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“Estamos en un estado de divorcio entre el poder y la política”

El pensador polaco Zygmunt Bauman, en febrero de 2014 en Madrid. / Alejandro Lamas

Miguel Roig

En la Fundación Rafael Pino, donde nos reciben para mantener un encuentro con Zygmunt Bauman (Poznan, Polonia, 1925), lo primero que hacen es pedir a los fotógrafos moderación en su trabajo, dada la avanzada edad del profesor.

Tarda poco Bauman en desmentir la supuesta fragilidad. Cruzando la amplia terraza, bajo la llovizna invernal, se nos acerca un hombre vestido de negro, muy alto y delgado como las seis en punto, cuya linealidad sólo es desbaratada por sendas matas de pelo blanco que se escapan a cada lado de su pequeña cabeza.

Es puro nervio, armonioso, pero nervio que se expresa en sus largos brazos y manos hiperactivas que sólo se calman con la ayuda de una pequeña pipa y un mechero; entonces, el profesor, concentra la actividad en los ojos que buscan, inquietos, sus pares en el pequeño grupo de periodistas que nos sentamos alrededor suyo.

Es afable, irónico, y no regatea ni la sonrisa ni un poco de humor. Este carácter gentil contrasta con una mirada pesimista del mundo, apoyada en los muchos datos que aporta en el libro que ha venido a presentar, ¿La riqueza de unos nos beneficia a todos? (Paidós, 2014). “Por supuesto que no”, dirá una y otra vez en réplica retórica al título y como punto de partida a sus largas respuestas durante la charla.

Bauman, como es sabido, utiliza el concepto de liquidez para señalar el fin de toda certeza y fiabilidad en las instituciones que supuestamente respaldan nuestro sistema de vida, pero más temible aún es la pérdida de valor que adjudica a la experiencia.

De nada sirve el saber acumulado, sostiene, para moverse en una sociedad líquida en la que el trabajo ha perdido valor, los afectos, capacidad de contención y lazo con los demás, y donde el ciudadano, en el mejor de los casos, es un mero consumidor.

“La suma de compras de un país es la medida de su felicidad”, sentencia en su nuevo libro y nos recuerda cuando, después de la caída de las Torres Gemelas, el expresidente George W. Bush les dijo a los norteamericanos, con la intención de transmitirles tranquilidad: “Volved a ir de compras”.

Para Bauman el porvenir no es algo agradable: “La imagen real de la desigualdad futura no es halagüeña”. Y este diagnóstico –al igual que todas las reflexiones que aventura– no contiene un ápice de optimismo. Tampoco se atreve a señalar alguna posible salida de la gran crisis; tan sólo ruega que el sentido común colectivo evite llegar a un punto sin retorno. Es por ello, tal vez, que se preocupa en ser sumamente didáctico y no dejar ninguna cuestión sin su debida explicación.

Con sólo leer las primeras páginas de su libro, pródigas en cifras y estadísticas, se obtiene una respuesta lapidaria a la pregunta del título.

Podemos estimar el estado del mundo consultando datos y buscando un promedio. Tenemos muchas estadísticas que nos dan una media, pero el ser humano medio no existe.

Es una ficción: los seres humanos reales viven entre la diferencia, no viven entre la igualdad. Son inteligentes, y pueden constatar que afirmar que la riqueza está mejorando su calidad de vida es algo muy dudoso. Y la razón es que alguna gente está mejorando pero otra está empeorando más, y a lo que la gente reacciona no es al estándar absoluto del bienestar medio, sino a la diferencia que genera entre la población.

La investigación reciente –sobre todo un estudio iluminador que realizaron [Richard] Wilkinson y [Kate] Picket– muestra que la calidad de vida de la sociedad, en general, no sólo de un grupo o de otro, sino la calidad general de vida degradada por patologías como el alcoholismo o los embarazos adolescentes, en fin, todas las enfermedades de la sociedad, son medidas no con el ingreso medio, sino con el grado de desigualdad.

Es decir, que la riqueza no sólo no conforta al cuerpo social, sino que ahonda la brecha entre ricos y pobres.

