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The Guardian en español

Odio a Trump y a Farage, pero sobre el libre comercio tienen algo de razón

Cabecera de la marcha contra el TTIP y CETA, en el Paseo del Prado de Madrid

Aditya Chakrabortty

Cómo fruncen el ceño. Cómo fulminan a base de críticas. Cómo amenazan. Durante décadas, los presidentes y los primeros ministros, los legisladores y expertos han dicho a los votantes que solo hay una dirección de viaje: el libre comercio. Ahora llegan el Brexit y Donald Trump, y la horrible sospecha de que la sociedad ya no se lo traga. Así es cómo se desbarata un proyecto de la élite. Y la élite no sabe qué hacer, aparte de forzar a que la sociedad siga escuchando.

El mes pasado en Washington, apenas podías mover un dedo sin que los directores del FMI, del Banco Central y de la Organización Mundial del Comercio alertasen de que el libre comercio estaba en peligro mortal. La semana pasada en Otawa, mientras cientos de miles de europeos se manifestaban en contra del tratado con Canadá, el primer ministro canadiense Justin Trudeau se preguntó: “Si Europa no es capaz de firmar un acuerdo comercial progresista con un país como Canadá, entonces, ¿con quién piensa Europa que podrá hacer negocios en los próximos años?”.

[El viernes Canadá anunció la ruptura y el fracaso de las negociaciones por el CETA]

Sus seguidores en la prensa han abandonado la pretendida corrección política liberal por una vergonzante hipocresía. ¡Las hordas malvadas vienen a por nuestro internacionalismo! Como si el internacionalismo fuese poco más que vuelos de primera clase y la libertad de colocar productos financieros en las diferentes franjas horarias. The Economist golpea en su portada a los manifestantes antiglobalización con el titular: “¿Por qué están equivocados?”. Nótese el uso del “ellos”, con sombra de puente levadizo siendo levantado precipitadamente . Quizá lo próximo sea: “¿Por qué no nos podemos hacer con el 99% que nos merecemos?”. 

Estoy totalmente de acuerdo en que Nigel Farage y Trump son grotescos. Pero los que defienden los acuerdos de libre comercio venden sus propias falsedades. Han insistido en que lo negro es blanco, incluso cuando los votantes imploran discrepar. En sus salas de seminarios, en sus estudios de televisión, en sus oficinas de Ginebra, han perpetrado la artimaña ideológica que iguala el internacionalismo con el libre comercio y la globalización con el descontrolado poder corporativo.

El resultado ha sido miseria para los trabajadores desde Bolton a Baltimore pasando también por Bangladesh. Pero también ha dejado a los tecnócratas con sueldos de seis cifras que supervisan nuestro sistema económico impulsando una idea zombie. Porque eso es en lo que el libre comercio se ha convertido: una idea que pierde vida y significado pero que tropieza con la falta de sustitución. Tenemos una globalización para banqueros pero no para los niños que huyen de las bombas de Siria. Tenemos seguridad para los inversores pero no para los trabajadores.

Para ver lo devastada que está la noción de libre comercio, mira el acuerdo entre Canadá y la Unión Europea que está siendo votado por los parlamentarios europeos. Se llama Acuerdo Integral de Economía y Comercio (CETA) y el hecho de que apenas sea visible se diluye, en parte, gracias a la filtración de documentos, lo cual obligó a la Comisión Europea a abrirse. Esto después de que se llevasen a cabo las negociaciones en secreto durante cinco años, incluso escondiendo las directivas a millones de ciudadanos afectados.

