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Día mundial de la lucha contra el Sida
¿Por qué hay varias vacunas contra el coronavirus y ninguna contra el VIH?

Célula infectada por el VIH (pequeñas esferas de color púrpura).

Federico Kukso

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El 23 de abril de 1984, en una atiborrada conferencia de prensa en Washington, DC, la entonces Secretaria de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos, Margaret Heckler, dejó caer una sorpresa: anunció la identificación del virus que causaba el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (sida) y que hoy conocemos como VIH. Pero antes de concluir su discurso y ceder el micrófono, realizó una promesa: “Una vacuna estará lista para ser probada en aproximadamente dos años”, proclamó ante el estupor de los científicos que la flanqueaban.

Desde entonces, seguimos esperando. Año tras año, los pronósticos se han desinflado y las noticias sobre una vacuna preventiva contra una enfermedad que desde 1981 ha matado a más de 40 millones de personas han retrocedido, abandonando las portadas de los medios. En especial, a medida que el VIH pasaba de ser un virus mortal y misterioso a uno que puede controlarse con medicamentos diarios. 

A tal punto salió la enfermedad del radar que incluso, cuando en marzo de 2020 la Organización Mundial de la Salud estableció que la COVID-19 podía caracterizarse como una pandemia, muchos olvidaron que desde hacía 40 años el mundo atravesaba otra crisis sanitaria global, la de VIH/sida.

El desarrollo en tiempo récord de varias vacunas seguras y eficaces contra el nuevo coronavirus en menos de un año no solo pasará a la historia como un triunfo científico. También sirvió como recordatorio de aquellas promesas y titulares grandilocuentes incumplidos. 

Pocos saben que las vacunas para la COVID-19 (de Pfizer/BioNTech, de Moderna, de AstraZeneca/Oxford, Sputnik V, de Sinopharm, la de Johnson & Johnson y muchas más), así como los tratamientos en danza, no hubieran sido posible sin décadas de investigaciones previas para comprender los misterios del VIH, desde cómo se infiltra en las células a cuál es su estrategia de replicación y cómo funciona nuestro sistema inmunológico. 

El éxito de las vacunas contra el SARS-CoV-2 es consecuencia de una montaña rusa de muchos fracasos y algunos éxitos modestos en la lucha contra el VIH que allanaron el camino. Como indica el biólogo William Haseltine, fundador de los departamentos de investigación sobre cáncer y VIH/sida en la Universidad de Harvard, “Así como la investigación del cáncer facilitó la comprensión rápida del VIH, el estudio del VIH ha facilitado un rápido progreso respecto al coronavirus y la búsqueda de vacunas y tratamientos para la COVID-19”. 

La frustrante e infructuosa búsqueda de una vacuna contra el VIH, por ejemplo, estableció las bases de las redes nacionales e internacionales de ensayos clínicos que se activaron con una notable velocidad ni bien se logró el primer borrador del genoma del nuevo coronavirus en enero de 2020. 

También entrenó a los sectores científico, médico y de salud pública para movilizarse en un momento de crisis. Investigadores que hasta entonces habían dedicado gran parte de sus carreras investigando el virus de inmunodeficiencia humana, como Anthony Fauci -el principal virólogo de Estados Unidos-, asumieron roles de liderazgo mientras el coronavirus se esparcía por el mundo.

Pero lejos de pasar a un segundo plano, la cacería por la tan ansiada vacuna contra el VIH se ha fortalecido en los últimos meses gracias a los increíbles desarrollos científicos que condujeron al desembarco de vacunas para la Covid en los brazos de miles de millones de personas. 

Una nueva esperanza se abre camino tras casi 40 años de investigación y decepción. ¿Tendrá esta vez éxito o la vacuna contra el VIH seguirá siendo esquiva?

SARS-CoV-2 y VIH: una historia de dos vacunas

En 1984, nadie sabía cuán complejo era el VIH. Y, aunque el anuncio de la posibilidad de una vacuna a la vuelta de la esquina fue aplaudido y bienvenido, la mayoría de los científicos de por entonces dudaban que se consiguiera en el tiempo prometido. 