El crecimiento de los ingresos recientes no mejora la calidad de vida, no mejora la sociedad. La merma en la calidad de vida, el estado de patología social, viene a la vez que la desigualdad creciente.

En Europa existieron los llamados treinta años gloriosos, el periodo que se vivió después de la Segunda Guerra Mundial. Entonces los Estados intervenían siguiendo la receta de [John Maynard] Keynes, el gran economista. Ellos deseaban promocionar no sólo la riqueza creciente del Estado en su totalidad, sino también distribuirlo de tal manera que todo el mundo se sintiese involucrado y que todo el mundo pudiese contribuir a una gran sociedad.

Durante estos treinta años la desigualdad en Europa empezó a caer y en 1970 empezó a ir en la otra dirección. Y ahora esta tendencia se manifiesta de manera exponencial. Permítanme una cita del Evangelii Gaudium, la exaltación apostólica del Papa Francisco en la que afirma “las ganancias de una minoría están creciendo exponencialmente, al igual que el hueco que separa a la mayoría de la prosperidad que disfrutan los pocos que son felices”.

La ausencia de prosperidad genera un fenómeno que usted en el libro llama precariado.precariado

Hace no mucho tiempo –yo soy un hombre muy mayor y recuerdo cosas que vosotros sois demasiado jóvenes para recordar–, hubo un periodo en el que la gente pensaba en términos de contrastes entre la clase media, gente segura y con dinero, mirando hacia delante, mirando hacia arriba, soñando con mejoras en su vida, y, por otro lado, los proletarios, gente que vivía en la miseria, todos muy cerca o por debajo de la línea de pobreza.

Esta distinción se está borrando, ya que la clase media y los proletarios empiezan a conformar una clase conjunta. A eso yo llamo precariado, de precariedad. Y precariedad significa gente que no está segura de su futuro. Las leyes salvajes del mercado implican que una compañía devora a la compañía de al lado, y en la siguiente ronda de austeridad hay gente que será despedida y perderá los logros de su vida. Los logros vitales ya no son un valor seguro.

Los sociólogos, después de la guerra, nos han hablado de la generación del boom, de la generación X, de la generación Y, de la generación tal y cual, y ahora nos hablan de la generación ni-ni: jóvenes que no tienen educación y no tienen trabajo.

Es la primera generación que no gestiona los logros de sus padres como el inicio de su propia carrera. Es al revés, están preocupados en cómo poder recrear las condiciones bajo las cuales sus padres han vivido y han logrado desarrollarse. No están mirando hacia delante, están mirando hacia atrás, a la defensiva. Este es un cambio muy poderoso.

¿La representación de la pirámide como metáfora de la estructura social, a la luz de este análisis, ha quedado obsoleta?

Pues sí, esta pirámide ya no es real. Mejor pensamos en una gran calabaza con una pequeña cereza encima de ella. En la calabaza está todo el mundo: los proletarios, la clase media. Todos estamos en la misma tesitura de incertidumbre y de ignorancia con respecto al futuro.

Después del colapso de 2007, que afectó a España muy duramente pero que también afectó a nivel global, ha habido una recuperación parcial. Pongamos entre paréntesis esta recuperación porque más del 90 por ciento de la riqueza que se produce, de esta riqueza extra, se la apropia sólo un 1 por ciento de la población, y el resto se va empobreciendo.

Claro, están las estadísticas, como hemos dicho, buscando la media. Si las sumamos todas y las dividimos entre la población, entonces hay un crecimiento económico. Pero detrás de este crecimiento, se esconden varias realidades. La gente es desahuciada de su casa, pierde su trabajo; hay muy pocas oportunidades de cambiar esta situación.

Así que vuelvo a lo que dije al principio. Cuando yo era joven, había una creencia popular que se basaba en que la riqueza que había arriba, en la capa social más alta, se filtraría y bajaría; todo el mundo, de una manera u otra, compartiría esa riqueza. Pero eso no está ocurriendo, no pasa. Podemos decir que los nuevos billonarios se han construido una barricada que les separa del resto de la población. Han llegado arriba de todo y han subido los puentes levadizos.

