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Desahuciados y durmiendo a la puerta de su casa: “A veces pienso que estamos dentro”

Isabel, durmiendo a la puerta de su casa. \ Rodrigo García

Sofía Pérez Mendoza

“Mira qué bonito está quedando el salón”, bromea Isabel mientras hace las camas en su nuevo hogar: el patio de vecinos. Fue desahuciada el martes pasado de una vivienda de alquiler social que compartía con sus padres, su marido y su hija de ocho años. Desde su colchón se ven los barrotes del que ha sido su piso, un bajo, ahora vacío sin ellos. “Nos dejamos una luz encendida y ahí sigue. A veces me imagino que aún seguimos dentro”, dice Isabel. Su hija, ajena a lo que ocurre, juega feliz en el que siempre ha sido su patio y ahora es también su casa.

“No tenemos techo, pero sí el amparo de nuestras familias y vecinos”, cuenta Isabel. Llega alguien, se va; llega otro, se va. “La gente no te deja sola en ningún momento. Evitan que pensemos en nuestra situación y nos hundamos más”. Una vecina les baja una cacerola con arroz y unas botellas de agua. Otros ayudan a poner orden en el trozo de patio al que se han visto obligados a mudarse. Mientras Isabel nos explica cómo se organiza, Benigno la interrumpe: “¡Pero qué orden vamos a poner aquí!”. Ella le sonríe y bromea: “Si quieres podemos poner un jacuzzi, ¡lo que tú quieras!”.

Aunque ambos se muestran enteros, prefieren no revivir en su memoria el día del desahucio. “Lo que nos han hecho es una crueldad mostruosa”, dice Isabel. La mañana del 24 de septiembre vieron cómo el barrio quedaba acordonado por 30 furgones de la Policía. Eran las 7.00, la hora límite establecida por la Empresa Municipal de la Vivienda de Madrid (EMVS) para que abandonaran su vivienda. Resistieron, apoyados por un tejido solidario de vecinos y activistas de la PAH y el 15M, pero el músculo institucional terminó venciendo. Antes de las 11.00, todos estaban fuera. “Actuaron con mucha violencia. Mi madre tuvo que ser trasladada a urgencias por el SAMUR. El estado de nervios que vivimos esa mañana no se puede explicar”.

Al principio, cuenta Isabel, nos les dejaron sacar sus cosas de la vivienda. Tras negociar, pudo entrar una única persona. “Tenía a un agente intimidándome y acosándome constantemente”. Su hermano, junto con otros activistas, se encadenó a unos barrotes de la casa para evitar el desenlace que ya todos esperaban. “Le dieron un mazazo en la mano y se la han destrozado”, denuncia.

Con la ayuda de los vecinos, la pareja ha dispuesto dos camas en el patio. Mientras coloca unas mantas, Isabel habla con tres chicos jóvenes de la Oficina de Vivienda. Le ofrecen echarle una mano, pero ella prefiere tomar las riendas de la organización. El estrecho pasillo que se ha formado entre uno de los colchones y la nevera tiene un tránsito continuo. Al final, hay una mesa de madera en la que comen. “El día del desahucio quedó destrozada. Mi marido ha hecho un apaño con cinta aislante y podemos poner los platos encima”, relata Isabel. El resto de sus pertenencias siguen amontonadas.

El cielo amenaza lluvia. La familia, ayudada por Jorge, un activista de la PAH, coloca una lona verde para resguardarse del agua. “Llevo aquí desde las 8 de la mañana. Estamos intentando que esto se parezca lo más posible a un hogar”, dice este joven de Vallecas. Está colocando unos cartones en la verja que separa el patio común de la calle para evitar la corriente. “Así el fresquito de por la noche entra menos”.

Desde el martes, la familia no ha recibido ninguna llamada de la EMVS. Para ejecutar el desahucio, el Ayuntamiento de Madrid alegó que la familia tenía una deuda de 1.000 euros y dos viviendas en propiedad que constan en el Registro. Isabel, quien afirma rotunda que no tiene nada de ocultar, explica el origen de esas dos casas. “Una es de mi hermano, pero está a nombre de mis padres. Es un pisito de 40 metros cuadrados y no hay sitio para todos”. En la otra vivienda registrada, según relata, vive su abuela y solo pasará a manos de sus padres, de 66 y 70 años, cuando ella fallezca.

Isabel está dispuesta a resistir “lo que haga falta”. La derrota, sin embargo, sí ha calado en el rostro de Benigno, sentado en una de las camas sin ganas de mediar palabra.

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