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El viaje de Eugenio Sánchez a la cámara de gas nazi

Prisioneros de Mauthausen transportan piedras para la construcción del campo

Carlos Hernández

La suerte de Eugenio Sánchez Rivera parecía haber cambiado por primera vez en los últimos cinco años. Después de dos guerras perdidas y de pasar siete meses en el infierno de Mauthausen, los nazis le habían enviado junto a otros 29 españoles y a 15 deportados holandeses, polacos y alemanes a un lugar conocido como el “Sanatorio para prisioneros de Dachau”.

Todos ellos estaban demasiado débiles o enfermos como para seguir soportando el infernal ritmo de trabajo al que eran sometidos en el campo de concentración. Los SS les habían informado de que, por esa razón, serían trasladados a una clínica para fortalecerse, recuperarse de sus dolencias y poder así volver al tajo lo antes posible. En el listado que los nazis elaboraron con los 45 nombres, se detalla que el cargamento humano estaba formado, exclusivamente, por Häftlinge-Invaliden, prisioneros inválidos.

El corto viaje, de apenas una hora desde Mauthausen, había resultado agradable. Para todos los pasajeros fue una sorpresa comprobar que los alemanes les transportaban en autocar y no hacinados en los habituales camiones militares. En el cómodo asiento, Eugenio no habló con sus compañeros acerca del pasado sino que prefirió especular sobre un futuro que, sin duda alguna, tenía que ser infinitamente mejor. Todo habría sido perfecto si no llega a ser por la densa pintura negra que cubría los cristales del vehículo. A Eugenio le habría gustado contemplar el verde paisaje coronado por las espigadas montañas de este Tirol austriaco que había sido anexionado por el Reich en 1938.

El autocar se detuvo súbitamente junto a un edificio. El conductor se acercó tanto a la puerta que se abría en el grueso muro que los prisioneros apenas pudieron percatarse de cuál era su verdadero destino: el imponente castillo renacentista de Hartheim. Un pequeño grupo de enfermeras y doctores les recibieron con amabilidad y les acompañaron a una sala en la que cotejaron sus datos, les fotografiaron y les hicieron desnudarse. Mientras esperaba que el resto de sus compañeros terminaran todo este proceso para pasar a la ducha, Eugenio repasó su vida y, especialmente, los últimos cinco años en los que no había conocido otra cosa que guerra, hambre, sufrimiento y cautiverio.

Rebelde con causa

Eugenio nació en Cuenca, una de las aldeas que pertenecen a la población cordobesa de Fuente Obejuna. Fiel al espíritu indómito de aquellos antepasados que se enfrentaron a la tiranía del Comendador, Eugenio se negó a someterse a la sublevación golpista liderada por un grupo de generales fascistas en 1936. Durante tres años peleó por defender la democracia republicana hasta que, en febrero de 1939, tuvo que escapar a Francia del ya imparable avance franquista.

Tras pasar por varios campos de concentración en el país vecino, el joven cordobés se alistó en una de las compañías de trabajadores españoles que servían en el Ejército francés. En ella trabajó para tratar, inútilmente, de frenar la ya inminente invasión alemana. Las tropas de Adolf Hitler le capturaron en el mes de junio de 1940. Eugenio fue recluido, junto a otros 750 españoles, en el stalag VIII-C, el campo de prisioneros de guerra de Sagan, situado en la actual Polonia. Allí no eran maltratados, trabajaban en tareas agrícolas y compartían cautiverio con soldados franceses, británicos y holandeses. Todo cambió en el mes de octubre, cuando la Gestapo se presentó en el recinto e interrogó a todos los españoles.

Eugenio, desnudo en la antesala de las duchas de Hartheim, aún siente escalofríos cuando recuerda el rostro inquisitorial de aquel nazi que hablaba fluidamente el español. Fue ese día cuando comenzó realmente su viaje hacia el averno. La Gestapo se limitaba a cumplir la orden dictada por Himmler y por Heydrich tras reunirse en Berlín con Ramón Serrano Suñer, cuñado de Franco y ministro de la Gobernación de “la nueva España”. Los españoles y solo los españoles debían ser deportados a campos de concentración para ser exterminados. Eugenio y sus compañeros fueron apartados del resto de prisioneros; unos días más tarde les subieron a un tren y les enviaron a otro stalag ubicado junto a la localidad alemana de Trier. Allí permanecieron casi dos meses esperando el convoy que les llevó a su destino definitivo: Mauthausen.

Entre las alambradas nazis

Nada más entrar en el campo de concentración fue humillado, golpeado, rapado, desnudado… Los SS le dieron el tristemente célebre traje rayado y le robaron hasta su nombre; Eugenio dejó de existir y se convirtió en el prisionero 3.507. De su estancia en Mauthausen no guarda ni un solo recuerdo agradable. Llegó a finales de enero de 1941 y seis meses después estaba tan débil, tan hambriento, tan enfermo que los SS le trasladaron a Gusen, un subcampo situado a 5 kilómetros en el que las condiciones de vida eran aún más duras e inhumanas.

Solo habían pasado dos semanas desde aquel día pero a Eugenio le pareció toda una vida. En esas pocas jornadas vio morir desfallecidos, apaleados y torturados a varios españoles. Ahora, quiere olvidar todo aquello y pensar en el presente; tiene que recuperarse, ganar peso y estar preparado para soportar la dureza de Mauthausen a donde, sin duda, le volverán a enviar cuando abandone este sanatorio.

El primer paso de su nueva vida ha llegado: es el momento de entrar en la ducha con todos los compañeros. Allí está Víctor Alcojor, del pueblo toledano de Mohedas de la Jara; Bernardo Ruiz, de Alhama de Granada; Jesús Melero, albaceteño de Villarrobledo; el madrileño Manuel Castañeda; el aviador barcelonés Romá Busquets; el coruñés Clemente García; los hermanos Agapito y Crescencio Cuesta, que habían logrado permanecer juntos desde que abandonaron la localidad abulense de Lanzahíta… En total 30 españoles y otros 15 judíos holandeses, “antisociales” alemanes y presos polacos.

Todos ellos solo fueron conscientes de su verdadero destino cuando en lugar de agua, la supuesta sala de duchas comenzó a llenarse de gas. El monóxido de carbono no les provocó una muerte rápida ni indolora. Los gritos y los lamentos en español se prolongaron durante más de media hora. Después, el silencio volvió a reinar entre los muros de Hartheim. Un grupo de prisioneros se encargó de sacar los cadáveres así como de limpiar los vómitos y excrementos que salpicaban el suelo y las paredes de la cámara de gas.

Un Oberscharführer de Mauthausen firmó el falso certificado de defunción de los 45 prisioneros. En él Eugenio fue registrado como fallecido a las 4:41 horas del 29 de septiembre de 1941. El suboficial de las SS consignó a continuación el nombre completo y la dirección de Agustina, la esposa que durante años siguió esperando, día tras día, que su marido regresara a Fuente Obejuna.

**Todos los datos y hechos que se narran en este relato se basan en documentos oficiales, testimonios de los escasos supervivientes y, especialmente, en las declaraciones de los militares, doctores, enfermeras y demás personal que trabajó en el castillo de Hartheim.

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