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The Guardian en español

Vuelven los 'perros de la guerra'

Trabajadores militares privados investigan el lugar en el que estalló una bomba cerca de Bagdad (Irak), en noviembre de 2004

The Guardian

Emine Saner —

Cuando eres soldado en el Ejército, y estás atacando a un enemigo junto a otros soldados, no sabes si ha sido tu arma, tu bala, la que ha matado a alguien. “Preferiría no saberlo”, dice Stephen Friday, que pasó doce años en el Ejército británico antes de convertirse en 2008 en PMC (siglas en inglés de personal militar privado). Trabajó en Irak y en Afganistán. La primera vez en la vida que disparó a alguien y lo supo “fue como PMC”. “Los tiroteos eran mucho más cercanos, más personales”, explica. También más peligrosos. Como soldado, estuvo una vez bajo el fuego durante siete horas en Bagdad, pero como PMC “diría que fue peor”.

“Cuando estás en el Ejército, tienes un ejército detrás de ti. Como PMC, no puedes pedir respaldo, no puedes pedir misiones de apoyo. Sin duda, los peores incidentes que he sufrido han sido como PMC y no en el Ejército”, afirma. Friday ha sido disparado por francotiradores, ha sobrevivido a varias bombas escondidas en la carretera y a un ataque con granada. Una vez, una bala impactó contra el cristal blindado de su vehículo a unos centímetros de su cabeza. “Hubo una época en 2009 en la que, durante unos tres meses, probablemente perdíamos compañeros cada dos o tres días. Era violento, y duro emocionalmente”.

¿Por qué lo hizo? Por dinero, por supuesto. Había épocas en las que podía ganar hasta 10.000 libras al mes (unos 13.000 euros) libres de impuestos. Sus contratos, como muchos de los de los PMC, se hacían deliberadamente para favorecer la evasión fiscal, al limitar la cantidad de tiempo que pasaba en Reino Unido. ¿Cómo se sentiría si le llamaran mercenario? “Me parecería ofensivo”, dice Friday.

“Sin duda había mercenarios ahí fuera. Yo estoy aquí sentado diciendo que lo hacía por dinero y eso es algo que podría sonar parecido a ser un mercenario, pero hay ciertos estereotipos que no se cumplen en mi caso”, explica. Nos reunimos en el pequeño negocio que montó con el dinero que había ahorrado antes de dejar el trabajo en 2014, y a pesar de las primeras impresiones –está lleno de tatuajes, tiene una voz ronca y está cuadrado como una roca–, parece sorprendentemente amable y considerado.

Asegura que había diferencias importantes entre él y la idea estereotipada del mercenario. Se esforzó en integrarse en las comunidades locales y se hizo amigo de compañeros iraquíes y afganos con los que sigue teniendo contacto. Veía el sorprendente comportamiento de otros PMC, en especial de los estadounidenses, y pensaba que al menos no era como ellos. Pero no deja de ser una cuestión de dinero.

“No puedo dar lecciones de moral”, admite mientras se recuesta en la silla. Trabajar de soldado en el Ejército debe de ser bastante fácil para tu conciencia: pienses lo que pienses de la política exterior, la decisión de ir a la guerra la tomaron parlamentarios electos en una votación, se supone que estás protegiendo los intereses británicos y puede haber algún tipo de factor humanitario, aunque sea erróneo. Pero cuando eres PMC haciéndolo por dinero y trabajando en representación de una empresa, ¿eso hace diferente apretar el gatillo? “Sin duda. Como digo, no puedo dar lecciones de moral”.

Esta semana, la organización War On Want publicó un informe que destaca que las empresas británicas dominan la amplia industria militar y de seguridad, que, según se estima, está valorada entre los 100.000 y los 400.000 millones de dólares al año. El sector se disparó a raíz de la invasión de Irak, ganó mucho dinero con las operaciones subcontratadas y fue legitimado por los grandes contratos concedidos por el Gobierno estadounidense. Muchas de las grandes empresas actuales están gestionadas por antiguos altos mandos militares.

El lenguaje se suaviza y se hace más corporativo: se “gestionan” riesgos y “oportunidades” y hay “servicios sobre el terreno”, “contratistas” y “asesores”. También se hacen lavados de imagen: Blackwater, la infame empresa militar estadounidense cuyos empleados abrieron fuego contra civiles iraquíes en septiembre de 2007, mataron a 17 e hirieron a 20, ha pasado por dos cambios de nombre.

