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La primera medicina para el sida cumple treinta años: el AZT daba 12 meses de vida a los enfermos

Jancho contrajo el VIH en los años ochenta del siglo XX / Marta Jara.

Víctor David López

Impacta escuchar al doctor Juan Carlos López Bernaldo de Quirós, en su despacho del Hospital Gregorio Marañón en Madrid, describir cómo se topó cara a cara con el sida por primera vez: “Era un paciente adicto con tuberculosis diseminada, con ganglios. Un cuadro muy diferente al que estábamos acostumbrados a ver habitualmente.” 

Jancho y María José son dos de los supervivientes del sida en los años ochenta. “A partir de 1983 la información iba llegando pero tampoco prestábamos mucha atención”, recuerda Jancho. “Hablaban siempre de grupos de riesgo y en temas de discriminación había auténticas barbaridades. Era un bombardeo tan intenso que casi preferías no saber nada. Lo único que pensabas es que eso estaba allí, no sabías lo que era, la gente se moría y te iba a tocar a ti.”

Estando ingresada por una hepatitis C en 1986 fue cuando María José leyó en un periódico algo sobre esta nueva enfermedad. Desde 1981 a 2014 murieron en España por VIH y sida más de 57.000 personas, según el recuento del Ministerio de Sanidad.

Rafa y Paco son otros dos supervivientes. “Me contagié por desconocimiento, por nerviosismo, por falta de información”, cuenta Rafa. “Fue en el 88. El cabrón de mi médico de cabecera me soltó: tienes el sida. Delante de mi madre.”

Paco se contagió tres años antes: “En el 85 nadie sabía nada. No se hablaba ni de preservativos. Me hice la prueba y la doctora no sabía ni cómo decírmelo.” El discurso de ambos desemboca por coincidencia en el lugar donde comenzaron a ver la luz: la madrileña Clínica Sandoval.

La histeria de los ochenta

“La primera noticia la descubrí en un artículo de la revista médica The Lancet”, asegura el doctor López Bernaldo de Quirós, viajando al principio del todo. “Debía ser el año 82. Describían una serie de pacientes homosexuales que tenían sarcoma de Kaposi. Los primeros casos oficiales de este tipo que cuenta el Centro de Enfermedades Contagiosas son en 1981 en San Francisco y en Nueva York.” 

Todavía con la memoria desgraciadamente fresca, el facultativo del Gregorio Marañón denuncia la histeria de los ochenta: “El estigma social era muy grande incluso en la clase médica. Si pedía a un compañero del hospital que hiciera una broncoscopia a un paciente mío o que le llevara a la UVI, se negaba. Cuando pedías una analítica, la marcaban con un círculo rojo porque era un paciente con sida.”

Su versión en primera persona confirma la definición del sida como sentencia de muerte. “Teníamos 31 camas y todos los días se morían uno o dos pacientes. Gente muy joven. Desde el diagnóstico hasta la muerte pasaban habitualmente dos años.”

En los hospitales, como bien remarca Jancho, “la gente estaba sola. A muchos ni la familia les iba a ver. Por miedo, y también porque el sida se vivía en secreto.” Y pone el foco también en las cárceles: “Chavales de treinta y tantos años que pesaban treinta y tantos kilos. Solo los sacaban cuando estaban a puntito de morir para que no contabilizara como un fallecido en prisión.”

La Clínica Sandoval, en la que han coincidido muchos de los supervivientes, es un centro casi centenario que comenzó luchando contra la sífilis y en los ochenta se reinventó volcándose contra el sida. Sus congeladores guardan miles de muestras de suero sanguíneo de pacientes seropositivos de aquellos años de paranoia. 

“En el año 85 se comercializa la prueba, un cambio sustancial”, señala Jorge del Romero, actual director del centro, en la lucha desde el minuto cero. “Al principio no había ningún tratamiento, no había nada. Hasta que apareció en 1987 el primer medicamento, el AZT que aumentaba la esperanza de vida un año. Salió tras ensayos realizados a toda velocidad bajo una presión social brutal porque había que dar alguna respuesta”, rememora.

Durante esos años anteriores al primer medicamento, los días eran precipicios. “El mensaje era buscar la mejor salida posible”, relata Del Romero, con un dolor en los gestos que todavía no se va. “Consejo preventivo para intentar evitar la transmisión, e intentar meter a los pacientes en cualquier estudio de los que se estaban haciendo entonces.” 

En varios de esos estudios participó María José, diagnosticada en 1989, que reconoce la suerte que tuvo al ponerse en manos del doctor Bonaventura Clotet en el Hospital Universitari Germans Trias i Pujol de Badalona. Jancho suma a todo eso además el hecho de cuidarse al máximo con una alimentación que estimulara las defensas.

En 1987 se contabilizaron 433 fallecimientos. A partir de ahí se registró una escalada a toda velocidad: un año después se doblaron las muertes. Para 1990, Sanidad recontó más de 2.000. En 1995 se llegó al pico anual de 5.857 personas muertas por VIH o sida. 

El tratamiento combinado

“1996 marca un hito por los medicamentos nuevos y por la prueba de la carga viral”, explica Jorge del Romero, “para saber cuántas copias de virus tenía una persona en la sangre, antes del tratamiento y después. El objetivo era bloquear la replicación del virus y con esta prueba ya lo podías saber. Llegar a 1996 con vida fue crítico, pero los que llegaron avanzaron ya por la fase de la eficacia.” 

“Eran la unión de tres medicamentos”, indica López Bernaldo de Quirós desde el Gregorio Marañón. “Hasta entonces, tras la mejora inicial, el virus se hacía resistente y el paciente comenzaba a caer. Con el tratamiento combinado, se empieza a controlar la replicación del virus y las mutaciones, y las defensas aumentan.” 

Carmen, otra superviviente diagnosticada en 1991, entona en voz alta un lamento común: “No todos lograron aguantar y aprovechar los beneficios de los nuevos tratamientos. Por el camino se ha quedado mucha gente.” Y menciona también la huella física de aquel proceso de 18 pastillas diarias: “He oído a muchas personas decir que no sabían qué era mejor: si morirse o desfigurarse.” 

“Íbamos a ciegas. Hemos hecho juntos el camino, los médicos y los pacientes. Y hemos aprendido y errado juntos también” recapitula el director de la Clínica Sandoval. Y menciona, como honesto homenaje, a dos de los primeros compañeros de viaje: “Les reclutamos para el estudio pionero internacional sobre el AZT. No sobrevivieron, pero durante unos meses mejoraron.”

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