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The Guardian en español

Las guerras secretas de Gran Bretaña

Discurso de Tony Blair ante tropas británicas en el campo Al Sha'afa, norte de Omán en octubre de 2001.

Ian Cobain

En los meses posteriores a la rendición de Japón el 14 de agosto de 1945, el pueblo británico estaba dispuesto a creer que la guerra era ya algo del pasado. Los periódicos estaban llenos de historias sobre el posible autogobierno de India y los estibadores se habían declarado en huelga en Londres, Liverpool y Hull. Es difícil saber cuántos lectores del Manchester Guardian vieron el 6 de diciembre de 1945, mucho menos leer, una breve noticia en la parte inferior de la página 6, entre la carta de un lector sobre los juicios de Nuremberg y un editorial sobre la fundación de Naciones Unidas.

Bajo el titular Británicos en Indochina, aparecía la copia de una carta que había sido enviada al ministro de Exteriores, Ernest Bevin: “Aparentemente, estamos colaborando con fuerzas japonesas y francesas contra las fuerzas nacionalistas del Viêt Minh. ¿Para qué sirve esa colaboración? ¿Por qué no hemos desarmado a los japoneses? Nos gustaría saber cuál es la posición del Gobierno en relación a la presencia de tropas británicas en Indochina”. La carta estaba firmada por “Británicos de otros rangos” de la sección de señales de la brigada de infantería que tenía su cuartel general en Saigón.

Era muy inusual –a pesar del espíritu igualitario de posguerra de esos días– ver a un grupo de soldados británicos de bajo rango exigir en público que el ministro de Exteriores explicara la política del Gobierno. Pero lo que era realmente extraordinario era la revelación de que tropas británicas estaban luchando en la antigua colonia francesa contra la población local, y que lo estaban haciendo junto a sus antiguos enemigos: el Ejército japonés y la Francia de Vichy.

Pocas personas eran conscientes de que el Gobierno británico estaba tan interesado en que los franceses recuperaran el control de su antigua posesión colonial que había enviado por vía aérea a toda la 20ª División de Infantería del Ejército Indio Británico en agosto para reprimir el intento de los vietnamitas de formar su propio Gobierno. Había casi 26.000 hombres con 2.500 vehículos, incluidos blindados. También se trasladó a tres regimientos de artillería, la RAF había enviado 14 Spitfires y 34 cazabombarderos Mosquito, y también estaba un contingente de 140 marinos de la Royal Navy.

Al llegar, los británicos habían entregado a las tropas de Vichy nuevos fusiles 303. Poco después, las tropas japonesas que se habían rendido fueron rearmadas y obligadas a luchar contra los vietnamitas, algunas bajo mando de oficiales británicos.

Los británicos recibieron órdenes de que fueran implacables con los civiles, que por tanto murieron o resultaron heridos en grandes cantidades. “No hay frente en estas operaciones”, decía la orden. “Podremos descubrir que sea difícil distinguir amigo de enemigo. Utilicen siempre la máxima fuerza disponible para asegurarse de que eliminen cualquier fuerza hostil que puedan encontrar. Si alguien emplea demasiada fuerza, no habrá problemas. Si alguien emplea una fuerza reducida y tiene que ser evacuado, sufriremos bajas y fortaleceremos al enemigo”.

Muchos de los soldados de los que se esperaba que cumplieran esas órdenes quedaron perplejos al recibirlas. Uno de los firmantes de la carta a Bevin era Dick Hartmann, un soldado de 31 años de Manchester. “Vimos casas incendiadas y centenares de personas de la población local encerradas en campos”, recordaba Hartmann después. “Vimos muchas ambulancias, con la puerta trasera abierta, que llevaban a mujeres y niños sobre todo, que estaban cubiertos de vendas. Lo recuerdo muy bien. Todas las mujeres y niños que vivían allí se quedaban frente a sus casas, todos vestidos de negro y mirándonos con... odio”.

En Reino Unido, el Parlamento y la opinión pública no sabían nada de esa guerra, la forma en que se estaba produciendo o el papel británico en ella. Y parece que el Gobierno y el Departamento de Guerra deseaban que esta ignorancia continuara.

