Dejemos de pensar que sabemos más que los pobres y apliquemos de una vez la renta básica
¿Por qué los pobres toman tan malas decisiones? Es una pregunta difícil, pero miremos los datos: los pobres piden más dinero prestado, ahorran menos, fuman más, hacen menos ejercicio, beben más y comen de forma menos saludable. ¿Por qué?
Margaret Thatcher una vez se refirió a la pobreza como “un defecto de personalidad”. Aunque la mayoría de las personas no llega tan lejos, no es raro encontrarse con la noción de que los pobres hacen las cosas mal. Para ser honesto, así pensaba yo durante mucho tiempo. Fue hace pocos años cuando me di cuenta de que lo que yo pensaba sobre la pobreza era un error.
Todo comenzó cuando de casualidad me topé con un estudio realizado por psicólogos estadounidenses. Habían viajado casi 13.000 kilómetros, a India, para realizar un experimento con cultivadores de caña de azúcar. Estos agricultores cobran el 60% de sus ingresos anuales de una sola vez, justo después de la cosecha. Esto significa que son relativamente pobres durante una parte del año y ricos durante otra.
Los investigadores pidieron a los agricultores que se sometieran a un examen de medición del cociente intelectual antes y después de la cosecha. Lo que descubrieron fue insólito. Los agricultores obtuvieron una puntuación mucho peor en la prueba hecha antes de la cosecha. Resultó que los efectos de vivir en la pobreza suponen una pérdida de 14 puntos de cociente intelectual. Es equivalente al efecto de no dormir durante una noche entera o a los efectos del alcoholismo.
Unos meses más tarde, hablé de esta teoría con Eldar Shafir, un profesor de ciencia de la conducta y políticas públicas de la Universidad de Princeton y uno de los autores del estudio. La razón, resumida: ¡Es el contexto, estúpido! Las personas se comportan de forma diferente cuando perciben que algo escasea. No importa mucho qué es lo que falta: puede ser tiempo, dinero o comida. Todo contribuye a una “mentalidad de la escasez”. Esto hace que te concentres en la carencia inmediata. Se pierde la perspectiva a largo plazo. No es que los pobres tomen malas decisiones porque sean tontos, sino porque viven en un contexto en el que cualquiera tomaría malas decisiones.
De pronto, queda clara la razón por la que no funcionan ninguno de nuestros programas contra la pobreza. Por ejemplo, la inversión en educación es a menudo inútil. Un reciente análisis de 201 estudios sobre la eficacia de la instrucción sobre administración económica llegó a la conclusión de que es prácticamente irrelevante. Puede que los pobres aprendan, pero no es suficiente. Como dice Shafir: “Es como enseñarle a alguien a nadar y luego arrojarlo a un mar embravecido”.
¿Entonces qué se puede hacer? Los economistas modernos han pensado algunas soluciones. Podríamos facilitar la burocracia o enviar a la gente un mensaje de texto para recordarle que pague las facturas. Estas iniciativas son muy populares entre los políticos modernos porque no tienen prácticamente ningún coste. Son símbolo de esta época en la que a menudo tratamos los síntomas pero ignoramos las causas.
“¿Por qué seguir poniendo remiendos en lugar de destinar más recursos?”, pregunté a Shafir. “¿Te refieres a repartir más dinero? Pues eso sería genial”, contestó. “Pero dadas las limitaciones evidentes… el tipo de políticas de izquierdas que tenéis vosotros en Ámsterdam no existe en Estados Unidos”.
¿Pero es realmente una anticuada idea de izquierdas? Recordé haber leído sobre un viejo plan, algo que habían propuesto algunos pensadores importantes de la historia. Tomás Moro lo sugirió en Utopía hace más de 500 años. Y sus partidarios han sido tanto de izquierdas como de derechas, desde el luchador por los derechos civiles Martin Luther King al economista Milton Friedman.
La idea es increíblemente simple: una renta básica universal. Un ingreso mensual de dinero que sea suficiente para cubrir las necesidades básicas: comida, vivienda y educación. Y no estaría sujeto a condiciones: no sería un favor, sino un derecho.