Este contexto de desigualdad se corresponde con uno de mera supervivencia. ¿Es esta una sociedad posible?

Nos estamos alejando de la morfología de una sociedad que favorece el desarrollo de las cosas solidarias. Esto se está desmoronando. Antes, la negociación colectiva establecía las condiciones de trabajo para todo el mundo; se aplicaba de manera igualitaria. La gente que llegaba a las grandes oficinas o fábricas miraba alrededor y veía que todo el mundo estaba en la misma situación. Esta era la premisa de la solidaridad, estar hombro con hombro, marchar juntos, unir las fuerzas, todos para uno.

Ahora eso se ha roto porque, si trabajas para un jefe, sabes muy bien que espera que hagas mucho más de lo que puedes hacer; tienes que demostrar que eres totalmente irremplazable, indispensable. Que cuando llegue la próxima vuelta de austeridad, tú te asegures de que te vas a quedar y que serán a los otros a los que van a echar.

No hay nada que puedas ganar si intentas unir fuerzas; si te atreves a hacer eso, te van a llamar rebelde y vas a ser el primero en ir a la calle. No hay racionalidad, no hay un sentido de solidaridad. Hay sentido de ser competitivo y sin piedad; considerar a cada persona que tienes alrededor como un rival, como un peligro personal.

¿El hombre contra el hombre?

El hombre es un lobo para el hombre, lo cual puede ser un insulto para los lobos. Así las cosas, la pregunta es cómo se mueven los políticos que están bajo dos fuegos. Por un lado los electores, a quienes deben prometer cosas para ser reelegidos. Pero por otro lado está aquello que Manuel Castells llama el espacio de los flujos, allí donde los capitales financieros, los terroristas y los traficantes de drogas circulan.

Los espacios de flujos se distinguen por no depender de ningún poder local. Su reacción a situaciones difíciles no es negociar, por ejemplo, con políticos españoles o con el Parlamento español, sino moverse a otro lugar que sea más hospitalario con sus intereses, un sitio en el que no les causen problemas. De manera que, si los políticos siguen los deseos de su electorado, se arriesgan a que las fuerzas que habitan este espacio, simplemente, se evaporen. Este es el doble fuego. Tienen que intentar reconciliar lo irreconciliable.

¿Le escuchan los políticos?

Los intereses a ambos lados de la barricada no son fáciles de reconciliar. La primera reacción al colapso económico fue recapitalizar los bancos, lo cual es como emplear gasolina para apagar un fuego. Eso es lo que está pasando.

El tema no es hoy aquello que tiene que hacerse. Esto es algo que podemos discutir sensatamente e incluso podemos llegar a algún tipo de acuerdo. El tema hoy es quién lo va a hacer.

Quién lo va a hacer hoy porque hace treinta o cuarenta años, yo seguía creyendo junto con mis contemporáneos que, si estábamos de acuerdo en qué hacer, si nos poníamos de acuerdo respecto a qué había que hacer, no teníamos ninguna duda de que lo haría el Gobierno, porque el Gobierno tiene en sus manos la capacidad de llevar a cabo acciones efectivas. Pero hoy…

¿Cuáles son las condiciones de las acciones efectivas?

Una de ellas es el poder. Poder significa la capacidad de hacer cosas, y la política es la habilidad para decidir qué cosas han de hacerse; y el Estado tenía tanto el poder como la política en sus manos, con lo cual podía decidir qué cosas había que hacer y podía llevarlas a cabo.

Hoy, como no me canso de repetir, estamos en un estado de divorcio entre el poder y la política. El poder, como diría [Manuel] Castells, existe en el espacio de los flujos pero la política se mantiene en forma local, igual que estaba en el siglo XIX, no ha cambiado nada. Es local, en el espacio de los lugares, como también lo define Castells.

Y siempre y cuando continúe este divorcio, nosotros estaremos atascados en esta pregunta: ¿quién va a hacerlo? El Gobierno está claramente atascado en este doble fuego sin saber qué hacer.

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