Sin embargo, en el cuartel general del sureste de Asia de los aliados en Ceilán (la actual Sri Lanka) y en el Departamento de Guerra en Londres, los mandos militares británicos y altos cargos políticos estaban enfurecidos por la carta. Hartmann y sus camaradas recibieron el aviso de que un general se dirigía allí para verles.

“Vino por la mañana y nos echó una buena bronca por haber hecho algo tan horrible. Dijo que unos años antes nos habrían fusilado por esto, pero que desgraciadamente no podía hacerlo ahora”. Hartmann estaba preocupado. Pero varios de sus camaradas habían pasado muchos años combatiendo en la jungla y no quedaron muy impresionados por el general y sus amenazas. Le dijeron de forma directa que pensaban que la causa británica en ese país era injusta y que era mejor que se largara. El general se dio la vuelta e hizo precisamente lo que le pedían.

Pero no hubo más cartas desde Saigón, poca atención de la prensa y casi ningún comentario en la Cámara de los Comunes. A pesar de las dimensiones del despliegue militar en Indochina, esta fue una operación militar que se mantuvo oculta de la vista de todos. Y no sería la última.

“Un pueblo pacífico”

Casi 70 años más tarde, en septiembre de 2014, el primer ministro británico, David Cameron, pronunció una declaración con la que preparaba al país para la reanudación de las operaciones militares en Irak, esta vez contra Estado Islámico. “Somos un pueblo pacífico”, dijo Cameron junto a dos banderas de la Union Jack. “No buscamos la confrontación, pero tenemos que saber que no podemos ignorar esta amenaza a nuestra seguridad. (...) No podemos seguir así sin más si queremos mantener seguro a nuestro país. Tenemos que enfrentarnos a esta amenaza”.

Nadie dudaba de que el primer ministro estaba bajo presión para actuar después de que Estado Islámico filmara el brutal asesinato de un voluntario británico de una ONG y amenazara con eliminar a otro. Además, nadie negaba su afirmación de que los británicos son “un pueblo pacífico” que no busca la confrontación.

En realidad, entre 1918 y 1939, fuerzas británicas combatieron en Irak, Sudán, Irlanda, Palestina y Adén (Yemen). En los tres años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, lucharon en Eritrea, Palestina, la Indochina francesa, las Indias Orientales holandesas, Malaya (la actual Malasia), Egipto, China y Omán. Entre 1949 y 1970, los británicos iniciaron 34 intervenciones militares en el extranjero. Más tarde llegaron las Falklands (Malvinas), Irak –cuatro veces–, Bosnia, Kosovo, Sierra Leona, Afganistán, Libia y, desde luego, Operación Pancarta, el despliegue del Ejército británico durante 38 años en Irlanda del Norte.

Durante más de cien años, no ha habido ni un solo año en el que fuerzas británicas no hayan intervenido militarmente en algún lugar del mundo. Los británicos son únicos en esto. No se puede decir lo mismo de norteamericanos, rusos, franceses o cualquier otra nación.

Sólo los británicos están perpetuamente en guerra.

Una razón de que esto no se reconozca en público podría ser que en los años siguientes a la Segunda Guerra Mundial, y antes del periodo de reflexión provocado por la crisis de Suez en 1956, Gran Bretaña se implicó en tantos conflictos posteriores al fin del imperio que la opinión pública llegó a considerarlos la norma, y por tanto algo nada llamativo. Otra razón puede ser que desde 1945 las fuerzas británicas han participado en una serie de pequeñas guerras de las que no se informó mucho y que ahora están casi olvidadas, o que quedaron ocultas, incluso mientras estaban teniendo lugar, por sucesos posteriores más dramáticos.

Mucho se sabe de algunos conflictos como la guerra de las Malvinas de 1982 y la invasión de Irak de 2003, y el papel de Gran Bretaña en dos guerras mundiales se ha convertido en parte del relato histórico nacional. Pero otros conflictos son recordados de forma superficial o han quedado simplemente ocultos.

Una guerra secreta en Omán

Hubo una guerra de gran valor estratégico en la que participó Gran Bretaña durante más de una década que en la mayor parte del tiempo se produjo bajo un secreto absoluto. En enero de 1972, los lectores del Observer vieron un artículo titulado ¿Está el Reino Unido metido en una guerra secreta en el Golfo? Ese mismo día, el Sunday Times tenía un artículo similar que se preguntaba: ¿Es Dhofar la guerra secreta de Gran Bretaña? Tropas británicas –contaban esos periódicos– estaban interviniendo en la guerra del sultán de Omán contra fuerzas guerrilleras en las montañas de Dhofar al sur del país.