La historia apoyaba su escepticismo. Se habían necesitado 105 años para desarrollar una vacuna para la fiebre tifoidea después del descubrimiento de la bacteria que la produce, la Salmonella entérica. La vacuna contra la tos ferina tardó 89 años; la vacuna contra la polio, 47 años; la vacuna contra el sarampión, 42 años; y la vacuna contra la hepatitis B, 16 años. 

No sabían por entonces que una vacuna contra este flagelo pandémico -que, según el escritor científico David Quammen, se habría transferido de chimpancés a humanos en el sureste de Camerún en 1908- se convertiría en una de las mayores deudas de las ciencias.

Curiosamente, los primeros ensayos de una vacuna contra el VIH en humanos se realizaron  en Zaire en 1986, mientras científicos estadounidenses y europeos experimentaban en laboratorios y en animales con muchas vacunas potenciales. Desde entonces, lejos de las conferencias de prensa, los laboratorios oscilaron del optimismo a periodos de profunda decepción.

Tras varios años de ensayos en fase 1 y 2, recién en 1998 comenzó el primer ensayo de una vacuna candidata contra el VIH a gran escala. VaxGen, una compañía de biotecnología con sede en San Francisco, inició un ensayo de fase 3 de dos vacunas experimentales llamadas “AIDSVAX” diseñadas para estimular la producción de anticuerpos contra una región de una proteína de la superficie del VIH conocida como “gp120”.

En América del Norte y los Países Bajos se reclutaron 5400 voluntarios. Luego se sumó Tailandia. Para 2004, todo había concluido: estas vacunas no conferían protección alguna. 

Al mismo resultado llegaron una tras otra decenas de vacunas candidatas probadas con diversas estrategias en Europa, África, Asia y Estados Unidos. Hasta que una bocanada de optimismo emergió en 2009. Después de décadas de ensayos en humanos, una vacuna candidata mostraba algún grado de efectividad en el mundo real. Por entonces, se anunciaron los resultados del que se considera el ensayo más grande de la historia para una vacuna contra el VIH. Conocido como “RV144” o “ensayo tailandés” (pues se realizó en Tailandia), esta prueba llevada a cabo por el Ejército de EE.UU. contó con más de 16.000 participantes y tardó seis años en completarse. 

Dos vacunas distintas combinadas (“ALVAC-HIV” de Sanofi Pasteur y “AIDSVAX B/E” de Genentech/VaxGen) demostraron tener 31% de eficacia. Pese a ser el primer ensayo de una vacuna contra el VIH que mostró alguna eficacia para prevenir la infección, su eficacia limitada no fue lo suficiente para ser autorizada. “No se consideró un ensayo fallido -dijo en su momento Fauci-, sino un paso en la dirección correcta”.

El enemigo interior

Las diferencias entre las respuestas ante el VIH y el coronavirus son enormes. A diferencia de lo que ocurrió con el SARS-CoV-2 que incitó una cooperación científica global y una financiación casi inmediatas nunca vista, al comienzo de la pandemia de VIH/sida la investigación biomédica no contó con un fuerte apoyo político. La primera vez que el presidente Ronald Reagan pronunció un discurso importante sobre el sida fue en 1987.

Además, las principales compañías farmacéuticas no se lanzaron de inmediato en una carrera a la búsqueda de una vacuna para una enfermedad que afectaba en especial -aunque no exclusivamente- a comunidades marginadas (la comunidad LGBTQ, los usuarios de drogas inyectables, afroamericanos, entre otros). La renuencia del sector Big Pharma tuvo que ver con motivos financieros: estimaron que el retorno de la inversión requerida iba a ser menor si se comparaba con las ganancias que les generaría enfocarse en otros medicamentos como analgésicos, antidepresivos y estatinas contra el colesterol.

