar a cabo. No entran dentro de sus poderes.
- Imagine por último mi hipotética lectora que, como caída del cielo, se presenta ante ella una acción que no está muy claro que vaya a contribuir a cambiar la situación... pero que sí entra dentro de sus poderes. Sí la puede llevar a cabo. Sin pedir permiso. Sin pedir un crédito. Sin pedir ayuda. Sin demora.
Como concluyo en dicho artículo, no se puede juzgar negativamente a alguien que lo intenta todo para conseguir cambiar una realidad insoportable, especialmente si sus motivos son loables y sus opciones son pocas. Pero eso no quiere decir que una estrategia desesperada vaya a funcionar.
Una vez que uno llega a las motivaciones personales (se acierte o no en su diagnóstico), está claro que se ha comenzado a andar el camino que empieza por intentar ponerse en la piel del otro y que finaliza, si todo va bien, en un fructífero acuerdo, en la comprensión, en la entente.
Por eso, ese último post me dejó aún pensando y ese proceso de reflexión me ha llevado a pulir algunas aristas más de mi opinión-modelo. Os cuento estas mejoras y, ahora sí ya, juro que después de esto os dejo en paz:
En primer lugar, una salvedad respecto de la motivación. Creo que la desesperación puede que no sea el único motivo detrás de adoptar una estrategia como la del cambio de lenguaje. Puede existir otra razón menos coyuntural, menos emocional, menos producto de la ausencia de opciones y más de la reflexión y la libre elección: la consideración del largo plazo.
En efecto, a la vista de un problema concreto
- el bote tiene un agujero,
- el terrorismo islamista,
- la discriminación de los retrones,
hay al menos dos tipos de soluciones: las que se centran en el corto plazo, en parar la sangría ya mismo,
- sacar el agua con un cubo,
- desmantelar Al-Qaeda,
- conseguir ya mismo el dinero que hace falta para pagar asistentes personales,
y las que ponen el foco en el largo plazo (para que el problema inicial no se vuelva a reproducir una vez lo hayamos arreglado en el corto plazo),
- investigar cómo se hizo el agujero, construir mejores botes,
- montar una “Alianza de Civilizaciones”,
- cambiar el modo de pensar de la sociedad respecto de los retrones... quizás cambiándoles el nombre. Entre otras cosas.
Es cierto que se puede intentar arreglar el corto plazo con una mano y el largo plazo con la otra, y es cierto quizás también que el largo plazo puede ser más importante en... valga la redundancia... el largo plazo. Muchas veces es un asunto de personalidad si nos centramos en el uno, en el otro, o en los dos a la vez. El argumento que solemos esgrimir los que, como yo, en el caso de la discapacidad, preferimos centrarnos en el corto plazo es que una cosa cosa es la importancia y otra la urgencia.
A un retrón que está encarcelado en una residencia, el largo plazo le importa bastante poco. Ése necesita una solución ya, y no creo que tenga muchas ganas de esperar un par de décadas a que el lenguaje moldee las mentes y las mentes moldeen la ley (suponiendo que esto ocurra).
No obstante, si a alguien le gusta más luchar por el largo plazo, a mí me parece bien. Es algo que suma, aunque no sume lo prioritario en mi opinión.
Con lo que sí discrepo, y es algo que he escuchado algunas veces en este contexto y en otros, es con que éste problema o el de más allá sean intrínsecamente de solución lenta en el lejano futuro. Seguro que vosotros también habéis escuchado (o incluso dicho), por ejemplo, que la solución a tal o cual asunto pasa necesariamente por reformar la educación y (entiendo yo) esperar una generación entera a que los niños educados según los nuevos principios tomen las riendas de la sociedad.
Pues bien, mi respuesta es: 1. ¡qué pereza! y 2. no me lo creo.
Finalmente, una puntualización sobre la estrategia: Si descubrimos que alguna acción (por ejemplo, insistir en que la sociedad modifique el lenguaje con el que se refiere a los minusválidos) tiene efectos quizás positivos (¿un cambio de mentalidad en el largo plazo?), pero también tiene otros negativos (divide al colectivo, aleja a posibles socios que no piensan que estén haciendo nada malo cuando usan el lenguaje “de siempre”), no hace falta que barajemos únicamente la posibilidad de o bien adoptar la acción, o bien desecharla. También tenemos a nuestra disposición un sano término medio: modificarla.
Si somos capaces de modificarla de modo que conservemos sus efectos positivos y minimicemos o eliminemos los efectos negativos, nadie podrá negar que hemos conseguido algo bueno.
En mi opinión, en el caso de la discapacidad, esto es sin duda posible, como ya he sugerido en mis artículos anteriores y hago más explícito ahora en mi propuesta estratégica final:
Existe la posibilidad de que un cambio en el lenguaje con que nos referimos a un colectivo contribuya a modificar el modo de pensar de la sociedad y, por tanto, a mejorar los derechos del mismo. No obstante, todo indica que esta influencia es débil y, sobre todo, muy lenta. Por ello, las personas más interesadas en el corto plazo pueden perfectamente olvidarse de esta estrategia. Las personas que deseen centrarse, en cambio, en el largo plazo, hacen bien en considerar esta y otras estrategias que tienen el lejano futuro como objetivo principal. Para estas personas, sería sensato evitar el paternalismo y la superioridad moral que se perciben fácilmente cuando alguien te dice cómo tienes que hablar, aduciendo, por ejemplo, que tu lenguaje actual es agresivo con sus sentimientos o lesivo para el colectivo de alguna otra manera. Este modo de defender el cambio de lenguaje divide al propio colectivo y aleja a posibles aliados. Una manera de evitar estos efectos obviamente negativos a la vez que se conservan los positivos quizás pase por acuñar nuevo lenguaje basado en ideas sólidas, proponer que lo usen aquellos que se sientan cómodos con él, usarlo para iniciar debates y conversaciones, pero nunca insistir en que los demás lo adopten. El ejemplo es muchas veces más potente que la demanda... y menos altivo.
Sé que muchos seguiréis en desacuerdo, pero no negaréis que le he dado un par de vueltas, ¿eh? ;)