Cuatro años antes, la crisis de la devaluación de la libra había obligado al Gobierno de Harold Wilson a prometer la retirada militar de todos los lugares al este de Suez para diciembre de 1971. La única excepción sería una pequeña fuerza que permanecería en Hong Kong. Ahora el Observer quería saber algo más: “¿Ha retirado Gran Bretaña todas sus fuerzas del Golfo Pérsico y la Península Arábiga? ¿O está el Gobierno británico, al igual que los norteamericanos en Laos, llevando a cabo una guerra secreta sin el conocimiento del Parlamento y los ciudadanos?”.

El Observer localizó a uno de los líderes insurgentes que contó al reportero que la guerra había comenzado con una “explosión” en el país el 9 de junio de 1965 desencadenada por lo que describió como el mal Gobierno local y la “opresión de los británicos”.

En el momento en que el Observer y el Sunday Times habían publicado sus primeros e incompletos artículos, Gran Bretaña llevaba seis años y medio en guerra en Omán.

Situado en la esquina suroeste de la Península Arábiga, el sultanato de Omán tiene frontera con los Emiratos Árabes Unidos en el norte, y con Arabia Saudí y Yemen al oeste y suroeste. El país también está situado junto al estrecho de Ormuz, la vía de 61 kilómetros de ancho por la que el petróleo del Golfo Pérsico llega a los mercados.

En los años 60, más del 60% del petróleo enviado al mundo occidental pasaba a través del Golfo. Un gigantesco petrolero pasaba por ese cuello de botella que era Ormuz cada 10 minutos. Y con el flujo del petróleo, las economías locales florecían y se convertían en mercados importantes para las exportaciones británicas. Londres estaba más preocupado que nunca por proteger sus intereses en la región y los gobernantes locales que los apoyaban.

Un sultán a sueldo de Londres

A lo largo de los siglos XIX y XX, Gran Bretaña mantuvo el control sobre sucesivos sultanatos de Omán e impidió que cualquier otra potencia colonial entrara en la región. Lo consiguió con un método simple: el dinero. A mediados de los 60, el tiránico gobernante del país, el sultán Said bin Taimur recibía más de la mitad de sus ingresos de Londres. Sólo a partir de 1967, cuando se empezó a extraer petróleo por primera vez, el país comenzó a generar la mayor parte de sus ingresos.

Incluso entonces, Gran Bretaña ejercía un enorme control sobre el sultán. Su ministro de Defensa y el jefe de los servicios de inteligencia eran oficiales del Ejército británico, su principal consejero era un antiguo diplomático británico y todos menos uno de sus ministros eran británicos. El jefe británico de las fuerzas militares de Omán se reunía cada día con el agregado militar británico y cada semana con el embajador británico. El sultán no tenía relaciones formales con ningún Gobierno que no fuera el británico.

La posición oficial británica era que el sultanato de Muscat y Omán era un Estado completamente soberano e independiente. En realidad, era una colonia británica de facto. Como tal, los sucesivos gobiernos británicos eran responsables de la lamentable situación económica, política y social que soportaban los súbditos del sultán y que fueron las que provocaron y alimentaron la revuelta popular.

A mediados de los 60, Omán tenía un solo hospital. Su tasa de mortalidad infantil era del 75% y la expectativa de vida estaba en torno a los 55 años. Sólo había tres escuelas primarias –que el sultán amenazaba con cerrar– y no existían colegios de secundaria. Como consecuencia, sólo el 5% de la población sabía leer y escribir. No había teléfonos ni ningún otro tipo de infraestructura, más allá de los antiguos canales de agua. El sultán prohibía cualquier objeto que considerara decadente, lo que significaba que los omaníes tenían prohibido tener radios, usar una bicicleta o jugar al fútbol. Tampoco se permitía llevar gafas de sol, zapatos o pantalones, ni usar bombas eléctricas para sacar agua de los pozos.

