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Opinión - ¿Misiles para qué? Por José Enrique de Ayala

The Guardian en español

La victoria de Donald Trump empezó a gestarse en Reino Unido en 1975

La exprimera ministra británica Margaret Thatcher y el expresidente estadounidense Ronald Reagan, en una imagen de 1990.

George Monbiot

La victoria de Donald Trump empezó a gestarse en el Reino Unido en 1975. En un encuentro que tuvo lugar pocos meses después de que Margaret Thatcher se convirtiera en la líder del Partido Conservador, uno de sus colegas, o eso es lo que cuenta la leyenda, intentaba explicar los valores que conforman la esencia del conservadurismo. Thatcher abrió su bolso, sacó un libro muy manoseado y lo tiró encima de la mesa. “Esto es en lo que creemos”, dijo. Así empezó una revolución política que transformó el mundo.

El libro en cuestión no era otro que Los fundamentos de la libertad, de Frederick Hayek. Su publicación en 1960 propició que una ideología que era honesta, aunque también extrema, se convirtiera en un absoluto fraude. A este nuevo pensamiento se le llamó neoliberalismo y consideraba que la competición es el elemento que define las relaciones humanas. El libre mercado propiciaba una jerarquía natural de ganadores y de perdedores; los humanos no podrían haber diseñado o planificado un sistema más eficiente que este. Todo lo que frenara este proceso, como por ejemplo, impuestos demasiado elevados, regulaciones o la actividad de los sindicatos, era contraproducente. Los emprendedores debían gestionar sus negocios con total libertad para así crear una riqueza que nos beneficiaría a todos.

Esta fue la idea inicial. Mientras Hayek escribía los últimos capítulos de Los fundamentos de la libertad, los multimillonarios daban generosas cantidades de dinero a la red de lobistas y de pensadores que él había creado, ya que se percataron de que esta doctrina les permitía defenderse de la democracia. Parece ser que no todos los elementos del programa neoliberal beneficiaban sus intereses. Allí estaba Hayek para solucionarlo.

El libro arranca con la descripción más limitada de la noción de libertad: la ausencia de coerción. Rechaza nociones como la libertad política, los derechos universales, la igualdad de todos los seres humanos y la distribución de riqueza por considerar que restringen las acciones de los ricos y poderosos y vulneran la ausencia de coerción que él propugna.

La democracia, en cambio, no es un valor absoluto o final. De hecho, para que esta libertad sea posible, es necesario evitar que la mayoría decida por su cuenta el rumbo político o social.

Los ricos como valor social y cultural

Este razonamiento se justifica con la heroica promesa de extrema riqueza. Consiguió unir la élite económica, que gasta dinero en nuevos proyectos, con filosóficos y científicos pioneros. De la misma forma que un filósofo político es libre de pensar lo impensable, las personas extremadamente ricas son libres de hacer lo que quieran, al margen de la opinión pública o de los intereses de los ciudadanos.

Los inmensamente ricos son como exploradores que se atreven con nuevos estilos de vida y que abren nuevos caminos para que el resto de la sociedad les siga. Para que la sociedad progrese, estos seres independientes tienen que poder ganar todo el dinero que deseen y hacerlo como consideren oportuno. Todo lo que es beneficioso y útil tiene su origen en la desigualdad. No debe existir una conexión entre el mérito y la recompensa, ni una distinción entre los ingresos ganados con el esfuerzo y los ganados por otras vías, ni límites a los alquileres que puedas cobrar.

La riqueza heredada tiene más utilidad social que la ganada: los ricos ociosos no tienen que trabajar y pueden dedicar su tiempo y energía en influir sobre el pensamiento, las opiniones, los gustos y las creencias. Así que incluso cuando parece que gastan con el mero propósito de presumir ante los demás, lo cierto es que lo están haciendo para marcar tendencia.

Hayek suavizó sus críticas contra los monopolios y endureció su discurso contra los sindicatos. Arremetió contra la fiscalidad progresiva y contra los intentos de los países por mejorar el bienestar de sus ciudadanos. Insistió en el hecho de que hay muchos motivos de peso para negar una salud pública universal y restó importancia a los esfuerzos por conservar los recursos naturales. A nadie medianamente informado debería sorprenderle el hecho de que Hayek fuera distinguido con el premio Nobel de Economía.

Los patrocinadores de la ideología

Cuando Thatcher dejó caer su libro encima de la mesa ya había proliferado en un lado y otro del Atlántico una extensa red integrada por grupos de opinión, lobistas y académicos que promovían las ideas de Hayek y que estaban financiados por los hombres de negocios y las empresas más importantes del mundo, entre los que se incluían DuPont, General Electric, la cervecera The Coors, Charles Koch, Richard Mellon Scaife, Lawrence Fertig, el fondo William Volker y la Earhart Foundation.

