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José Antonio Primo de Rivera, ¡presente!

Vista general del Valle de los Caídos lugar donde está enterrado el dictador Francisco Franco. / Efe

Elena Cabrera

Es difícil creer que la Iglesia se arrepiente de su papel en la Guerra Civil y el franquismo cuando no está dispuesta a mandar a alguien con un destornillador y despegar las placas que honran a sus “mártires” de los muros de sus parroquias. Están por todas partes, porque España tiene una iglesia en cada pueblo, pero hemos dejado de verlas porque el tiempo las corroe y lo cotidiano se torna irrelevante. No para todo el mundo. José Gallego, un jubilado de Aspe (Alicante), tuvo la mala suerte de ser pillado in fraganti por la Policía Municipal en una noche de verano. José decidió rociar con pintura roja los símbolos franquistas y los nombres propios que los acompañan en un gran recuadro en la fachada de la Basílica de Nuestra Señora del Socorro.

Es verdad que pintó sobre una joya arquitectónica del siglo XVII, pero no es menos cierto que ese incidente desencadenó un acuerdo del Ayuntamiento con el obispado para retirar el escudo falangista y el encabezamiento “Caídos por España y José Antonio Primo de Rivera ¡Presente!” Lo que seguirá ahí, a pesar de las tachaduras, son los 15 nombres y la gran cruz que les acompaña. En compensación, el edil ha prometido un atril cercano a la iglesia que muestre los nombres de los 108 aspenses que murieron en la guerra, independientemente del bando que defendieran.

Ante las reclamaciones personales y colectivas, las diócesis vienen presentando diferentes argumentos que eluden una respuesta directa ante la exposición de esta simbología política. Uno de ellos es el temor a ofender a las familias de los honrados en esas placas. Otros, como el obispo de Sigüenza-Guadalajara, Atilano Rodríguez Martínez, no consideran que una “lista de muertos para rezar por ellos” sea “exaltación del franquismo”. “Sólo una sentencia firme de la autoridad judicial competente” podría determinar lo contrario. Es decir, que no están por la labor. Que no lo ven.

La placa instalada en la iglesia de Jadraque (Guadalajara) a la que se refería el prelado dice: “José Antonio Primo de Rivera, Felipe Muñoz Gómez, Manuel Muñoz Gómez. Muertos por Dios y por España. ¡Presentes!” La retirada de este símbolo la solicitaba la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica en 2011.

Acuerdo eclesiástico

El origen de estas placas, que se cuentan por decenas y con especial densidad en Castilla-La Mancha y Galicia, está en 1938, cuando la Jefatura del Estado de la zona franquista proclamaba el 20 de noviembre como día de luto por la muerte de José Antonio Primo de Rivera, jefe de la Falange Española que fue capturado, condenado y ejecutado por conspirar contra el Gobierno de la Segunda República en 1936. Ese decreto establecía que “previo acuerdo con las autoridades eclesiásticas” en “los muros de cada parroquia figurará una inscripción que contenga los nombres de sus Caídos, ya en la presente Cruzada, ya víctimas de la revolución marxista”.

El tan bien avenido matrimonio entre Iglesia y Ejército –y su dictadura militar– reducía a mero formalismo ese “previo acuerdo”. “Y aunque no aparecía así en el decreto”, recuerda el historiador de la Universidad de Zaragoza Julián Casanova en su libro La Iglesia de Franco, “todas esas inscripciones acabaron encabezadas con el nombre de José Antonio, sagrada fusión de los muertos por causa política y religiosa, mártires de la cruzada todos ellos. Los otros muertos, los miles y miles de rojos e infieles asesinados, no existían, porque no se les registraba o se falseaba la causa de la muerte, asunto en el que obispos y curas tuvieron una responsabilidad destacadísima”.

En los gritos de exaltación franquista, al recuerdo de Primo de Rivera se contestaba siempre con un “¡Presente!” Era precisamente el primogénito de aquel otro dictador el primer ausente, el primer gran muerto del bando llamado nacional. No deja de ser extraño que la sola mención de su nombre no sea suficiente exaltación franquista para el Obispado de Guadalajara.

Qué es la exaltación

La ley de memoria histórica, incumplida día tras día desde que fue promulgada en 2007, habla en su artículo 15 de los símbolos y los monumentos. “Las Administraciones públicas”, dice, “tomarán las medidas oportunas para la retirada de escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la Dictadura”.

