El aborto, 30 años después
Hace ya cerca de treinta años escribimos un libro sobre el aborto, que dedicamos a Mari Carmen Talavera, una mujer que murió en Madrid, en 1985, a consecuencia de un aborto clandestino.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces y la sociedad española ha cambiado. Las mujeres en nuestro país, a pesar de las dificultades agravadas por la crisis, han avanzado en el mercado laboral, en los niveles educativos, en derechos y en participación social. Hoy hay mujeres juezas, ministras o policías, y aunque sigamos viviendo a diario la violencia de género, la discriminación salarial o un reparto desigual de las responsabilidades familiares, ya no somos el furgón de cola de las mujeres europeas. Ya no somos legalmente dependientes de padres o maridos, como lo fueron nuestras madres y abuelas.
Una de las condiciones para que las mujeres sean libres e iguales es la autonomía para decidir sobre la maternidad. La libertad de elección sobre si ser madre o no, o sobre cuándo serlo, es imprescindible para la autonomía personal porque la maternidad, que no se limita al embarazo y el parto, condiciona absolutamente nuestras vidas. Si el Estado o la religión imponen sus directrices sobre la potencialidad biológica de ser madres, si “mandan” en nuestro cuerpo, todos los demás derechos son papel mojado.
Las ideas y las leyes sobre el aborto han ido variando a lo largo de la historia y difieren según la cultura, la religión o las formas de gobierno en una sociedad. En general, en las dictaduras o en los Gobiernos teocráticos, en los que la religión dicta las normas de convivencia, las decisiones individuales son sustituidas por directrices gubernamentales que pueden castigar la interrupción voluntaria del embarazo o imponer el control de la natalidad como política de Estado. Igual que existe una correlación entre el nivel de desarrollo de una sociedad y el papel que tienen las mujeres en ella, existe también una estrecha relación entre la igualdad de hombres y mujeres y la seguridad jurídica, sanitaria y económica en el acceso a los métodos anticonceptivos y a la interrupción voluntaria de los embarazos no deseados.
Durante las últimas décadas, muchos países han cambiado sus legislaciones respecto al aborto ante la evidencia de que las leyes represivas y la persecución de mujeres y profesionales sanitarios no implican la disminución del número de abortos. Solo aumentan el número de abortos clandestinos y, por lo tanto, los riesgos para la salud y la vida de las mujeres. Según la Organización Mundial de la Salud, alrededor de 5 millones de mujeres sufren complicaciones médicas como consecuencia de un aborto inseguro, y 47.000 mueren en uno de los más de 22 millones de abortos clandestinos que se practican cada año.
En España también las leyes han evolucionado. Durante la dictadura de Franco, el Código Penal castigaba con penas de cárcel no solo la interrupción del embarazo, sino también la prescripción de anticonceptivos. Hoy resulta llamativo que un atenuante para rebajar el tiempo en prisión fuera que la mujer hubiera abortado para ocultar su deshonra. Aunque los anticonceptivos se despenalizaron en 1978, el aborto siguió perseguido en todos los casos durante siete años más. Después de un tortuoso camino que incluyó un recurso de inconstitucionalidad del partido conservador, en 1985 se aprobó la despenalización en tres supuestos: violación, riesgo de malformación fetal y peligro para la salud física o psíquica de la madre.
El caso de España confirma que su persecución por ley no evita los abortos. Se estima que cerca de 20.000 mujeres españolas abortaron en el Reino Unido en 1982. También viajaban a Holanda y Francia. Pero muchos otros abortos se practicaban en España y algunos terminaban con las mujeres en las urgencias de los hospitales por una hemorragia o una perforación de útero además de una denuncia por haber abortado. Durante años se celebraron juicios contra mujeres y profesionales que demostraban que aquel famoso artículo 417 del Código Penal no era una mera declaración de principios.
La despenalización de 1985 se incluye en lo que se llama una regulación de supuestos, es decir, que no se considera delito el aborto en determinadas circunstancias. Como no se contempló la circunstancia socioeconómica, durante 25 años más del 90 por ciento de los abortos se practicaron por motivos de salud psíquica, que podían alegarse a lo largo de todo el embarazo. Cientos de miles de mujeres aceptaron admitir que sufrían un trastorno mental para poder interrumpir un embarazo no deseado.
Un cuarto de siglo después, en el año 2010, la legislación se modificó por un sistema de plazos que permite a las mujeres interrumpir el embarazo hasta la semana 14, estableciendo límites y normas para proteger también al no nacido. Con esta nueva regulación, similar a la de la mayoría de los países de la Unión Europea, el número de abortos no ha aumentado, pero sí han disminuido los abortos tardíos. El 90 por ciento se realizan en el primer trimestre del embarazo y el 68 por ciento en las 8 primeras semanas.
Sin embargo, y como sucedió con la despenalización de 1985, el Partido Popular recurrió ante el Tribunal Constitucional la nueva norma. Y tres años después, ya en el Gobierno, ha presentado un anteproyecto de ley denominado Ley Orgánica para la Protección de la Vida del Concebido y de los Derechos de la Mujer Embarazada, que supone un retroceso incluso respecto a la despenalización de 1985, ya que ni siquiera contempla la malformación fetal como causa de interrupción del embarazo.
Pero la sociedad no acepta este retroceso. El 86 por ciento de la población, según las encuestas, piensa que la mujer debe elegir libremente si sigue adelante o no con un embarazo, incluyendo a la mayoría de católicos practicantes, que también rechaza que se elimine la malformación fetal como causa de aborto. El 78 por ciento del total opina que aumentarán los abortos clandestinos, en condiciones de inseguridad y riesgo para la madre si saliera adelante la nueva legislación.
El debate sobre el aborto se plantea habitualmente en términos absolutos y abstractos: el derecho a decidir sobre la maternidad por un lado y el derecho a la vida por otro. Es una controversia a menudo trufada de ideas tradicionales sobre el género, el sexo y las relaciones de poder. Los argumentos jurídicos, filosóficos y morales que se utilizan para defender la vida en abstracto a menudo ignoran la vida real. La de las mujeres en particular, que son consideradas como meros recipientes, como incubadoras sin voluntad y sin autonomía, y la de las personas que necesitan unas condiciones para vivir que requieren que sus padres deseen y puedan proporcionárselas.
Detrás de cada aborto hay una vida, una historia y una razón.
Pero las razones por las que las mujeres no desean un embarazo son diversas y numerosas. Tienen que ver con su intimidad personal y con la vida real. Ninguna persona se somete a una intervención porque le agrade, y el aborto es el último recurso ante un embarazo no deseado.
Se lo dedicamos a Savita Halappanar, muerta en el Hospital Universitario de Galway (Irlanda). La víctima protestó antes de morir el que se le aplicara una legislación católica, cuando ella era hindú. Pero precisamente ese es el punto central del problema: cuando una minoría quiere que sus particulares creencias se conviertan en legislación que nos obligue a todos.
Este manual pretende ser una herramienta para el conocimiento, para la información tan necesaria en un tema controvertido y difícil. Más allá de los tópicos y de los lugares comunes, las mujeres, y sobre todo las mujeres jóvenes, tendrán que decidir en algún momento de su vida si quieren tener hijos y cuándo. Decidir con conocimiento es necesario no solo para nosotras mismas, también para los hijos que tendremos, para nuestras parejas y para la sociedad. El conocimiento sobre nuestra sexualidad, sobre los métodos anticonceptivos, sobre nuestro cuerpo o sobre la interrupción voluntaria del embarazo ayuda, al mismo tiempo, a la responsabilidad y a la libertad.