Jeremy Corbyn debería seguir el ejemplo de Bernie Sanders y apostarlo todo
Dejen a Corbyn que sea Corbyn. Lo que está dando en este momento es un espectáculo lastimero. Pretender que va a ser el próximo primer ministro no le funciona. Ni siquiera le alcanza para aparentar que lidera el laborismo. Y creer que Jeremy Corbyn es “la negación de Theresa May” es Michael Foot para principiantes [Foot fue el líder laborista bajo cuyo mandato el partido obtuvo una derrota histórica frente a Margaret Thatcher en 1983).
Hace dos semanas, Corbyn pronunció un dinámico discurso de apertura para sus seguidores londinenses en el centro de conferencias Church House (Westminster). Aquello fue Bernie Sanders puro. Cargó contra los ricos, acusó al establishment de “escribir sus propias reglas”; invocó a Kier Hardie (fundador del partido laborista) y ridiculizó a los medios de comunicación laboristas y al “sistema amañado”, sea lo que sea que eso signifique. Una actuación con muchas promesas y ninguna política: irresponsable, salvaje y en absoluta comunión con su audiencia.
Corbyn se convirtió esta semana en una cámara de eco donde resonaban frases como “programas completamente presupuestados”, “pilladas” a los conservadores en sus mentiras, y diez mil policías. Su responsable de Asuntos Exteriores, John McDonnell, balbuceaba números; su responsable de Interior, Diane Abbott, alcanzaba uno de esos momentos de suma cero; y Corbyn estaba atascado entre un micrófono y una pared de ladrillos: en su tono monocorde tuvo que pedir apoyo a sus colegas. Aquello tenía tanto que ver con la política como el avistamiento de trenes.
Dudo mucho que a los votantes les importe un pimiento cuánto cuesta un policía o a cuántos médicos equivalen los impuestos corporativos. Enfrentamos la perspectiva de una semana con manifiestos partidarios llenos de promesas descabelladas en las que los votantes no creen, aunque todavía tienen el poder de limitar a futuros ministros de Exteriores. Promesas que deberían ser revisadas por la Oficina de los Presupuestos Responsables y adjuntar una advertencia: “Tan viable como lo permitan los recursos”. Los manifiestos son las fake news de las elecciones.
La principal y evidente lección de la nueva política no es la importancia cardinal de la personalidad. Eso ya lo sabemos. La lección es que ahora se prescinde del partido. Los políticos profesionales detestan esa idea, porque vuelve superfluos sus esfuerzos electorales. Una vez, el sociólogo electoral de la Universidad de Oxford David Butler intentó persuadir a los dos grandes partidos para que no hicieran campaña en ciertos distritos, a ver si había o no alguna diferencia. Pero ninguno se atrevió a seguir su consejo: los dos se quedaron cuidando a sus votantes por miedo de que fuera peor si no lo hacían.
Tony Blair ganó las elecciones para el partido laborista siendo él mismo, un “no laborista”. El partido perdió cuando presentó líderes poco viables como Neil Kinnock, Gordon Brown y Ed Miliband. Los conservadores también perdieron con los débiles (William Hague y Michael Howard) y ni siquiera lo intentaron con Iain Duncan Smith.
Esa tendencia se ve reforzada ahora por el derrumbe de los partidos tradicionales. La cantidad de votos para los partidos que ganan las elecciones en Europa se ha desplomado. En los años cincuenta en Reino Unido, los conservadores y los laboristas se llevaban el 97% de los votos. Ese porcentaje apenas araña el 60% hoy. Aquella frase que comenzaba con un 'yo siempre voto' hace tiempo que murió, como demostraron el partido Ukip y el Brexit.
En las últimas elecciones francesas, el apoyo a los partidos tradicionales se desintegró. La mitad del voto fue explícitamente para candidatos anti establishment. Aproximadamente un 10% de los que apoyaron a Bernie Sanders en las primarias votaron a Donald Trump en noviembre. Al parecer, les gustaba su postura anti establishment.
