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El Efecto Netflix: ¿aldea global o narcisismo?

'House of Cards', una de las series que no verás en Netflix España

Andrew Smith

No se puede hablar de medios de comunicación ni de tecnología sin hablar de Marshall McLuhan, el intelectual canadiense que luchó por la fama contra Warhol, Lennon o el gurú del ácido Timothy Leary durante los años 60. Su carrera comenzó a principios de los 50, pero ganó notoriedad en 1962 con la publicación de La Galaxia Gutenberg: génesis del homo typographicus y luego aún más con el extraordinario libro Comprender los medios de comunicación: las extensiones del ser humano, en el que introdujo su máxima más famosa: “El medio es el mensaje”.

La escritura de McLuhan estaba repleta de alusiones y metáforas: citaba libremente a Shakespeare, Joyce y Yeats (“El mundo visible ya no es una realidad y el mundo oculto ya no es un sueño”), y no le tenía ningún miedo a la ambigüedad. Sin embargo, en ese tapiz de ideas había algo tan elegante y elástico que todavía hoy recorre fácilmente el camino iniciado entonces: una teoría unificada de los medios de comunicación que describe nuestra relación con la tecnología en una sola frase, el E=mc2 de la era de la información. El medio es el mensaje.

McLuhan comenzó con un pensamiento simple y luego lo desarrolló de forma sorprendente. Su esfuerzo imaginativo supuso la visión de los medios de comunicación como “extensiones de nosotros mismos”, cuya importancia principal no es modificar lo que sabemos sino nuestra relación con el mundo y el proceso según el cual actuamos en él: cómo pensamos, cómo nos comportamos, qué soñamos y cómo nos conectamos con otros seres humanos. El medio es su propio mensaje, posibilitando y conteniéndose a sí mismo. “Moldeamos nuestras herramientas y éstas a su vez nos moldean a nosotros”, decía.

En medio del aire viciado y alucinatorio de 2016, he pensado mucho en McLuhan, y nunca tanto como en las semanas previas a las elecciones estadounidenses, cuando la confluencia de dos eventos aparentemente no relacionados de pronto me pareció significativa. Primero, un candidato a la presidencia amenazó con no reconocer el resultado de las elecciones si resultaba perdedor, abriendo así una puerta a la desobediencia civil y a la violencia para algunos de sus seguidores. Estoy trabajando en Los Ángeles y el escuchar esto me recordó que dos estadounidenses por separado me manifestaron su compasión hacia mí por tener que vivir bajo la ley islámica de la sharia en el Reino Unido, porque Birmingham supuestamente está ahora bajo el poder del Estado Islámico y Jason Statham. Cuando les expliqué que, a menos que esto haya sucedido en los días desde que yo me fui, esto no era cierto, me miraron fijo a los ojos e insistieron con que sí lo era; con que yo, que vivo en el Reino Unido, estaba equivocado.

¿Cómo podía encontrarle sentido a esto? Tras varias preguntas, descubrí que la fuente de información de estas personas había sido el canal Fox News y sitios web como Breitbart, las mismas fuentes que conforman la visión del mundo de Trump, medios de noticias que yo no usaría como fuente confiable ni para preparar un moccachino descafeinado con canela peruana, ni para comprar un arma.

Luego escuché que Netflix, la empresa estadounidense de entretenimiento online conocida por haber producido House of Cards y Orange is the New Black, había sacudido el mercado de valores al anunciar un enorme e inesperado aumento del número de abonados durante el tercer trimestre de este año. 3,2 millones de esos nuevos abonados están fuera de Estados Unidos, muchos en el Reino Unido. A fines de 2015, 5 millones de hogares en el Reino Unido pagaron la suscripción a Netflix, una cifra que se estima que se duplicará en 2020. La mayor parte de los abonados son estadísticamente jóvenes y de las clases media-alta y alta, según el Broadcasters’ Audience Research Board.

Alabado sea Don (Draper), pensé. Cuando estoy en Estados Unidos, lo único que veo es Netflix y sus competidores HBO, Amazon, AMC y Hulu. En el Reino Unido, son casi lo único, ya que incluso los intentos de la BBC de asumir riesgos fracasan ante una audiencia fragmentada, la presión política y la obsesión concomitante con tener el culo en la silla. Y esto es bueno, ¿no? Las personas con la suficiente educación, perspectiva y experiencia como para buscar originalidad y factor sorpresa en los medios de comunicación tienen dónde dirigirse. Y la gente que prefiere la comodidad de la previsibilidad, también tiene su lugar. A nivel personal, ¿cómo podría alguien lamentarse de una situación que produjo una “era dorada” de series de televisión y un abanico de distintas opciones de entretenimiento en el que todo el mundo encuentra exactamente lo que quiere?

