Una camiseta blanca manchada de sangre, el rastro de la represión franquista
A Anita Sirgo le afeitaron la cabeza con una navaja, a tirones. Recuerda la camiseta blanca manchada de sangre de su torturador. Miembros de las fuerzas policiales de represión franquista le habían reventado antes un tímpano, a golpes. La detuvieron por participar en la huelga minera de Asturias en 1962.
En 1936, Clemente Amago era alcalde de San Tirso de Abres. Escondido en el monte, cayó en manos falangistas, delatado. Su mujer y su hijo le vieron una última vez. Yacía en un camión camino de Lugo, moribundo, el rostro hinchado, desfigurado.
78 años después, Manuel Amago denuncia a los asesinos de su abuelo. El Consulado argentino en Madrid ha recibido un total de siete denuncias de asturianos víctimas de la represión franquista, organizadas por la Comuna de Asturias, grupo incluido en la Coordinadora Estatal de Apoyo a la Querella Argentina (CeAQUA). “No quiero morirme sin ver a mi torturador sentado en el banquillo”, dice Anita Sirgo. Siete cicatrices sin reparar, desapariciones y asesinatos fruto del alzamiento golpista, torturas y detenciones para acallar la lucha minera.
El cónsul argentino remitirá los testimonios a la jueza María Servini de Cubría, que instruye en el Juzgado Federal 1 de Buenos Aires la Causa 4591/10 por delitos de genocidio y crímenes de lesa humanidad cometidos en España por la dictadura. Según la abogada Ana Messuti, desde que Argentina abrió sus oficinas consulares en septiembre de 2013 se han presentado denuncias “en varias ciudades españolas, y en otras ciudades del mundo como Londres y Santiago de Chile”. Junto a la querella –requiere ser víctima directa o familiar, más un poder notarial–, la denuncia –una fórmula más “práctica”– es otra forma de participar en el juicio al franquismo. Existen diferencias, “pero en cuanto a la posibilidad de que resulten imputaciones de las denuncias, es la misma que en el caso de las querellas”.
“No hay un día que no lo recuerde”
Faustino Sánchez García, Fausto, refiere patadas, golpes, tímpanos reventados, costillas rotas, el cuerpo desnudo frente a los torturadores. “No hay ni un solo día en la vida que no lo recuerde”, insiste. Cuando piensa en las “caídas”, detenciones, la voz se le quiebra. Anita Sirgo detalla salpicaduras de sangre en las paredes del pasillo, en las celdas… y en la camiseta blanca que el capitán Caro Leiva “lucía orgulloso para amedrentar al siguiente” tras cada sesión.
Retienen en la memoria, como Manuel José García Valle, José el Gallego, y Vicente Gutiérrez Solís, los nombres de sus “verdugos”: el inspector de policía y miembro de la Brigada Político Social Pascual Honrado de la Fuente, el capitán de la Guardia Civil Fernando Caro Leiva, el comisario Claudio Ramos o los sargentos “Osorio y Pérez y el guardia Sevilla”.
Aún están vivos, de modo que las víctimas exigen su extradición a Argentina. “Que se acabe la impunidad”, apunta Fausto.
Anita, que sumó detenciones hasta el final de la dictadura, vivió su propia cima como víctima a manos de Caro Leiva. Deben existir pesadillas con una camiseta blanca salpicada en sangre. A El Gallego, detenido en 14 ocasiones, le sacaron “a pasear” por Langreo el 7 de agosto de 1963, en plena represión de las huelgas mineras. Una vez de espaldas, dispararon al aire, esperando que un “intento de fuga” fuera la coartada perfecta. Lo cuenta casi sin mover un músculo.
“La represión fue en todos los extremos de la vida”, detalla Gutiérrez Solís, militante comunista con responsabilidad en los pozos asturianos desde 1955. “He sido torturado, apaleado, pasé por la cárcel, sufrí deportación, exilio y el despido injustificado de la empresa donde trabajaba”. “No se trata de buscar venganza sino justicia”, repite. También que es “vergonzoso” que las víctimas del franquismo deban recurrir a Argentina “después de 39 años de democracia”.
La lucha de los nietos por sus desaparecidos
La segunda vertiente de las denuncias asturianas aporta la lucha de los nietos. A Jesús Fernández, albañil de Mantarás (Tapia), un grupo de falangistas conocido como El Cangrexo lo sacó de la cárcel para fusilarlo.
Era noviembre del 36, tenía 33 años. Su mujer y su hija, nacida seis días antes, no supieron nada más de él. Su nieto, Xosé Miguel Suárez, no sabe dónde está enterrado. Su caso, y otros que constan en su denuncia, ejemplifican los crímenes cometidos en la zona occidental asturiana.
“Vamos a denunciar los asesinatos, la cárcel y las desapariciones de nuestros cuatro abuelos”. María José Martín, y su familia, buscan “en el consulado argentino la justicia que no nos da el Estado español”.
Los cuerpos sin vida de Aida Alvaré Marqués y José Martínez Vázquez quedan abandonados en la playa de Salinas. Octubre de 1937. “Posiblemente se los haya llevado la mar”. José Antonio Abargues Perles se incorporó al frente en defensa de la República. Los golpistas lo ejecutaron por “rebelión militar” en septiembre del 39. Su mujer, Josefa Dávila Álvarez, embarazada y con seis hijos, quedó presa hasta 1943. Sobrevivió.
Clemente Amago era alcalde de San Tirso por el Partido Socialista al estallar la guerra civil. Quiso escapar, pero unos vecinos le delataron. El primer día de septiembre acabó “torturado por cuatro falangistas del pueblo”. Lo vieron una última vez, medio muerto, su cara apenas reconocible.
Su familia, que convivió “toda la vida con los asesinos”, recibió meses después el reloj del que nunca se separaba y, tras la contienda, una multa de 200 pesetas por abandono del puesto de regidor, según las autoridades franquistas.