El negocio farmacéutico tampoco es transparente
Si funciona, se cuenta; si no funciona... mejor no. La comunidad científica tiende a publicar mayoritariamente resultados positivos de las pruebas que se realizan sobre los fármacos, para ver si son útiles realmente o no. Eso no quiere decir que no haya resultados negativos, de hecho, sucede más bien lo contrario: refutar hipótesis es parte del día a día de cualquier investigador.
La escuela imperante en la mayoría de los sistemas de salud mundiales es la llamada “Medicina basada en la evidencia”: cada decisión médica ha de estar apoyada por estudios contrastados e independientes, estadísticas fiables y representativas que garanticen el mejor tratamiento posible para el paciente. Sin embargo, esto no sucede en todos los casos. A lo largo de los años se ha normalizado el hecho de que empresas farmacéuticas y agencias reguladoras manejen datos sobre medicamentos de uso común con total opacidad. La información médica no es tratada con la transparencia necesaria y esto repercute directamente en la calidad de nuestro sistema de salud.
Hay ilustres ejemplos de resultados negativos que han sentado las bases de un gran descubrimiento posterior como sucedió con el experimento de Michelson y Morley que descartó la existencia del éter y sirvió de precedente para la Teoría de la Relatividad. Sin embargo, los resultados positivos son mucho mejor valorados que los negativos porque dan más prestigio (por eso Einstein es más famoso que Michelson y Morley) y justifican la dedicación de tiempo y recursos. Además, los resultados negativos en general no son valorados por las revistas científicas, no son noticia.
Este fenómeno se conoce como sesgo de publicación y se produce a todos los niveles en ciencia; desde la investigación básica en el ámbito académico hasta los ensayos clínicos de medicamentos. La ausencia de resultados negativos puede implicar la interpretación errónea de la realidad. En un contexto médico, donde los resultados afectan directamente a la salud de los pacientes, esto puede tener graves consecuencias. Un ejemplo presentado por Ben Goldacre en su libro Bad Pharma es el de la lorcainida, un compuesto que evita las arritmias cardiacas. Durante su desarrollo como fármaco en 1980 se llevó a cabo un ensayo para comprobar si la inhibición de las arritmias podía aumentar la supervivencia después de haber sufrido un infarto.
Los resultados refutaron esta hipótesis ya que un 20% de los pacientes tratados con lorcainida murieron, frente al 2% de los pacientes que recibieron placebo. El desarrollo comercial se detuvo y este estudio nunca llegó a ser publicado. Sin embargo, durante la década siguiente otras compañías tuvieron la misma idea de emplear medicamentos contra la arritmia para el tratamiento post-infarto. En varios casos, estos compuestos fueron ampliamente comercializados durante años hasta que se llegó de nuevo a la conclusión de que provocaban fallo cardiaco. Los autores del primer estudio en 1993 escribieron un artículo en el que pedían perdón a la comunidad científica por no haber difundido los datos que podrían haber evitado miles de muertes. Este es uno de los primeros ejemplos del efecto que puede producir el sesgo de publicación en la práctica médica.
Si bien en el caso de la lorcanida los ensayos clínicos no fueron publicados en vista de que no iba a ser desarrollado comercialmente, tampoco ocurre en los casos de fármacos que son aprobados. La evaluación de un medicamento para su comercialización es precedida de una demostración científica de su eficacia por parte de la compañía farmacéutica interesada.Diversos estudios serán presentados a una agencia reguladora estatal o transnacional, la cual decide en última instancia si el fármaco puede salir al mercado. Esta información proporcionada por la compañía así como los detalles del proceso de evaluación son considerados estrictamente confidenciales. Por tanto, la comunidad médica debe confiar en el criterio de la agencia sin tener posibilidad de acceso a la información que determinó el veredicto, a pesar de los casos que ponen su imparcialidad en tela de juicio.
El ejemplo más paradigmático, por lo dramático de la situación, es el de Vioxx, un inhibidor de la enzima COX-2 empleado en tratamiento de la artritis. Durante los cinco años en los que este medicamento fue comercializado se estima que fue directamente responsable de más de 100.000 afecciones cardiacas. La actuación de la FDA (la agencia del medicamento de EEUU) fue connivente y permisiva con los intereses de la compañía (Merck) hasta que se vio obligada a retirar el fármaco tras la comparecencia de uno de sus miembros en el Senado de los EEUU.
Quizás el dato más grave de aquella crisis fue que la FDA conocía del riesgo de cardiovascular asociado a Vioxx antes de su aprobación, desde que los ensayos clínicos fueron presentados. Similares casos de negligencia se ha dado con otros medicamentos tóxicos, de los cuales el más reciente es Avandia, otro fármaco líder de ventas empleado en el tratamiento de la diabetes y recientemente retirado del mercado por aumentar el riesgo de infarto de miocardio. En este contexto, son cada vez más los que opinan que la toda la información a la que ha tenido acceso la agencia reguladora durante la evaluación de un medicamento debería ser de dominio público.