A pesar de ello, el siguiente punto matiza que eso “no será de aplicación cuando las menciones sean de estricto recuerdo privado, sin exaltación de los enfrentados, o cuando concurran razones artísticas, arquitectónicas o artístico-religiosas protegidas por la ley”. Por ello, el alcalde de Aspe, el socialista Manuel Díez, declaró que “intervenir en un edificio donde el consistorio no tiene competencia ni autoridad es muy difícil” y que el obispo “había colaborado”. Esa colaboración no siempre es posible y, como insinúa con una sutil ironía el Obispado de Guadalajara, a veces hay que pasar por los juzgados. Y ni siquiera eso es garantía de nada.

El Ayuntamiento de Pedro Bernardo (Ávila) decidió en su Pleno aplicar la ley y retirar la placa de piedra de su parroquia en julio de 2008, sin pedir autorización a la diócesis. Los operarios picaron la losa para quitarla y esta quedó destrozada. El obispado denunció y el Juzgado de lo Contencioso Administrativo le dio la razón, aunque la placa ya no podía ser restituida. Entonces el párroco local clavó a la entrada de la iglesia un papel con el nombre de Isabel Fernández subrayado, la concejal socialista que había impulsado la resolución municipal. “Le dije que no me señalara como si fuera una delincuente, porque me estaban haciendo la vida imposible”, le contó la edil al periodista Diego Barcala. Pero la estrategia funcionó y los vecinos resentidos talaron los manzanos de la finca de Fernández. Ella, además, se vio obligada a retirar una placa que homenajeaba a su abuelo socialista, fusilado en el pueblo en 1936. España apenas ha cambiado, las fosas están cerradas y las heridas abiertas.

Las familiares de las 23 víctimas del franquismo de esta misma localidad intentaron, dos años después, realizar un acto de homenaje a sus muertos, instalando un monolito en el cementerio municipal. Entre un acontecimiento y otro, el equipo consistorial había cambiado y en 2011 estaba adscrito al PP. El día que iban a realizarlo, se encontraron fuertes candados cerrando las vallas del cementerio, instalados el día anterior. No sólo eso, bajo el hueco que dejó la placa conmemorativa retirada, apareció una pintura con la cara de José Antonio. El alcalde se animó a hacer de jurista y dijo que, si había que quitar los vestigios para cumplir con la ley de memoria histórica, “se quitarían”; pero antes había que “desarrollar la norma”. Algunos vecinos del pueblo, represaliados en octubre del 36, fueron paseados y fusilados en la cuneta de la carretera 501, cuyos márgenes fueron ampliados y los restos de los cuerpos, asfaltados para siempre.

La revancha de la Iglesia

“Acabada la guerra”, escribe Casanova, “los vencedores ajustaron cuentas con los vencidos, recordándoles durante décadas los efectos devastadores de la matanza del clero y de la destrucción de lo sagrado. Las iglesias y el territorio español se llenaron de memoria de los vencedores, de placas conmemorativas de los ”caídos por Dios y por la Patria“, mientras se pasaba un tupido velo por la limpieza que en nombre de ese mismo Dios habían emprendido y seguían llevando a cabo gentes piadosas y de bien. La conmoción dejada por el anticlericalismo tapó el exterminio religioso y sentó la idea falsa de que la Iglesia sólo apoyó a los militares rebeldes cuando se vio acosada por esa violencia persecutoria”. Durante la Guerra Civil fueron asesinados 7.000 eclesiásticos, sobre todo en el verano de 1936. Toda esa violencia anticlerical corrió en paralelo al “fervor y entusiasmo, también asesino”, que mostraron los clérigos allá donde triunfó la sublevación militar, explica Casanova. La religiosidad se hermanó con devoción al patriotismo desde la Guerra Civil y en adelante, desarrollando la ideología nacional-católica que articulaba el franquismo.

El origen de esta alianza está en el resentimiento de la Iglesia hacia la República, que le restó parte del poder que había atesorado durante la Monarquía. Su reacción fue buscar apoyos en la sociedad más allá de su propia estructura, y los encontró en la clase adinerada que también se sentía amenazada por el sistema de Estado republicano. Clases dominantes, sectores conservadores y, finalmente, el estamento militar, coincidieron con los intereses de la Iglesia, que pretendía reinstaurar el antiguo “orden” moral e ideológico.