Esta es la narrativa de la nueva política. A los votantes les gustan los candidatos auténticos, con personalidad y directos. En el Reino Unido le hicieron el juego (un rato) a Ken Livingstone, Boris Johnson, Nigel Farage y Alex Salmond: todos políticos que parecían hablar de una forma sencilla, sin clichés, sinceros y divertidos (aunque en verdad no lo fueran). Como señaló el piscólogo estadounidense Jonathan Haidt, los votantes ya no buscan a alguien que defienda sus intereses sino una combinación de cualidades. Una de las cosas que sí les gustan es que sea alguien con el que compartir una barbacoa o un ascensor. Ahora hay que pasar el test 'es uno de los míos'.
Cuando el partido laborista ofreció a Corbyn a su electorado estaba eligiendo a un rebelde de izquierdas, partidario del desarme nuclear y de las campañas contra la guerra. Un hombre de Islington (municipio pobre del norte de Londres)
con barba, suéter, bici y casco que siente un desprecio profundo por el dinero, el poder y los privilegios. Imposible que se hiciera uno con sus compañeros en el parlamento. Tan imposible como que lograra unir al partido laborista, una tarea similar a la de reparar el Sacro Imperio Romano. Aún así, lo eligieron.
Cuando de repente se anunciaron en abril las elecciones, un escenario posible habría sido que Corbyn rompiera la disciplina y apoyara pactos locales electorales para enfrentar a los conservadores. El argumento que podían haber usado Caroline Lucas (Los Verdes) y otros líderes para defender una alianza progresista de ese tipo era incontestable: en 2015, el 49% de los votantes dio su apoyo a partidos más o menos progresistas, incluyendo al laborista, los Liberal Democrats (Demócratas Liberales) y los nacionalistas. Sin embargo, llegan las elecciones y se enfrentan unos a los otros como rivales.
El resultado es que entre 40 y 50 escaños que podían haber ido para un candidato progresista terminaron en manos de los conservadores. Entonces, como ahora, ganó el sentido de tribu en Westminster. Por hacerse los machos el laborismo exigió “disputar todos los escaños del país”. Al parecer, eso era más importante que quitarle a los conservadores una mayoría potente (ni hablar de ganar las elecciones).
Pero a Corbyn le quedaba una estrategia posible y era imitar la de Sanders y Trump: “dejar a Jeremy que sea Jeremy”. En este enfoque, incluso era una ventaja tener pocas posibilidades de ganar. Los votantes de perfil liberal o progresista podrían abandonar el pragmatismo y “votar con el corazón”. Si el politólogo Paul Collier está en lo cierto, y ser de izquierdas es “una manera sencilla de sentirse moralmente superior”, ¿por qué no mimar entonces la moral de la gente?
Corbyn debería olvidarse de lo que piensa hacer en el poder o de lo que dice su manifiesto. Tiene que apostarlo todo. Provocar la indignación moral, proponer el desarme nuclear y el fin de las guerras neo-imperiales. Atacar los salarios de los gerentes, los irracionales subsidios a la energía y los proyectos de infraestructura de líderes vanidosos. Pedir la renta universal, la reforma de las prisiones y la legalización de los drogas. Sensata o no, la lista se puede hacer perfectamente. Pero en las elecciones es raro escuchar las ideas radicales porque los políticos tienen miedo a asustar a los caballos que tiran del centro. Lo único que nos dan son estadísticas sobre policías, enfermeras y escuelas.
Mi impresión es que Corbyn es apasionado y cree en lo que dice. Son los nuevos blairistas de su propio partido los que desaprueban su pasión. No me interesa saber qué haría el laborismo “si llegase al poder”, porque incluso si llega es poco probable que lo haga. Pero sí me gustaría saber cuáles son las fuerzas que mueven a su líder, qué le importa, cuál sería su respuesta ante determinados acontecimientos. Me gustaría que Corbyn piense lo que no se puede pensar.
Sólo hay que recordar a aquel simpatizante de Trump en desacuerdo con todo lo que el republicano decía. “Es uno de los míos”, dijo. Ríanse o acéptenlo, pero estas son las personas que hoy están ganando las elecciones. Corbyn debería darle con todo y mostrarnos quién es de los suyos.
Traducido por Francisco de Zárate