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“El top manta es lo único que podemos hacer sin tener que robar o traficar”

Omar (nombre ficticio) ha sido vendedor ambulante durante tres años / OLMO CALVO

Laura Galaup

Lo repiten una decena de veces: “La manta es la única opción con la que podemos cubrir gastos sin tener que robar o traficar con droga”. “No nos gusta correr todos los días delante de la policía cargando con telas que pesan varios kilos, nos sentimos como perros. Pero no tenemos otra opción”, cuenta Famara, senegalés de 28 años que llegó a España en el 2011. “Cada día que salgo con la manta pienso lo mismo: ¿Cuándo lo podré dejar?”, dice a la espera de otro trabajo.

La muerte en Salou de un compatriota en un registro policial ha hecho que aumente su necesidad de encontrar una alternativa laboral. “Me ha afectado ese suceso, Mor -nombre del fallecido- podría haber sido cualquiera de nosotros”, critica la invisibilidad en estos casos de la diplomacia senegalesa, “en este tipo de sucesos o cuando mueren compatriotas en pateras no sentimos el apoyo de nuestro país, están desaparecidos”.

Este joven lleva cuatro años vendiendo bolsos falsificados de lunes a domingo en la Puerta del Sol. “Me puedes encontrar a cualquier hora, como no tengo jefe me organizo según el cansancio que haya acumulado el día anterior o las clases de español a las que asisto”. Por cada artículo que vende gana dos euros, el margen que saca tras comprarlos en un chino de Lavapiés (Madrid).

Remarca que no hay ninguna mafia detrás de las mantas. “Cada vendedor compra sus artículos. De hecho cada uno elige lo que quiere vender”, añade Omar (nombre ficticio), senegalés de 36 años que también ha trabajado en la calle: “Lo más frecuente es desplazarse en grupos ya que si sale uno solo es más factible que la policía le decomise la mercancía”.

Famara suele salir a vender con sus compañeros de piso, en su casa todos se dedican al top manta. Reconoce que aunque se desplacen juntos, las redadas son habituales y las agresiones frecuentes: “En Sol, la Policía Municipal nos pega con la porra. En vez de quitarnos la mercancía, prefieren golpearnos”. Vive con seis compatriotas en Lavapiés. Juntos hacen frente al alquiler -cada uno paga 58 euros- y a la comida que compran de forman conjunta, con un bote de 60 euros al mes por persona.

Por su parte, Omar dejó el top manta en el 2012, en cuanto le salió un trabajo para cuidar ancianos. Gracias a ese contrato ha conseguido el permiso de residencia. El presente de Omar es el futuro al que aspiran, según cuentan estos dos senegaleses, la mayor parte de los manteros. Famara también tiene papeles aunque tuvo que volver a la calle, después de que se muriese el señor con el que estaba trabajando.

La rutina del mantero -acostumbrarse a pasar el día huyendo de la policía, a detenciones y a agresiones- ha pasado factura a Omar. Llegó a solicitar en un centro de salud medicación para conciliar el sueño porque la sensación de persecución le impedía dormir. Recuerda que en su primera detención se pasó el día llorando en la celda. “Me pararon cuando volvía de trabajar, no tenía papeles y me detuvieron. El hecho de verme esposado, el sonido de la sirena mientras me llevaban a la comisaría es una situación que no se me va a olvidar en la vida. Nunca pensé que fuese a sufrir momentos así”, cuenta. En su pais, trabajaba como conductor para una ONG. Al llegar a España ansiaba un empleo parecido, pero al no tener permiso de residencia solo pudo acceder al top manta.

Durante los tres años en los que estuvo vendiendo de forma ambulante el número de detenciones fue aumentando. Recorría los bares de Madrid ofreciendo películas y discos, solía repetir horario y emplazamiento, así consiguió clientes fijos. Nunca se imaginó que tras una de esas detenciones, iba a coincidir en la sala judicial con una de las compradoras más fieles que tenía por la zona de Plaza Castilla (al norte de la capital): “Al entrar la magistrada se me quedó mirando. Sabía perfectamente quién era yo, además de ser clienta me invitó a desayunar en alguna ocasión. Cuando me interpeló lo negué todo, incluso rechacé que me dedicase a la venta ambulante”.

Después de ese interrogatorio, nunca le llegó una multa. Años después, Omar sigue en contacto con esta mujer. Con este testimonio -por el que ha pedido no revelar su nombre real- quiere quejarse por la criminalización que sufren los manteros y no los compradores de productos falsificados.

Tras la entrada en vigor del nuevo código penal la comercialización de estos artículos puede ser castigada, según el artículo 153.3, con una pena de prisión de seis meses a dos años. Esta sanción abre la puerta a una deportación, ya que si un inmigrante -aunque tenga papeles- hace frente a sanciones de más de un año se le puede retirar la residencia y ser expulsado del país, según la Ley de Extranjería.

Hasta ahora podían ser castigados con una multa cuando el beneficio obtenido no superaba los 400 euros. Los dos entrevistados han hecho frente a varias. “Las sanciones por venta ilegal varían, pueden ser de 100 a 500 euros. Nos cuesta mucho hacer frente a esas cantidades. Algunos las fraccionan y van pagando mes a mes”, añade el joven senegalés que continúa vendiendo en la calle, “hay casos en los que también se les impone arresto domiciliario. El sancionado debe pasar entre una semana y diez días sin salir de casa. La policía lo controla porque acude a su domicilio a ciertas horas para que firme”.

Al ser preguntados por las ganancias medias mensuales que pueden obtener no aportan una cifra. “Depende de muchos factores. Pero te aseguro que son más los días que vuelvo a casa sin haber vendido que los días que consigo colocar un bolso”, reconoce Famara. Las cuentas del mes pueden descuadrarse también por otro motivo: que la policía les incaute la mercancía. “Es algo bastante frecuente. En esos casos pierdo entre 100 y 150 euros. Nos solemos echar un cable entre nosotros, si hay un mes que a uno le ha ido bien ayuda económicamente al 'paisano' -así se llaman entre ellos- que ha tenido problemas”, añade.

Estos dos compatriotas se conocieron en Madrid, explican que la comunidad senegalesa es muy integradora con los recién llegados. “Aunque hayan venido sin conocer a nadie, si uno de nosotros tiene hueco en su casa, le acogemos. Lo primero que les enseñamos es a vender en la manta porque es la única forma de subsistir si no tienes papeles”, cuenta Omar que tras seis años en España y con el permiso de residencia concedido continúa sufriendo la persecución policial debido a su color de piel, “me continúan pidiendo la documentación y me apartan para solicitarme los papeles cuando estoy en grupos en los que soy el único africano”.

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