Hace unos días, en el Acto de Graduación de ESIC Valencia, escuchaba a Francisco Álvarez, Director General de Economía, Emprendimiento y Cooperativismo de la Generalitat Valenciana, quien hablaba en calidad de Padrino de la nueva promoción de profesionales que llega ahora al mercado laboral. Álvarez hacía hincapié en la importancia de las palabras y subrayaba el modo en que un lenguaje liviano puede volver el discurso vacío y volátil, una tendencia desgraciadamente cada vez más persistente, tanto en el mundo de las empresas como a nivel institucional.
Cuando uno emplea un término debe comprender su significado y, en consecuencia, las implicaciones que comporta su uso. Todos debemos asumir las consecuencias del significado de las palabras puesto que la coherencia e integridad últimas deben figurar en el origen de la práctica empresarial y profesional. Sin embargo, refería Álvarez, en múltiples ocasiones encontramos que conceptos importantes se muestran manidos, fuertemente abducidos por el todopoderoso mainstream que, en su recurrencia, llega vaciarlos de significado.
Lamentablemente, en nuestros días es cada vez más común encontrar restos de este grave naufragio. Una perversión tal del discurso sólo es posible desde el nihilismo conceptual. La pérdida de sentido hace que la posverdad asome, irreverente, justo cuando languidece el significado de las palabras y en ese preciso momento en que el contraste de los hechos es perseguido de forma gregaria por el mainstream.
La sostenibilidad, incidía Álvarez a modo de ejemplo, cristaliza en la intersección de tres importantes dimensiones: económica, social y medioambiental. Sin embargo, asistimos a su banalización y a una deliberada alteración de su código de significados. Todo aparece como “sostenible”. Y afirmar que algo resulta sostenible debería suponer, en cambio, unas muy relevantes implicaciones.
Algo similar ocurre también con otros muchos conceptos tales como la responsabilidad social, la misión y visión de una empresa o el propio compromiso de los individuos con unos valores. Los conceptos quedan fríos en la inercia del vaciado de sus significados.
Hablamos en definitiva de valores con efectos reales, ya sean de tipo corporativo o individual, no de valores que se exhiben, cual trofeo.
El sentir colectivo que se articula desde la historia de una empresa configura eso que en management damos en llamar la cultura de una organización. Esa cultura compartida constituye el nexo común que subyace a todo equipo heterogéneo y representa una práctica diaria que posibilita interpretaciones del modo correcto de hacer las cosas en una empresa, mucho más allá del enfoque meramente procedimental: ética y valores.
Nos referimos al savoir faire que, en última instancia, es capaz de potenciar o inhibir la acción de los líderes. No olvidemos que éstos, a su vez, imponen, condicionan y determinan la propia cultura de la organización que dirigen.
El mejor discurso pasa por un buen ejemplo. Acostumbramos a decir que la cultura de una empresa, cada mañana, se come a bocados la estrategia para desayunar, justo antes de empezar la jornada de trabajo, y que después de ello todavía se queda con hambre. Y lo hacemos para ilustrar el modo en que la ausencia de ejemplaridad puede poner las cosas realmente difíciles al diseño estratégico. La integridad y humildad de un directivo, de cualquier profesional, termina siempre refutada frente a un espejo.
Los recursos y capacidades de una empresa deben ser estimulados –explotados los preexistentes; explorados los nuevos- desde la coherencia que une discurso y acción.
Si no se da distorsión entre aquello que se dice y aquello que se hace, surge el compromiso, bien sea de los clientes (fidelización), bien sea del equipo humano (liderazgo). Aparece entonces una capacidad magnética susceptible de generar valor en (y desde) las personas, impulsando a todos los miembros de una organización más allá de sus propios límites.
Recuerdo la poderosa analogía que dibujaba Juan José Millás en su hipnótico “El orden alfabético”. La lenta y dolorosa disolución morfológica del lenguaje hace implosionar la realidad.
En consultoría tenemos la fortuna de aproximarnos con frecuencia a múltiples arquetipos de gestión vivenciados en empresas de todo tipo. Lamentablemente, son muchas las ocasiones en que encontramos que algunos directivos desvirtúan sistemáticamente el lenguaje y alteran la esencia de su discurso, volviéndolo falaz. Se trata de profesionales que llegan a ocupar un rol cuya inconsistencia con respecto a la realidad de sus actos les pone en evidencia y cuestiona seriamente su liderazgo.
En este sentido, los profesores Shalvi, Gino, Barkan y Ayal analizan en un interesante trabajo de 2015 el papel de la justificación egoísta como instrumento de análisis de comportamientos fuertemente alejados del bien y cuyos individuos involucrados se sienten, por paradójico que resulte, moralmente ejemplares.
El vaciado de significados en el uso del lenguaje y, fundamentalmente, la disolución de la coherencia necesaria en el binomino discurso-acción pueden hacer que las justificaciones previas con las que este tipo de individuos redefinen su comportamiento y lo transforman en “excusable” les lleve a exhibir altas valoraciones morales sobre ellos mismos.
Confiemos en que cada uno de nosotros hayamos logado contribuir mediante el ejemplo desde las aulas a que nuestros antiguos alumnos configuren en el futuro estilos de liderazgo que impregnen de integridad la coherencia de sus actos. De ello depende, al menos en parte, el mundo que dejaremos a nuestros hijos.