“Hicimos nuestra primera investigación sobre esto hace diez años, cuando se desató la locura en torno a Irak y Afganistán”, explica el director ejecutivo de War on Want, John Hilary. “Nos dimos cuenta de dos cosas. La primera: las empresas militares privadas operaban en un vacío legal, no hay ninguna regulación de sus actividades. La segunda: a consecuencia de eso, algunas estaban implicadas en situaciones cada vez más cuestionables”.

“Su función de seguridad se amplió al área de lo que consideraríamos operaciones militares privadas, y se emplearon casi como fuerzas mercenarias en zonas de conflicto. Diez años después, el Gobierno británico ha dicho explícitamente que no está interesado en ningún tipo de regulación (de las empresas de seguridad privada), solo en la autorregulación”, lamenta Hilary. El Gobierno suizo ha prohibido a las empresas de estas características radicadas en Suiza que participen en conflictos.

"Lo que ocurre con los mercenarios es que no tienen cadena de mando, no hay control de lo que hacen", explica un activista. "La acción de esos 'ejércitos' está generando disturbios y desestabilización"

El activista hace referencia a los cientos de combatientes colombianos desplegados en Yemen para luchar junto al Ejército saudí, y a los “soldados de fortuna” sudafricanos de la época del apartheid que se enfrentan a Boko Haram en Nigeria. Considera que es “el regreso a la idea de los 'perros de la guerra', de que puedes llamar a mercenarios para que luchen en cualquiera de los bandos”. “Lo que ocurre con los mercenarios, que conocemos por los testimonios de quienes lucharon en Irak, es que no tienen cadena de mando, no hay control de lo que hacen”, explica. La acción de esos “ejércitos”, afirma Hilary, “está generando disturbios y desestabilización en países que ya tratan de combatir la amenaza de una potencial guerra civil”.

La industria militar privada es muy sensible a ese tipo de críticas. El Grupo de Seguridad en Entornos Complejos fue creado para desarrollar estándares para empresas británicas de seguridad que trabajen en el extranjero. Su comité ejecutivo incluye a representantes de los gigantes del sector, como G4S y el grupo Olive, y del Ministerio británico de Exteriores. Su director, Paul Gibson –exdirector de operaciones antiterroristas en Reino Unido– explica que el mundo de la seguridad privada ha cambiado desde la época de Irak en 2004 y 2005, cuando algunas empresas “operaban de un modo bastante rápido y libre”.

“Ha habido una serie de procesos para llegar a un punto en el que las empresas de seguridad privada responsables están gestionadas y reguladas adecuadamente y tienen los derechos humanos muy en el centro de su modelo de negocio”, afirma. Dice que “hay en marcha una gran cantidad (de procesos) para garantizar que la gente opere de forma apropiada y transparente y se responsabilice de sus acciones”. Señala que eso incluye el Código de Conducta Internacional para los Proveedores Privados de Servicios de Seguridad.

No obstante, ese código es voluntario. Hay algunas que han decidido no firmarlo. ¿Cómo regular lo que hacen? “No puedo. Siempre va a haber empresas deshonestas en cualquier sector económico. Si un cliente está preparado para asumir un riesgo utilizando una empresa privada de seguridad que no está regulada, es problema del cliente. Esa no es para nada la manera en que las empresas británicas privadas de seguridad están operando actualmente”, responde Gibson.

¿No sería mejor una legislación internacional? “Podría ser algo que se alcance en algún momento. No creo que sea sensato hacerlo salvo que lo haga todo el mundo, a nivel global. Hay un par de grupos de trabajo de la ONU explorando este asunto, pero les está costando alcanzar un consenso”.

Le pregunto si entiende por qué algunas personas consideran que las empresas privadas de seguridad son algo desagradable, o incluso abominable, y hace una pausa. “Las personas tienen sus propios puntos de vista. Las empresas privadas de seguridad que operan en este momento están proporcionando un servicio a sus clientes. Sin ese servicio, hay una gran cantidad de comercio y de asuntos gubernamentales que no tendrían lugar”, contesta Gibson.

“Estas empresas están protegiendo a los embajadores británicos que trabajan en lugares del mundo muy complicados, están ayudando a la industria extractiva a llevar a cabo sus negocios lícitos, están garantizando que los barcos puedan atravesar el océano Índico sin ser interceptados por los piratas somalíes. Creo que todo eso es muy meritorio”, añade.

El directivo de una empresa militar privada define el perfil de sus trabajadores como "inadaptados sociales" motivados no tanto por el dinero sino por "la camaradería, estar con gente que piensa como tú, las armas, la aventura..."

