Es un escándalo que las mujeres irlandesas se enfrenten a la cárcel por abortar
El 30 de marzo Donald Trump declaró que las mujeres que abortan ilegalmente deberían ser sancionadas. El mundo gritó de incredulidad. Un dedo global señaló esas palabras, las mujeres republicanas le retiraron su apoyo. Anoche, menos de una semana después, Trump perdió las primarias en Wisconsin, una contienda que hace menos de ocho días, esperaba ganar sobradamente.
El lunes 4 de abril, una mujer joven de Irlanda del Norte fue condenada por un un juez del Tribunal de Belfast por tener un aborto. El mundo entero sacó sus uñas.
Todos entendemos que en lugares distintos las mismas historias tienen diferente peso en las noticias. Pero Estados Unidos y Reino Unido son dos mundos muy cercanos. Nos gustan las mismas películas, leemos los mimos libros, compartimos las mismas ideas de belleza. A veces incluso nos reímos por las mismas cosas. Y atesoramos el mismo sentido de la humanidad. A ambos lados del Atlántico la idea de los derechos humanos, de la autonomía de la mujer y del derecho son fundamentales.
Sin embargo, en Estado Unidos un bufón, incluso un bufón que es el candidato favorito del Partido Republicano, puede terminar arruinando todas sus posibilidades no por alguna de sus absurdas respuestas sobre, digamos, inmigración, sino por el ultraje que supone para los miembros de su partido una propuesta tan descabellada como que una mujer no pueda tener el control de su cuerpo.
En una parte del Reino Unido, un país donde la gran mayoría de las mujeres ha disfrutado de su derecho al aborto durante cerca de 50 años, una chica casi adolescente, desesperada y sola, compra pastillas en Internet para provocarse un aborto y ahora tiene una condena criminal y una sentencia suspendida por dos años.
Los abortos en Irlanda del Norte están regulados por una ley elaborada en 1861. No ha habido ningún cambio desde entonces. En 2013 apareció una nueva guía para doctores y otros trabajadores sanitarios. Esta tuvo un efecto tan negativo en la provisión de servicios de interrupción del embarazo –que estaba disponible en muy pocas circunstancias– que el número de médicos que los practicaban se derrumbó. Se les advertía de que si se consideraba que habían quebrado la ley se enfrentarían a una pena de cadena perpetua. Hace dos años el número había bajado ya a 51 profesionales, y en el último con datos disponibles, la cifra era de apenas 16.
Hace 15 días se publicaron nuevas directrices para médicos sobre el aborto, ligeramente más liberales. Estas quizá, aunque no sea su intención, reduzcan el número de mujeres que se ven obligadas a viajar a Inglaterra para poder abortar. Es un paso en la dirección correcta, pero muy, muy pequeño.
El estado de las leyes del aborto a los dos lados de la frontera irlandesa son un insulto para las mujeres de todo el mundo. Y resulta más extraordinario cuando estas conviven en sociedades cada vez más prósperas y abiertas al exterior. Es un escándalo que miles de mujeres sean degradadas a un costoso y solitario viaje por mar o aire hacia Inglaterra, apoyadas solo por generosos y y valientes voluntarios. O se enfrentan a lo anterior, o corren el riesgo de ser perseguidas por adquirir fármacos para inducirse un aborto.
Es un insulto para la autonomía de las mujeres, para nuestro derecho a decidir, para nuestra libertad. Pero también es un insulto la misma idea de la ley. ¿No hay un nombre para describir aquellos países donde se permite que los prejuicios religiosos dicten la ley? ¿Algo así como teocracia?
Traducido por Cristina Armunia Berges