La OMS ha estimado que se invierten aproximadamente 500 millones de dólares al año en el desarrollo de una vacuna preventiva contra el VIH segura, altamente eficaz y accesible, pese a los tremendos costos en salud que genera la pandemia: un estudio de The Lancet indicó que entre los años 2000 y 2015 la cifra llegó a 562 mil millones de dólares en 188 países.

“Necesitamos crear incentivos para la industria farmacéutica, incluidos los fabricantes de vacunas de los países en desarrollo”, indicó en 2013 el virólogo venezolano José Esparza del programa global de la OMS para el VIH/sida. “Debemos convencer a las autoridades nacionales, los financiadores y los responsables de la formulación de políticas de que el desarrollo de una vacuna contra el VIH no solo es una cuestión científica desafiante, sino más bien una prioridad crítica de salud pública”. 

Pero además de la falta de apoyo económico, los científicos pronto se dieron cuenta de que tenían enfrente a un virus distinto, esquivo, uno de los peores flagelos que hemos enfrentado los seres humanos: el VIH tiene forma de esfera con un diámetro de 100-120 nm, alrededor de 60 veces más pequeño que un glóbulo rojo. Ataca el sistema inmunológico del cuerpo, específicamente las células T, unas células especiales que ayudan al sistema inmunitario a luchar contra las infecciones. En su arsenal posee un amplio menú de mecanismos que le permiten socavar las respuestas defensivas. Es un virus con propiedades únicas, entre ellas la de ser muy variable genéticamente. Se replica y muta a una velocidad alucinante, más rápido que muchos otros patógenos. 

Mientras que la mayoría de las vacunas tradicionales funcionan entrenando a parte del sistema inmunológico a producir anticuerpos que eliminan una infección, los anticuerpos neutralizantes son incapaces de reconocer al VIH debido a sus veloz mutación y fracasan en su misión de identificarlo como invasor e inactivarlo. Así, este virus se mantiene continuamente un paso por delante de nuestras defensas biológicas. 

El VIH, además, se integra en el genoma del huésped dentro de las 72 horas posteriores a la transmisión, algo que no sucede con el SARS-CoV-2.

Y como si fuera poco, el VIH se divide en familias, o subtipos, que predominan en diferentes partes del mundo: el VIH-1 se puede encontrar en todo el planeta, pero el VIH-2 se limita casi exclusivamente a África Occidental, como Senegal y Guinea-Bissau, y es  menos transmisible y menos virulento.

“Es uno de los mayores desafíos biomédicos de nuestra generación”, dice el infectólogo  Robin Shattock del Imperial College de Londres.

Un mosaico de nuevas posibilidades

Pese a la ausencia de una vacuna preventiva, en las últimas décadas el VIH se ha transformado en una enfermedad tratable. En una de las grandes victorias de la medicina moderna, las terapias antirretrovirales -que impiden que el VIH se reproduzca- han conseguido que ya no sea una sentencia de muerte. Hoy las personas que viven con VIH pueden aspirar a tener vidas largas y saludables, es decir, con esperanzas de vida cercanas a la población sin VIH. 

En 1996, la expectativa de vida total para una persona de 20 años con VIH era de 39 años. En 2011, la esperanza de vida total aumentó hasta aproximadamente 70 años. Y sigue subiendo.

De hecho, en la actualidad, hay evidencias de que las personas que viven con el VIH con una carga viral indetectable no pueden transmitir el virus mediante el intercambio sexual. Es lo que se conoce con el eslogan “I=I” (Indetectable = Intransmisible).

A estas terapias se le suman medicamentos como la PrEP (profilaxis prexposición), altamente eficaces para prevenir la infección por el VIH. Es una estrategia recomendada por la OMS a partir de la cual personas sanas toman diariamente una pastilla; aún no está disponible en Argentina como política pública. 

Pese a este abanico de posibilidades, la disponibilidad de los tratamientos y el impacto de la enfermedad varían ampliamente en todo el mundo. Según ONUSIDA, en 2020 1,5 millones de personas se infectaron recientemente y 680.000 murieron debido a enfermedades relacionadas con el sida. 