Aquellos que vulneraban las leyes del sultán podían esperar castigos salvajes. Había ejecuciones públicas. Las condiciones en las prisiones, donde los guardias paquistaníes respondían a jefes británicos, eran horrendas, con un gran número de presos encadenados en celdas oscuras, sin comida suficiente o cuidados médicos.

El pueblo de Omán despreciaba y temía tanto al sultán como a los británicos que le mantenían en el poder y eran cómplices de su política de no propiciar el desarrollo. No era nada sorprendente que el sultán tuviera que solicitar a menudo a los británicos que facilitaran la ayuda militar necesaria para protegerle de su propio pueblo.

Durante los años 50, hubo varias revueltas en el norte del país que fueron sofocadas por las fuerzas británicas. Tanto los SAS (fuerzas especiales) como la RAF fueron clave para el éxito de las operaciones contrainsurgentes. Entre julio y diciembre de 1958, por ejemplo, los aviones de la RAF realizaron 1.635 salidas, lanzaron 1.094 toneladas de bombas y dispararon 900 cohetes a los insurgentes, sus pueblos en lo alto de las montañas y sus sistemas de irrigación. En peso, las bombas fueron dos veces más que las que la Luftwaffe arrojó sobre Coventry en noviembre de 1940.

En 1966, estalló una nueva rebelión en el sur del país, en la provincia de Dhofar. Al año siguiente, después de sobrevivir a un intento de asesinato, el sultán y su esposa, que era dhofari, se retiraron a su palacio en la costa, en Dalalá. Sus súbditos le veían ya tan poco que pensaban que había muerto y que los británicos les estaban ocultando la noticia.

Para el nuevo Gobierno laborista, la intensa relación con el sultanato suponía un problema ideológico. El Partido Laborista había sido elegido en 1964 con un programa que incluía la promesa de luchar por la “libertad y la igualdad racial” en la Asamblea General de la ONU. Supondría una humillación completa si se conociera en el país y el extranjero que Omán era el último país de la Tierra donde la esclavitud seguía siendo legal. El sultán era dueño de unos 500 esclavos. Se cree que unas 150 eran mujeres, a las que confinaba en su palacio de Salalá. Un cierto número de hombres esclavos tenían deformaciones físicas originadas por las crueldades que habían sufrido.

Tras las rebeliones de los años 50, las fuerzas armadas del sultanato fueron reorganizadas con la dirección, entrenamiento, fondos y equipación británicas. Se reclutó a más omaníes como soldados, pero todos los oficiales eran británicos. Algunos eran los llamados oficiales por contrato, o mercenarios, hombres que habían servido años antes en el Ejército británico en Omán y que habían decidido volver a cambio de un generoso sueldo.

Al principio, los rebeldes a los que se enfrentaban en Dhofar eran nacionalistas árabes. Al oeste de Dhofar estaba Adén, donde los británicos se vieron obligados a retirarse a finales de 1967 ante la presión de rebeliones cada vez más violentas. El Gobierno británico se había visto reemplazado por un Estado marxista, la República Democrática del Pueblo de Yemen, que recibía ayuda de China y Rusia.

A principios de 1968, una insurgencia nacionalista dhofari se fue convirtiendo en un movimiento revolucionario con ambiciones panárabes apoyado por los chinos. Para los oficiales británicos, sin embargo, el enemigo era simplemente el adú (enemigo, en árabe). A finales de 1969, los adú habían capturado la ciudad costera de Raysut, y a principios del año siguiente controlaban la mayor parte de la meseta y podían alcanzar con sus morteros la base de la RAF en Salalá.

Los nuevos campos petrolíferos en el desierto entre Dhofar y la capital, Muscat, empezaban a ser vulnerables. Algunos en Londres comenzaron a temer una teoría del dominó en Oriente Medio, en la que el estrecho de Ormuz acabaría en manos comunistas.

La respuesta británica no tuvo misericordia. “Quemábamos los pueblos rebeldes y disparábamos a sus vacas y cabras”, escribió un oficial. “Todos los cadáveres del enemigo eran arrojados al zoco de Salalá como advertencia para todos los aspirantes a guerrilleros”.