Pero si nos alejamos un poco, el panorama es más complejo. McLuhan, que era un entusiasta de la “nueva interdependencia electrónica” vio cómo se creaba la televisión y luego internet. La “aldea global”, según sus pronósticos, recrearía la intimidad y la sensación de comunidad que habíamos perdido en la alienación de la era mecánica, hasta que el “tiempo” se detuviera, el “espacio” se esfumara y viviéramos en un “mundo simultáneo”. Esto tenía sentido con las transmisiones televisivas: se cree que las primeras fotos satelitales de la famosa ofensiva del Tet modificaron la opinión pública contra la guerra de Vietnam en 1968 y el primer aterrizaje lunar al año siguiente no habría causado el mismo impacto de no ser por la televisión.

Las personas tenían que compartir las pocas señales televisivas, tolerando los programas que no les gustaban y reuniéndose a ver sus preferidos. La mayoría de la gente los veía juntos, aunque normalmente eran una basura . De vez en cuando los espectadores se sorprendían con programas que no pensaban que les gustarían, estableciendo nuevas conexiones cerebrales con otras personas.

La calidad y la amplitud de lo que miramos en 2016 es infinitamente mejor, pero el panorama general de la experiencia quizá no lo sea. Somos cada vez más extraños los unos con los otros y en retrospectiva esto no debe sorprendernos. Cuando comenzó a usarse el internet anterior a las páginas web a fines de los 80, se proclamó que existiría un flujo global de información y conocimiento. Pero si le preguntas a los que usaron internet en esos tiempos, la mayoría te dirá que lo maravilloso era poder comunicarse con gente de distintos sitios que pensaban igual que ellos, sin restricciones geográficas.

Si eras un fan del jazz avant-garde en Billericay, podías encontrar otros aficionados con quienes hablar, hasta crear tu propia “comunidad” virtual. Y al no necesitar un espacio físico, no tenías que dejar el tuyo, no tenías que interactuar con nadie que no quisieras. Veinticinco años más tarde, los algoritmos de la red te suministran material basado en tus elecciones pasadas, sin noción de futuro, de crecimiento ni de desafío. Estamos siendo constantemente reafirmados, y nos sentimos bien, hasta que nos encontramos en el lado puntiagudo del Brexit.

Ya no quedan dudas de que durante estas dos décadas y media, esta atomización nos ha cambiado —el medio es el mensaje—, ayudando a crear un ambiente en el que fenómenos aparentemente desconcertantes como el Brexit y Donald Trump, y el mensurable aumento del narcisismo son perfectamente lógicos, si no inevitables. De hecho, el provocador documentalista Adam Curtis fue un paso más allá, sugiriendo en su nuevo documental HyperNormalisation que la nueva tecnología, lejos de haber causado la fragmentación que vemos y sentimos, simplemente ha amplificado un modelo de “individualismo radical” que se estaba desarrollando desde fines de los sesenta y que ahora es dominante. Según este modelo, una reacción comprensible al mal uso del poder por parte de los líderes de los 50 y 60, la verdad hacia uno mismo se convierte en la verdad única y definitiva, con la expresión personal como transmisor y la preferencia personal como único árbitro.

Se dice que con las nuevas tecnologías podemos anticipar lo positivo pero estamos ciegos ante lo negativo. ¿Puede la elección personal ser algo negativo? Cuando me senté a escribir mi libro Moondust, que me llevó a contactar con los (entonces) nueve hombres vivos que han caminado sobre la superficie de la luna, una de mis preguntas fue por qué algunos de ellos se habían retirado al regresar a la Tierra, dedicándose a nuevas carreras encantadoramente sorprendentes, y otros no.

En retrospectiva, creo que aquellos que veían sus logros no como éxitos individuales sino como la parte visible de un esfuerzo colectivo y compartido fueron más capaces de integrar sus experiencias en sus vidas de forma productiva. Así que, en mi opinión, el sentimiento más empoderador y liberador que puede tener un ser humano es sentirse parte de algo más grande que ellos mismos, algo que los vuelve menos importantes como individuos, con todo lo que implica respecto de la limitación de las elecciones personales.

Traducido por Lucía Balducci

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