Debido a los problemas de distribución y de acceso a los nuevos medicamentos en las comunidades que más las necesitan en los países de bajos ingresos, se reconoce ampliamente que la forma más eficaz de lograr un final duradero de la pandemia del VIH/sida sigue siendo una vacuna protectora segura y al menos moderadamente efectiva.

En ese contexto, los esfuerzos globales recibieron un gran golpe a fines de agosto pasado cuando una combinación de vacunas desarrollada por Johnson & Johnson -“Ad26.Mos4.HIV” y “Clade C gp140”- demostraron una eficacia casi marginal del 25,2% en un ensayo de fase 2b en África subsahariana. Conocido como Imbokodo, inscribió a 2.600 mujeres que tenían un riesgo muy alto de infección por el VIH y había sido lanzado en 2017.

La comunidad científica, sin embargo, no baja los brazos. Además de seguir de cerca un nuevo ensayo de fase 1 emprendido desde julio por la Universidad de Oxford -que evaluará la seguridad de la vacuna candidata HIVconsvX-, se aguardan los resultados en 2024 de otro gran ensayos clínico llamado MOSAICO centrado en hombres cisgénero o personas trans que estén atravesando una situación de alta exposición al VIH. Tiene como objetivo inscribir a 3800 personas a lo largo de más de 50 centros de investigación en 8 países, entre ellos Brasil, Perú, México, Estados Unidos, España, Italia, Polonia y Argentina.

“La participación en el estudio dura 2 años y medio y cada participante recibirá un total de 6 inyecciones en 4 momentos dentro del primer año”, comenta María Inés Figueroa, coordinadora de asuntos médicos y farmacovigilancia de Fundación Huésped, donde comenzaron a vacunar participantes en marzo de 2020. “Estamos evaluando una combinación de dos vacunas. La primera está hecha en base a un adenovirus, un virus común en la vida cotidiana y que es utilizado de manera debilitada, siendo así inofensivo para las personas. La segunda es una combinación de proteínas que se encuentran en la superficie de diferentes cepas de VIH de alrededor del mundo”. 

La estrategia es innovadora, un nuevo concepto para vacunas contra el VIH. “Estas vacunas se basan en la combinación de varias proteínas del VIH -continúa Figueroa- y prepararían al cuerpo para que reconozca las mismas proteínas en el VIH real y combatan al virus si una persona se expone en el futuro”.

No son las únicas iniciativas activas. Ahora la tecnología de ARN mensajero utilizada por la compañía Moderna para desarrollar su exitosa vacuna contra el coronavirus se suma a la contienda. 

“Estamos bien posicionados para aplicar lo que aprendimos con el coronavirus en una próxima ola de terapias”, asegura Paul Burton, director médico de esta hace no mucho pequeña biotech ubicada en Cambridge, Estados Unidos. “La cantidad de enfermedades que se pueden tratar con esta plataforma es notable”.

Para eso la empresa se asoció con científicos del Scripps Research en La Jolla y una organización llamada IAVI (Iniciativa Internacional de Vacunas contra el sida) para probar un nuevo tipo de vacuna contra el VIH diseñada para enseñar al sistema inmunológico a producir anticuerpos lo suficientemente poderosos como para identificar y detener el virus.

La fase 1 comenzó en noviembre y los resultados estarán en abril de 2023, por lo que incluso si demuestra ser segura aún tardará varios años para determinar si funciona. “Este es un desafío de magnitud sin precedentes en el desarrollo de vacunas”, dice Mark Feinberg, presidente y director ejecutivo de  IAVI.

El éxito de las vacunas de ARN mensajero para la COVID-19 no garantiza que esta vacuna contra el VIH funcione. Pero los investigadores admiten que es un enfoque nuevo y tal vez más eficiente.

Un largo camino así queda por delante. Solo el tiempo dirá si hay motivos para un optimismo genuino o para volver a caer en una nueva fase gobernada por el pesimismo y la decepción.

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