En 1936, el cardenal Isidro Gomá calificó la sublevación de “providencial” y deseó que las armas devolvieran “la libertad” a España. “La complicidad del clero con ese terror militar y fascista fue absoluta y no necesitó del anticlericalismo para manifestarse. Desde Gomá, al cura que vivía en Zaragoza, Salamanca o Granada, todos conocían la matanza, oían los disparos, veían cómo se llevaban a la gente, les llegaban familiares de los presos o desaparecidos, desesperados, pidiendo ayuda y clemencia. La actitud más frecuente del clero ante esos hechos fue el silencio, voluntario o impuesto por los superiores, cuando no la acusación o la delación”, apunta Julián Casanova.

La instalación de placas en las parroquias fue una de las campañas de la estrategia de marketing de la institución católica desde su posición de vencedora tras una contienda que, además de guerra civil, tuvo mucho de lucha de clases. Otras de sus efectivas líneas de acción fueron el camino hacia la santidad de sus mártires; los concordatos, duraderos acuerdos con el Estado que les permitió inmiscuirse en áreas estratégicas como la educación, y el sistema de financiación con fondos públicos y sus exenciones contributivas.

Como dice Ángel Luis López Villaverde, doctor en Historia por la Universidad de Castilla-La Mancha, el Estado le entregó a la Iglesia las llaves de las almas, de las arcas y de las aulas. Ese camino a la santidad de los “mártires de la cruzada” comenzó en 1952 con una procesión fúnebre por los misioneros claretianos asesinados en Barbastro. Se exhibían “vitrinas martiriales” y muchos fieles se lanzaron a la caza de la reliquia, en una devoción de raíces cercanas a la de las exaltaciones fascistas de la Europa del siglo XX.

Pasando lista a los mártires

La consagración definitiva llegó con la construcción del Valle de los Caídos, monumento levantado con mano de obra de presos políticos en el que fue enterrado José Antonio, bajo la cruz más alta y visible del Régimen, con los más pomposos honores, arrobado de solemnidad sacra.

A partir de un temprano 1937, el propio cardenal Isidro Gomá impulsó la creación de un listado de asesinatos eclesiásticos para llevar a Roma. Los papas Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI se opusieron a una beatificación indiscriminada, pero Juan Pablo II abrió la mano, y hasta enero de 2000 se elevaron a los altares a 239 mártires.

Y la estrategia no ha cambiado, ni tan siquiera con el papa Francisco. Este 13 de octubre, 522 de esos “mártires de la fe” fueron beatificados en Tarragona, en un acto para el que se usaron fondos, infraestructuras y personal público. Asistieron dos ministros y 25.000 personas más. “En el periodo oscuro de la hostilidad anticatólica de los años 30, vuestra noble nación fue envuelta en la niebla diabólica de una ideología”, declaró el cardenal Ángel Amato en su homilía. Oficiaba un acto considerado de homenaje a las “víctimas de una radical persecución religiosa, que se proponía el exterminio programado de la Iglesia” y durante el que no hubo ninguna mención a las víctimas del bando republicano, cuyo nombre y número, desconocido pero cercano a los 200.000, no está recogido en ningún listado. Hasta hoy, son más de 1.000 los beatificados por la Iglesia católica en un total de 14 ceremonias.

El Gobierno del PP no quiere hablar de la reforma del Valle de los Caídos para convertirlo en un memorial que no ensalce sólo a los vencedores. Las diócesis tienen la potestad de retirar las placas que recuerdan a sus “caídos por Dios y por España”, pero no lo hacen sistemáticamente y permiten que, no sólo en los pequeños templos, sino en catedrales como la de Cuenca y Zaragoza, sigan expuestos el yugo y las flechas, el símbolo de la Falange.

El movimiento memorialista, sin fondos para acometer exhumaciones, se preocupa de hacer algo que no cuesta dinero: señalar, mandar cartas a los curas más cercanos y los obispos. A los vecinos de La Bañeza (León) les parecía vergonzosa la placa en la fachada de la iglesia de Santa María y rogaron al párroco su retirada: la negativa de don Santiago fue tajante. En cambio, el párroco de la iglesia de San Juan Bautista en Colindres de Arriba (Cantabria) retiró la conmemoración por iniciativa propia, y su iglesia asumió los gastos, en un gesto más cercano y sencillo que el del arzobispo de Barcelona, Lluís Martínez i Sistach, pidiendo por Twitter “humildemente perdón” por “los errores que los miembros de la Iglesia” hayan podido cometer “en un pasado más o menos lejano”.

Tomándoselo con humor, algunas asociaciones organizan torneos como el “campeonato placa-placa” para visibilizar los vestigios de esa afinidad entre el Dios y la patria sabiendo que, aunque el símbolo se retire para eludir la ofensa, no basta con tuitear para alcanzar el perdón.

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