Colectivos independientes intentan recabar información sobre ensayos clínicos controvertidos aportando conclusiones sobre las razones de fondo de la opacidad. Tamiflu es un antiviral empleado en el tratamiento de la gripe que proporciona a su fabricante (Roche) enormes beneficios. En 1999, la FDA aprobó su comercialización a pesar de hacer constar que no había evidencias sólidas para afirmar, contrariamente a la versión de la compañía, que el fármaco redujera las complicaciones gripales. A pesar de ello, la OMS lo ha incluido en su lista de medicinas esenciales y ha recomendado a estados la adquisición masiva de este tipo de antivirales para la prevención de posibles pandemias de gripe (basándose en opiniones de expertos con importantes conflictos de interés). Recientemente, millones de dosis se vendieron durante la crisis de la gripe A mientras que, por su parte, la FDA nunca ha aclarado la discrepancia sobre la efectividad de Tamiflu.
Un artículo publicado hace unos meses en Plos Medicine trataba el tema de la falta de transparencia en la toma de decisiones por parte de agencias reguladoras. Los autores, colaboradores de la Crochane Library, una base de datos de revisiones independientes sobre tratamientos médicos, explican los sucesivos intentos para conseguir los datos que permitieron la aprobación de Tamiflu. El artículo recoge la correspondencia entre los autores y Roche a lo largo de los años mostrando las diversas evasivas de la compañía para no compartir los informes de los ensayos clínicos. Al final, se permitió el acceso tan solo a una porción de los datos y su análisis reveló que Roche había proporcionado a la FDA información incompleta de algunos ensayos, con numerosos sesgos y problemas graves en el diseño experimental. En su conjunto, según los autores, estos resultados invalidan la efectividad de Tamiflu en el tratamiento de la gripe y muestran la necesidad de hacer públicos los ensayos clínicos para ser evaluados de manera independiente.
La deficiencia de información no permite a la comunidad médica tener en cuenta detalles importantes a la hora de recetar ya que los ensayos clínicos son con toda probabilidad los más exhaustivos estudios que se harán nunca del medicamento en cuestión. Por tanto, un médico que quiera decidir sobre una opción de tratamiento para un paciente tendrá fundamentalmente dos fuentes de información: el marketing encubierto que ofrece la industria a través de visitadores médicos y diversos eventos de formación, o las revistas médicas especializadas.
Mientras que la primera opción es, aunque generalizada, cuando menos controvertida, el estudio más independiente a través de la literatura clínica presenta el problema del sesgo de publicación. Un artículo analizó qué porcentaje de los ensayos clínicos sobre antidepresivos que se presentaron a la FDA salieron a la luz en forma de publicación en revistas médicas. De un total de 74 ensayos presentados, 38 fueron positivos, de los cuales 37 fueron publicados, mientras que 36 tuvieron resultados negativos pero solo se publicaron tres. Este ejemplo no es un caso aislado sino que parece ser la norma.
En 2010 un meta-análisis recopiló todos los artículos sobre el fenómeno del sesgo de publicación desde 1998, concluyendo que la mitad de los ensayos nunca llegan a ver la luz y que la publicación de resultados positivos es más rápida y el doble de probable que la de los ensayos negativos. Este sorprendente sesgo inclina la balanza de forma clara a favor del fármaco y condiciona las decisiones de facultativos, académicos y pacientes, cuya única fuente de información es la literatura médica.
La ocultación de información afecta directamente a la práctica de la “medicina basada en la evidencia” amenazando en convertirla en “medicina basada en algunas evidencias”. En este tema, la responsabilidad no solo reside en las compañías farmacéuticas, alguna de las cuales ha manifestado su intención de mejorar el acceso a la información, sino en todos los actores involucrados: comités de ética, agencias reguladoras y revistas médicas han permitido que los sucesivos intentos por aumentar la transparencia hayan fracasado en larga medida. En la última regulación aprobada por la FDA se obligaba a las compañías a publicar en el plazo de un año todos los ensayos que se realicen. Aún así, según el último estudio del British Medical Journal, solo uno de cada cinco ensayos han llegado a ver la luz.
La práctica de la medicina es extremadamente complicada y se aleja de ser una ciencia exacta al tratar con sistemas biológicos que son imposibles de predecir con seguridad. La opacidad en el acceso a la información clínica no hace sino aumentar el rango de indeterminación, y por tanto el riesgo para el paciente, en cualquier tratamiento médico.