John Geddes dirige Ronin Concepts, radicada, como muchas empresas privadas de seguridad, en Hereford (Reino Unido). Ahí tiene su sede principal el SAS (las fuerzas especiales del Ejército) –al menos 46 empresas tienen entre sus empleados a antiguos miembros de esas fuerzas especiales, según el informe de War on Want–. Estuvo en las Fuerzas Armadas durante 22 años, donde fue oficial técnico del SAS, antes de ser PMC en Irak en 2003. En la dramática introducción del libro que escribió sobre esa época, Highway to Hell, Geddes describe vívidamente el momento en el que un vehículo en el que estaba con un equipo de reporteros británicos estuvo a punto de ser atacado por insurgentes que iban en un BMW con los cristales tintados. Él abrió fuego desde el coche con su AK-47 y mató al conductor al instante.

Su empresa se ocupa de algunas operaciones de seguridad, pero principalmente se encarga de formar a combatientes. Más de 1.000 exmilitares han pasado por sus cursos. ¿Qué tienen en común? “En muchos casos son inadaptados sociales que no pueden o no van a encajar en la vida civil”, responde. Suelen ser mayores. “En las guerras luchan jóvenes de 18 y 19 años. El promedio de edad de los PMC está entre los 35 y los 40. En algunas empresas hay un límite máximo de edad: 49 años”, explica.

Geddes insiste en que en realidad no es una cuestión de dinero: “Es la camaradería, estar con gente que piensa como tú, las armas, la aventura, la diversidad de las actividades. Es por eso por lo que lo hacen”. Para muchos soldados, estar en el Ejército se convierte en una parte esencial de su identidad y, cuando se van, están vacíos. “Yo mismo pasé por eso. Este tipo de trabajo es terapéutico. Cuando están de permiso, solo quieren volver”.

El empresario explica que no le gusta el término 'mercenario'. “Como PMC, trabajas en el bando correcto la mayor parte del tiempo. Los mercenarios trabajan para todo el mundo, se van con el mejor postor a un lado o al otro. Esa es mi percepción de un mercenario. La principal diferencia es que el papel del PMC es proteger y salvarse, más que enfrentarse y atacar”, razona.

Friday está de acuerdo, pero dice que no todos los PMC –o las empresas para las que trabajan– lo ven así. Cuenta que las empresas adoptan el estilo y las prácticas de las Fuerzas Armadas, pero eso también promueve una actitud militar. “Sacan hombres de los ejércitos y ellos están acostumbrados a salir en misiones activas, a buscar problemas. (Al ser PMC) seguirán con esa mentalidad ofensiva, aunque deberían pensar en modo defensivo. Nuestro trabajo era defender. Pongamos que eres un cliente: si somos atacados, te metemos en el vehículo y huimos lo más rápido posible. Esa es una misión exitosa”, ejemplifica.

Sin embargo, el trabajo atraía a muchos exsoldados que querían ver más acción. “Era muy de machotes, muy egoísta, y ese no era mi estilo. Todo el mundo tenía que tener la última mira telescópica, la última tecnología. Había quienes solo querían estar guapos con sus equipaciones”, asegura Friday. Había combatientes a los que describe como de gatillo fácil, que buscaban pelea. “Y en esencia nuestro trabajo era salir corriendo, no quedarse y meterse en problemas. Por supuesto, algunas empresas eran responsables de infracciones de disciplina o de las normas de combate (y de promover) una mentalidad ofensiva, al hacer las cosas de una forma tan parecida a la militar”.

Friday dejó su trabajo hace 18 meses. Va a cumplir 40 años en los próximos meses y ha pasado casi la mitad de su vida en algún tipo de empleo militar. En ese tiempo ha experimentado –y provocado– actos de violencia extrema. Admite que, como personal privado, “se vivía bien; por muy arriesgado que fuera, merecía la pena en términos económicos”.

Pero hay otros costes. Sabía que, cuanto más tiempo estuviera haciéndolo, llegaría un día en el que se le acabaría la suerte, así que se cansó y se desilusionó. Pensó que la guerra nunca debería haber empezado. “Se ganan grandes cantidades de dinero en las empresas militares privadas y esa gente tiene sus intereses políticos, como cualquier empresa”, afirma. “La guerra es dinero, la guerra es beneficio”.

NOTA: Algunos nombres han sido modificados.

Traducido por: Jaime Sevilla

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