Los pensadores que patrocinaron el neoliberalismo supieron utilizar de forma brillante la lingüística y la psicología. Supieron encontrar las expresiones y los argumentos necesarios para que este canto de Hayek a la élite se convirtiera en un programa político con posibilidades entre la población.

Thatcher y Reagan no son los arquitectos de nuevas ideologías, simplemente son dos rostros visibles del neoliberalismo. Sus recortes fiscales masivos a los más ricos, su agresividad con los sindicatos, sus recortes de programas de acceso a viviendas sociales, la desregularización, la privatización, la subcontratación y los concursos para la gestión de servicios públicos son propuestas de Hayek y sus discípulos. Sin embargo, el gran logro obtenido por su red no fue conseguir el aplauso de la derecha sino convencer a sectores que representaban todo aquello que Hayek detestaba.

Bill Clinton y Tony Blair tampoco supieron elaborar un discurso propio. En vez de crear un nuevo discurso político, creyeron que bastaba con crear un discurso “triangular”. En otras palabras, se quedaron con algunos de los argumentos que sus partidos habían defendido en el pasado, los mezclaron con algunos que defendían sus rivales y crearon así una “tercera vía”.

Inevitablemente, la abrasadora confianza del neoliberalismo tuvo un poder de atracción mayor que el de la estrella agonizante de la socialdemocracia. El triunfo de Hayek es evidente en muchas de las medidas que se impulsaron: desde la decisión de Blair de dar más alas a la financiación privada a la derogación por parte de Bill Clinton de la Ley Glass-Steagal, que establecía una separación entre la banca de inversión y los bancos comerciales.

Y a pesar de su carisma y tacto, Barack Obama, que tampoco tenía un discurso original (exceptuando su esperanza) también fue convenientemente guiado por algunas voces muy convincentes.

El peligro de la desafección

Ya lo advertí en abril: la primera consecuencia de estas políticas es la sensación de impotencia del ciudadano y la segunda, la desafección. Si la ideología dominante no permite que el gobierno mejore la sociedad, ya no puede dar una respuesta a las necesidades de su electorado. La política pierde la relevancia que tenía en las vidas de los votantes y se convierte en algo que solo afecta a una élite remota.

Esta desafección con la clase política puede derivar en rechazo. Los hechos y los argumentos son eclipsados por eslóganes, símbolos y sentimientos. El hombre que ha impedido que Hillary Clinton llegue a la Casa Blanca no es Donald Trump sino el marido de la candidata, Bill Clinton.

Lo más paradójico es que quien ha sabido aprovechar este rechazo contra el neoliberalismo es el tipo de hombre que Hayek admiraba. Trump, cuyas propuestas no se enmarcan en una única ideología política, no es un neoliberal clásico. Sí encarna al “hombre independiente” de Hayek: heredero de una fortuna, libre de ataduras morales, cuyos gustos podrían convertirse en tendencias a seguir.

Los pensadores neoliberales están al acecho para cazar a este hombre de pensamiento hueco. Trump es como un gran recipiente vacío que podría ser rellenado con las ideas de aquellos que saben lo que quieren. Lo más probable es que termine por destruir las últimas iniciativas que muestran nuestra decencia como seres humanos, como por ejemplo el acuerdo para frenar el calentamiento global.

Los que son capaces de crear una narrativa común controlan el mundo. Los políticos no han sido capaces de elaborar un discurso que esté a la altura. Ahora, el nuevo reto es ser capaz de explicar qué significa ser humano en el siglo XXI. Tiene que ser un discurso capaz de atraer a los votantes de Trump, a los de UKIP y a los seguidores de Clinton, Bernie Sanders o Jeremy Corbyn.

Algunos de nosotros creemos saber cómo debería empezar este discurso. Todavía es demasiado pronto para avanzar acontecimientos pero, como han constatado la psicología moderna y la neurociencia, la esencia de este discurso tiene que girar en torno al hecho de que los humanos, a diferencia de otros animales, son seres sociales y altruistas.

El neoliberalismo promueve el individualismo y un comportamiento que solo vela por los propios intereses, y es contrario a la naturaleza de los seres humanos. Hayek intentó explicarnos como somos. Se equivocó. Y el primer paso para deshacer este entuerto es reivindicar nuestra humanidad.

Traducción de Emma Reverter

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