Steve Bannon parecía indestructible, pero esto es lo que pasa con un presidente caprichoso
La 'kremlinología' era mucho más divertida cuando suponía indagar en el 'Kremlin' ajeno y no en el nuestro. Para los aficionados a los dramas cortesanos, el cese de Steve Bannon del Consejo de Seguridad Nacional (CSN) podría significar muchas cosas —el triunfo de la rama empresarial de Jared Kushner sobre la rama etnonacionalista de Bannon, la consolidación de poder del consejero de seguridad nacional McMaster, el enfado de Trump por algo en Twitter— pero la explicación más absurda es la que ya se está anunciando en los medios de comunicación: un “viraje hacia la normalidad”.
La normalidad es un término relativo para cualquier Administración, y también para el Consejo de Seguridad Nacional. El CSN no es un órgano inamovible y de sus nombramientos no se deduce siempre quién lleva la voz cantante. Como señala la politóloga Elizabeth Saunders, en la Casa Blanca de George W. Bush, Colin Powell tenía un asiento en el Consejo de Seguridad Nacional, pero no gozaba de poder real. Sin embargo, en la Casa Blanca de Nixon, el CSN era fundamentalmente Henry Kissinger. Y estas son las administraciones que nos dieron la invasión de Irak y el bombardeo de Camboya respectivamente. Por tanto, dado el funcionamiento de un Consejo de Seguridad Nacional más “normal”, el escepticismo está justificado.
Cada presidente estadounidense organiza su CSN de forma diferente, de acuerdo con sus preferencias personales. Y dada la debilidad de Trump por las teorías de la conspiración, la desconfianza hacia cualquier persona con una experiencia relevante y su predilección por provocar conflictos con países como Alemania y Australia sin razón alguna, Bannon era –en un modo perverso– el encaje perfecto.
El trabajo de Bannon ha sido traducir los mensajes ocultos raciales de Trump en sirenas ultranacionalistas. Es el cerebro de políticas descarada y claramente ilegales como el veto migratorio. También ha servido como rostro de la postura populista antielitista de Trump, una postura irrisoriamente poco convincente dada su trayectoria profesional en Wall Street, Hollywood y los medios de Washington.
El nombramiento de Bannon fue, sin duda, poco ortodoxo respecto a los estándares anteriores. Normalmente, las principales figuras del comité del Consejo de Seguridad Nacional en el que Bannon se ha sentado durante un breve periodo de tiempo incluyen autoridades militares y de inteligencia. La principal cualificación de Bannon es dirigir una página web que publica noticias como “El control de natalidad vuelve a las mujeres locas y poco atractivas”. La explicación de la Casa Blanca es que fue nombrado inicialmente para vigilar a Mike Flynn, el anterior asesor de seguridad nacional y teórico de la conspiración desacreditado; un mensaje peculiar si lo que se quiere es inspirar confianza en los nombramientos de Trump.
Pero de nuevo, el rival de Bannon en la lucha por ganarse al presidente es el yerno de Trump, Jared Kushner, un inversor inmobiliario de 36 años cuya principal cualificación es haberse casado con la persona correcta. Ambas figuras tienen papeles ambiguos y, sin embargo, gozan de tremendo poder.
Bannon dirige supuestamente algo llamado Grupo de Iniciativas Estratégicas de la Casa Blanca, una posición tan imprecisa que la Casa Blanca niega su existencia. Kushner, director de una nueva, y por ahora oficialmente reconocida, Oficina para la Innovación Estadounidense, tiene la tarea de hacer una nueva versión del Gobierno de EEUU, agregando a su modesto portfolio la supervisión de las relaciones con China y México y la solución al conflicto entre Israel y Palestina.
Por tanto, el descenso de categoría de Bannon dice muy poco del poder real que ejerce y que continuará ejerciendo informalmente, al menos hasta que Trump se canse de que los jueces federales le digan que todas las ideas de Bannon violan la Constitución. El ascenso de Kushner, por otro lado, confirma la estrategia de gobierno de república bananera que tiene Trump: todo queda en familia.
El nombramiento tanto de Bannon como de Kushner es una prueba de que Trump valora la lealtad por encima de todas las preocupaciones sobre experiencia, competencias básicas y la verdad. El sustituto de Flynn, McMaster, un general, veterano y experto en contrainsurgencia, puede ser un asesor de seguridad nacional más convencional, pero prácticamente no está de acuerdo con el presidente en nada: desde Rusia hasta el coste estratégico de denigrar toda una región. Así que veremos si aguanta más que su predecesor.
Mientras tanto, con Kushner como la persona realmente en el cargo, se nos dirá que debemos estar agradecidos de que el destino del planeta esté en manos de un novato que ignora lo que ocurre en el resto del mundo más que en alguien abiertamente hostil al mundo.
Esta es la normalidad a la que volvemos: una mafia nepotista donde los títulos oficiales no significan nada y el verdadero poder está en ganarse el caprichoso favor del presidente. Donde la política exterior de Estados Unidos no está dirigida por el Departamento de Estado sino por la dinastía Trump. Como señala un miembro del servicio exterior: “Recuerda a los países en desarrollo donde he trabajado. La familia controla todo y el Ministerio de Exteriores no sabe nada”.
De hecho, los gobernantes que dirigen sus países como feudos privados para el enriquecimiento familiar han sido la norma en buena parte del mundo durante buena parte de la historia de la humanidad. Es algo que Bannon, que se ve a sí mismo como defensor de la civilización occidental tradicional, debería apreciar.
Traducido por Javier Biosca Azcoiti