Otro oficial explicó que, a diferencia de Irlanda del Norte, donde los soldados evitaban matar o herir a no combatientes, creía que en Dhofar no había inocentes, sólo adú: “Las únicas personas en esta zona, porque no había civiles, eran todos el enemigo. Por eso, podías hacer tu trabajo, bombardear la zona con morteros y responder al fuego de fusiles sin preocuparte por las bajas civiles”.

Prohibida la presencia de periodistas

En su misión de acabar con una rebelión popular contra la crueldad de un déspota sostenido y financiado por Gran Bretaña, las fuerzas dirigidas por los británicos envenenaron pozos, quemaron pueblos y destruyeron cosechas y rebaños. Durante los interrogatorios a los rebeldes, desarrollaron técnicas de tortura y experimentaron con el ruido. Zonas habitadas por civiles se convirtieron en lugares donde estaba permitido siempre disparar a discreción. No es extraño que Gran Bretaña quisiera ejecutar esta guerra bajo un secreto total.

No fue necesario recurrir a la Ley de Secretos Oficiales ni el sistema de avisos-D (la colaboración secreta entre gobiernos y medios de comunicación) con la intención de ocultar la guerra de Dhofar y la forma brutal en que se estaba luchando. Se usaban dos medidas simples: no se permitía la entrada de periodistas en el país, y nadie en el Gobierno mencionaba la guerra.

Cuando Harold Wilson publicó sus memorias de los años en el Gobierno laborista entre 1964 y 1970, mencionó casi 250 veces la guerra de EEUU en Vietnam. La guerra de su propio Gobierno en Omán no aparecía ni una sola vez.

Mientras el Gobierno de Wilson tenía todas las razones para ser discreto con el apoyo militar prestado a un déspota dueño de esclavos, cuyo gobierno podría ser descrito como medieval, había otras razones para ese secreto completo. Era la época en que el mundo subdesarrollado y la ONU habían rechazado el colonialismo, y en que el nacionalismo árabe llevaba años creciendo. Por tanto, era vital para la credibilidad de Reino Unido en Oriente Medio que su intervención en Omán quedara en su mayor parte oculta.

John Akehurst, jefe de las Fuerzas Armadas del sultán desde 1972, sugiere una razón más para que el Gobierno británico deseara no atraer la atención hacia la guerra en Dhofar: “Quizá estaban nerviosos porque creían que iban a perder la guerra”.

Ciertamente, la guerra secreta de Gran Bretaña estaba yendo tan mal que se tomaron medidas desesperadas.

Un golpe organizado en Londres

El 26 de julio, el Foreign Office anunció en Londres que el sultán Said bin Taimur había sido depuesto por su hijo, Qabus bin Said, de 29 años, en un golpe palaciego. En realidad, el golpe fue un asunto muy británico. Fue planeado en Londres por el MI6 y altos cargos del Ministerio de Defensa y del Foreign Office, y recibió el visto bueno definitivo tras las elecciones que llevaron a Edward Heath a Downing Street.

El nuevo sultán abolió inmediatamente la esclavitud, mejoró las infraestructuras de irrigación del país y comenzó a gastar el dinero del petróleo en sus fuerzas militares. Llegaron tropas del SAS, primero como guardaespaldas del sultán y luego a nivel de escuadrón para luchar contra los adú. Finalmente, cambió la situación, se permitió la entrada en el país a los periodistas y en el verano de 1976 la guerra estaba ganada.

La guerra de Dhofar fue uno de los conflictos más importantes estratégicamente del siglo XX, ya que los vencedores podían esperar controlar el estrecho de Ormuz y el flujo de petróleo. Miles murieron, los británicos ganaron y las luces de Occidente siguieron encendidas. Hoy, la guerra aún se estudia en la academia de oficiales de las FFAA británicas. Pero, como la información sobre esta larga campaña fue suprimida en su momento, casi nadie la recuerda ahora. Como las guerras británicas en Eritrea, Indochina, las Indias Orientales Holandesas y Borneo, sólo la recuerdan los hombres que lucharon en ellas y sus familias.