¿Pero podría funcionar algo tan simple? En los tres años siguientes, leí todo lo que encontré sobre la renta básica. Investigué docenas de experimentos que se han realizado en todo el mundo. Y no tardé mucho en encontrar la historia de un pueblo que lo había llevado a cabo, había erradicado la pobreza, y luego quedó en el olvido.
La prueba empírica
La historia comienza en Winnipeg, Canadá. Imaginaos un ático donde unas 2.000 cajas acumulan polvo. Están llenas de datos –gráficos, tablas, entrevistas– sobre uno de los experimentos sociales más fascinantes jamás realizados. Evelyn Forget, profesora de economía de la Universidad de Manitoba, supo de la existencia de estos archivos en 2009. Cuando entró al ático, no pudo creer lo que veía. Era un tesoro escondido de información sobre la renta básica.
El experimento había comenzado en Dauphin, un pueblo al noroeste de Winnipeg, en 1974. Se garantizó a toda la población un ingreso básico que impedía que cayera bajo el umbral de pobreza. Durante cuatro años, todo salió bien. Pero luego un Gobierno conservador ganó las elecciones. El nuevo Gabinete canadiense no encontró sentido al costoso experimento. Cuando decidieron que no había dinero para analizar los resultados, los investigadores archivaron toda la información sobre el experimento. En 2.000 cajas.
Cuando Forget las encontró cajas 30 años más tarde, nadie sabía qué había demostrado el experimento, si es que había demostrado algo. Durante tres años, estudió la información según todo tipo de análisis estadístico. El experimento, que fue el mejor y el más prolongado de este tipo, había sido un éxito rotundo.
Forget descubrió que no sólo había mejorado el nivel de ingresos de la población de Dauphin, sino también su índice de inteligencia y de salud. Los niños obtuvieron resultados significativamente mejores en la escuela. La tasa de hospitalización bajó en un 8,5%. También disminuyó la violencia machista y los problemas de salud mental. Y nadie renunció a su empleo. Los únicos que trabajaron un poco menos fueron las madres recientes y los estudiantes, que prolongaron sus estudios.
Así que esto es lo que yo aprendí: cuando hablamos de pobreza, debemos dejar de pensar que sabemos más que los pobres. Lo genial del dinero es que los pobres pueden usarlo para comprar las cosas que necesitan, en lugar de las cosas que los autoproclamados expertos piensan que los pobres necesitan. Imaginaos cuántos potenciales emprendedores, científicos y escritores brillantes se están marchitando en la pobreza en este momento. Imaginaos cuánta energía y talento se podría liberar si acabáramos con la pobreza de una buena vez.
Aunque no solucione todos los problemas del mundo (se necesitan ideas como alquileres y viviendas sociales en sitios donde hay escasez de viviendas), una renta básica universal funcionaría como capital de riesgo para la gente. No podemos darnos el lujo de no hacerlo: la pobreza es demasiado cara. Se calcula que el costo de la pobreza infantil en Estados Unidos es de 472.500 millones de euros al año, en términos de mayor gasto en salud, menor educación y mayor tasa de criminalidad. Es un desperdicio increíble de potencial humano. Costaría sólo 165.000 millones de euros, un cuarto del presupuesto militar actual del país, hacer lo que se hizo en Dauphin hace muchos años: erradicar la pobreza.
Ése debería ser nuestro objetivo. Ya pasó el momento de pensar en pequeño y poner remiendos. Ha llegado la hora de poner en práctica ideas nuevas y radicales. Si esto os parece utópico, recordad que cada hito de la civilización –la abolición de la esclavitud, la democracia, la igualdad de derechos para hombres y mujeres– fue alguna vez una fantasía utópica.
Tenemos la investigación, tenemos las pruebas y tenemos los medios para hacerlo. Hoy, 500 años después de que Tomás Moro escribiera por primera vez sobre la renta básica, debemos actualizar nuestra forma de ver el mundo. La pobreza no es falta de personalidad. La pobreza es falta de dinero.
Traducción de Lucía Balducci