El CETA se ha considerado como “la puerta de atrás del TTIP”, la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión, el cual colapsó este verano en medio de la oposición social tanto en Europa como EEUU. Como el TTIP, el CETA incluye el sistema de solución de controversias entre inversores y Estado, mecanismo que da a las grandes empresas el poder para demandar a los gobiernos, incluyendo demandas por beneficios que todavía no han obtenido. Una multinacional estadounidense con una oficina en Canadá (casi todas) podría demandar a los británicos por incorporar leyes que les hagan perder dinero. Fue el mecanismo que el gigante tabaquero Philip Morris utilizó para demandar al gobierno de Australia por eliminar el diseño de las cajetillas. En esta ocasión, la empresa tabaquera no tuvo suerte, pero costó cuatro años de cara batalla legal.

Se solía ver el libre comercio como una manera de atajar el proteccionismo. Ahora trata de proteger a las grandes empresas y va en contra de la sociedad. Si los populistas cogen una situación compleja, ofrecen una respuesta simple y alertan a cualquier inconformista de espantosas consecuencias, entonces los defensores del libre comercio son también culpables de populismo. Con el CETA o el TTIP, esto funciona así: si el acuerdo sigue adelante, entonces las economías crecerán, habrá más puestos de trabajo y una creciente marea impulsará a todos los barcos, desde los súper yates hasta a las balsas de goma. Esto es prácticamente lo que los políticos tradicionales europeos –tanto los de izquierdas como los de derechas– y sus autoridades están diciendo sobre el acuerdo con Canadá.

En la historia económica, no importa que los grandes ganadores –Estados Unidos a principios del siglo XX o China ahora– sean aquellos que rompen las reglas del libre comercio. No importa que las previsiones reales del CETA mostraran que las ganancias serían relativamente escasas. No importa que los estudios citados no se molesten en buscar quién gana y quién pierde, ni tampoco en qué medida.

Sobre todo, ignoran su suposición compartida de que después de cualquier acuerdo las economías afectadas se someten a un choque fuerte y corto antes de recuperarse. Cualquier persona ha oído esto antes o después en los últimos ocho años. Tras la crisis financiera, el Banco de Inglaterra y el Tesoro mantuvieron previsiones sobre la vuelta a la normalidad, y continúan equivocándose. Ocho años después, esta recuperación no se ha materializado. A los trabajadores británicos todavía no se les paga, después de descontar la inflación, como cuando Lehman Brothers se derrumbó.

“Pequeño sucio secreto”

Dos economistas independientes, Pierre Kohler y Servaas Storm, llamaron a esta suposición sin fundamento un “pequeño sucio secreto” en un reciente análisis de los probables efectos del CETA. Como ellos dicen, se presupone que los trabajadores despedidos “pronto encontrarán nuevos puestos de trabajo”, en cualquier industria, por muy lejano que esté el empleador. Un ingeniero de coches puede dejarlo todo y convertirse en un ingeniero de software. Y si no hay trabajos reales, pueden repartir comida a domicilio.

Estas suposiciones son tan ridículamente descabelladas y, respecto al coste que se espera que soporten los ciudadanos, asqueroso. No es de extrañar que la Unión Europea prefiriese el menor debate público posible.

Utilizando el modelo de empleo de Naciones Unidas, Kohler y Storm hallaron que los beneficios del CETA serían microscópicos en comparación con los costes. Al menos, durante los primeros siete años después de que el acuerdo se pusiera en marcha, el desempleo aumentaría, los salarios caerían y las economías verían descender sus tasas de crecimiento. Los gobiernos perderían ingresos y, por tanto, aumentaría la austeridad.

La peor parte caería sobre los más pobres, los menos cualificados, la gente mayor y las personas con diversidad funcional. El catedrático de la Universidad Tecnológica de Delft, Servaas Storm, me resumió las consecuencias: “Cuanto más débil es tu posición en una economía, más fuerte sentirás la caída”. Estas no son personas y regiones que se han quedado atrás, son personas y regiones que sus propios gobiernos han apeado del tren. Estos son los acuerdos del libre comercio que tanto la izquierda como la derecha intentan imponer a sus votantes.

¿Sorprende que los votantes sigan prefiriendo alternativas sin importar lo criticables o desastrosas que sean?

Traducido por Cristina Armunia Berges

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