Algunos aspectos del papel británico en el golpe y la guerra siguen siendo secretos protegidos por el Estado británico. Los historiadores no tendrán acceso hasta 2021 a la correspondencia de Wilson sobre Omán y la de su sucesor, Edward Heath. En 2005, un informe del Foreign Office hecho público brevemente describía la forma en que el propio ministro de Defensa del sultán, el coronel Hugh Oldman, había jugado un papel fundamental en el golpe que derrocó al gobernante de Omán para salvaguardar el acceso británico al petróleo y a las bases militares del país. El documento fue rápidamente retirado de la circulación. Su difusión, dijo el Foreign Office, había sido un desgraciado error.

Londres no deja de invertir en la guerra

Por lo ocurrido en la última década y media, no parece que el Estado británico haya perdido el apetito por la guerra. El primer conflicto del nuevo siglo en que el Reino Unido se implicó fue el asalto contra el régimen talibán en Afganistán tras el 11S. Esa guerra tuvo un éxito inicial, pero se atascó después del despliegue británico a la provincia de Helmand en el sur. La guerra se empantanó, costando unas 95.000 vidas en 13 años, incluidas las de 453 militares británicos, y trajo pocos beneficios al pueblo de Afganistán.

La segunda guerra del siglo XXI –la invasión de Irak– fue posiblemente el mayor desastre de la política exterior del Reino Unido desde Suez. La estimación de las bajas varía mucho, desde 150.000 muertos a un millón. Lo que no se puede dudar es que 179 muertos eran británicos. Más de una década después, Irak sigue inmersa en el caos.

Los conflictos en Afganistán e Irak posteriores al 11S tuvieron lugar ante el escrutinio completo de los medios de comunicación y acabaron persiguiendo a los políticos que los iniciaron. A pesar de eso, Gran Bretaña continúa invirtiendo en la guerra –política, tecnológica y financieramente– como forma de proyectar su poder y asegurar su influencia entre sus aliados, y también de intentar imponer orden y una cierta claridad en un mundo caótico e impredecible.

¿Pero puede hacerse en secreto? ¿Sería posible que, en un mundo de medios globales con información las 24 horas, con las redes sociales y la propia capacidad de los soldados de registrar y compartir imágenes del conflicto, que el Gobierno británico pudiera ir a la guerra y ocultarla a la opinión pública como se hizo en Dhofar durante seis años y medio?

Tony Jeapes, que dirigió el primer escuadrón de los SAS que se envió en secreto a Omán, se pensó la pregunta y decidió que, aunque tal nivel de secreto sería “la situación ideal”, ya sería imposible repetirlo ahora.

Desde la guerra de Dhofar, las fuerzas especiales del Reino Unido se han incrementado en número. Desde 1996, todos sus miembros están obligados a firmar un acuerdo de confidencialidad. Eso ha reforzado la discreción con la que los miembros de unidades de élite realizan su trabajo, y raramente se vulnera.

Mientras, la evolución de sucesivas generaciones de vehículos no tripulados, o drones, ha ofrecido a los que planean la guerra grandes oportunidades para lanzar operaciones que pueden ser desconocidas por todos, excepto por los que las ordenan, planean y ejecutan, y aquellos que las sufren.

La dependencia de internet de las sociedades modernas y la creciente frecuencia con que los estados tantean y atacan sus respectivas ciberdefensas han llevado a algunos analistas a comenzar a hablar de una guerra híbrida, buena parte de la cual queda enterrada bajo desmentidos. El resultado es que la diferencia entre la guerra y la paz es cada vez más confusa.

En los años posteriores al 11S, comenzaron a aparecer indicios –en las notas a pie de página de los comunicados sobre el presupuesto del Ministerio de Defensa, así como retazos de pruebas obtenidas en los pueblos costeros de Somalia, las montañas de Yemen o las ciudades libias– de que los británicos estaban otra vez haciendo la guerra en secreto. Parece que la trinidad letal de fuerzas especiales, drones y milicias locales aliadas se estaba poniendo en marcha para ahorrar a los ciudadanos británicos los detalles cuestionables de la guerra moderna y liberar al Parlamento de la necesidad de debatir sobre sus ventajas.

En julio de 2007, menos de una semana después de suceder a Tony Blair como primer ministro, Gordon Brown anunció una serie de rápidos cambios constitucionales para hacer que el Gobierno británico fuera “un mejor servidor del pueblo”. Una de esas medidas –claramente con la intención de responder a la muy impopular guerra de Irak y la calamitosa y costosa expedición a Helmand– fue la de dar a los diputados la última palabra a la hora de declarar la guerra.

Seis años más tarde, en agosto de 2013, el Parlamento ejerció ese nuevo derecho cuando los diputados rechazaron la propuesta del Gobierno de autorizar la intervención militar en la terrible guerra civil siria.

Los ministros del Gobierno de coalición quedaron perplejos por la votación –se dijo que era la primera contra la política exterior de un primer ministro británico desde 1782– y afirmaron que no sólo impedía el despliegue de tropas, sino también cualquier tipo de asistencia militar.

“Creo que está claro que el Parlamento británico, reflejando la opinión del pueblo británico, no quiere una actuación militar británica. Lo entiendo así y el Gobierno actuará en consecuencia”, dijo el primer ministro, David Cameron, en los Comunes.

Pero esas palabras –“actuará en consecuencia”– no eran lo que parecían.

En julio de 2015, el ministro de Defensa, Michael Fallon, informó a los diputados de las novedades sobre las operaciones militares en Irak, esa campaña que Cameron había anunciado junto a dos banderas británicas para declarar que el británico es “un pueblo pacífico”. La RAF, dijo Fallon, había llevado a cabo 300 ataques aéreos en Irak, había 900 soldados británicos participando en la operación, y había costado 45 millones de libras en los doce meses anteriores. “Nuestra posición sigue siendo la misma; volveremos a la Cámara de los Comunes antes de realizar ataques aéreos en Siria”, dijo.

Antes de esta declaración, Fallon estaba molesto al saber que en círculos políticos de Washington se decía que la negativa a actuar en Siria sólo podía entenderse como un signo de la decrepitud británica.

Su declaración había sido una completa manipulación: durante al menos 18 meses los pilotos de la RAF, que estaban “incrustados” con los militares estadounidenses y canadienses, habían llevado a cabo ataques aéreos contra objetivos en Siria. Otros habían volado misiones de combate junto a militares franceses en Malí. Se dijo que estaban bajo el mando de fuerzas extranjeras, pero era claramente la contribución británica a una guerra que los parlamentarios habían decidido evitar.

Dos semanas más tarde, se supo la verdad y Fallon tuvo que volver a los Comunes para explicarse ante unos enfurecidos diputados.

Personal militar “incrustado” no es nada nuevo, declaró. Cumplen la ley británica, pero “tienen que respetar las normas de combate de la nación anfitriona”. No había contado en público lo que estaba pasando porque esos pilotos estaban colaborando con operaciones de otros países. Además, dejó claro que la decisión de no publicar lo que sucedía debía considerarse “procedimiento habitual”.

En diciembre de 2015, los diputados votaron finalmente a favor de acciones militares contra Estado Islámico. El Gobierno recibió la aprobación parlamentaria para esas operaciones militares que ya había estado ejecutando de forma encubierta durante dos años.

Mientras, se supo que en el Golfo Pérsico había personal militar británico en las salas de control desde las que se guía a los bombarderos de la Fuerza Aérea saudí en sus ataques en Yemen. Los británicos estaban ayudando a sus socios saudíes con los códigos que les permitían elegir y atacar sus objetivos. Los saudíes no estaban sólo volando aviones fabricados en Reino Unido y lanzando bombas hechas en Reino Unidos. Estaban lanzando un número inmenso de ellas. En un periodo de tres meses en 2015, las exportaciones de bombas y misiles británicos se incrementaron en un 11.000%, desde nueve millones de libras hasta 1.000 millones.

Esta campaña de bombardeos ha sido fuertemente criticada por grupos de derechos humanos al causar miles de muertes de civiles. En el Parlamento, el Gobierno británico no tenía mucho que decir al respecto, más allá de insistir en que “respeta las normas del Derecho humanitario”.

Una vez más, el Gobierno parecía estar metiendo de forma discreta al país en un conflicto de Oriente Medio sin el control o aprobación del Parlamento. Y el hecho de que fuera una guerra encubierta, no declarada y sin publicidad podía contemplarse no como una posibilidad, sino como la realidad de muchas de las operaciones militares del Reino Unido.

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Extracto del libro The History Thieves: Secrets, Lies and the Shaping of a Modern Nation, de Ian Cobain.

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