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The Guardian en español

Supervivientes rohingya describen la masacre perpetrada por el Ejército de Myanmar

Varias mujeres Rohingya lloran deseperadas en un barco a la deriva en aguas tailandesas en mayo de 2015. CHRISTOPHE ARCHAMBAULT/AFP/Getty Images.

Oliver Holmes

La fuerte corriente del río supuso una condena a muerte a los habitantes de Tula Toli. Las aguas traicioneras serpentean alrededor de esta aldea remota desde tres frentes distintos y esto permitió que los soldados birmanos pudieran acorralar a los lugareños, que se quedaron atrapados en las arenosas orillas del río. Algunos fueron abatidos a tiros. Otros murieron ahogados intentando escapar.

Zahir Ahmed estaba aterrado cuando se lanzó al río con el propósito de intentar llegar a la otra orilla. Una vez allí, se adentró en la jungla y vio morir a su familia.

“Estaba muy cerca del agua”, recuerda en una entrevista que ha concedido tan solo una semana más tarde en un campamento de refugiados de Bangladesh. Tiene los ojos enrojecidos y su camiseta está llena de manchas de sudor y suciedad.

Ahmed explica que los soldados disparaban a los adolescentes y a los adultos con rifles y que lanzaban al río a los bebés y los niños pequeños, entre ellos, su hija pequeña, Hasina.

Ahmed llora al recordar que presenció la muerte de su mujer y sus hijos. Los llama a todos por su nombre y los cuenta con ambas manos, hasta que ya no le quedan más dedos con los que contar.

En Myanmar viven más de 1.100.000 rohingyas y unos 160.000 ya han huido a Bangladesh, acompañados de experiencias que, en su opinión, constituyen actos de limpieza étnica.

The Guardian ha entrevistado a más de una decena de rohingyas de Tula Toli, que han descrito cómo el pasado 30 de agosto el Ejército de Myanmar arrasó la aldea y supuestamente mató a decenas de personas.

Aquellos que consiguieron escapar se dirigieron hacia las montañas situadas al oeste e hicieron una travesía de tres días que les llevó hasta la frontera con Bangladesh. Los que no consiguieron salvarse acabaron en una fosa común.

Lo sucedido en Tula Toli es horrible, pero no es un hecho puntual. Después de que unos milicianos rohingyas les prepararan una emboscada el pasado 25 de agosto, el Ejército decidió contraatacar con toda su fuerza a lo largo y ancho del estado de Rakhine.

Muchos rohingyas ya habían huido. En 2012, unos 140.000 tuvieron que abandonar sus hogares, huyendo de los enfrentamientos con los budistas del estado de Rakhine. Desde entonces, miles de ellos han muerto ahogados o en brutales campamentos situados en la jungla y gestionados por traficantes de personas.

Un informe de Naciones Unidas publicado este año explica con detalle qué suerte corrieron los que se quedaron. Describe asesinatos masivos y violaciones en grupo por parte de los soldados, en acciones que “muy probablemente” constituyan crímenes contra la humanidad.

La ola de violencia actual es la peor que ha vivido esta minoría étnica y las organizaciones de derechos humanos creen que constituye un intento por poner fin a la presencia rohingya en Myanmar. Los satélites han captado imágenes de la desaparición de aldeas enteras bajo las llamas.

El gobierno ya no permite que la ONU preste ayuda humanitaria. Aunque el equipo de Aung San Suu Kyi por el momento no ha hecho declaraciones a the Guardian, sí ha afirmado que está luchando contra “terroristas extremistas” que queman sus propios pueblos. También han salido a la luz relatos de los ataques crueles y sectarios por parte de las milicias rohingyas contra hindúes y budistas. Esta violencia ha provocado el desplazamiento de unas 26.000 personas no musulmanas.

Los agricultores de subsistencia de Tula Toli, que durante toda su vida han cultivado arroz y pimientos, afirman que cuando el Ejército atacó la aldea, en esta no había ni rastro de milicianos.

Estos son sus relatos:

Khaled Hossein, 29, jornalero

Hossein explica que tres días antes de la masacre, unos noventa soldados ordenaron a los lugareños, varios cientos, que se dirigieran a una zona situada al este de la aldea y que es conocida como “las arenas” ya que su suelo no es fértil.

“El líder de los soldados lucía dos estrellas en su uniforme. Nos dijo: algunas personas de esta aldea han ido diciendo que los soldados han matado a civiles en el estado de Rakhine. Tenéis que continuar cosechando la tierra y pescando. Lo único que os pedimos es que si veis que llegan soldados, no intentéis huir. Si lo hacéis, os dispararemos”, cuenta.

“Después de este discurso, los soldados fueron casa por casa. Les acompañaban budistas del estado de Rakhine y se llevaron todo lo que tenía algún valor: oro, dinero en efectivo, ropa, patatas y arroz. Destrozaron las casas de tres o cuatro personas que, en su opinión, habían estado difundiendo rumores. Buscaban a milicianos. Los budistas les habían dicho que encontrarían milicianos en el pueblo, pero no encontraron a ninguno”, denuncia.

Petam Ali, 30 años, distribuidor de arroz

La víspera del ataque, los habitantes de Dual Toli, una aldea situada en la otra orilla del río, lo atravesaron a nado para escapar del Ejército. Petam Ali asegura que se ahogaron más de diez personas. Él dio cobijo a varios de los desplazados, que pudieron ver en la distancia cómo ardía su aldea. A las 3.30 de la madrugada del día siguiente, Ali oyó unos disparos, pero no estaba seguro de dónde venían.

“Vivo en el norte del pueblo y el Ejército había atravesado el río desde arriba y estaba bajando. Dejé a mi familia, me escondí en la jungla e intenté espiar a los soldados. Esperé hasta las ocho de la mañana y entonces vi cómo entraban en el pueblo, a pie y con ropa de camuflaje. Fui a buscar a mi familia, pero fue todo demasiado precipitado y mi abuela es demasiado mayor para correr y se quedó. Ya en la jungla vimos cómo ardía nuestra casa. Fue la primera que quemaron”, recuerda.

La casa de Ali, una estructura de madera de ocho estancias que él mismo construyó con la ayuda de sus tres hermanos y dónde vivían 16 miembros de su numerosa familia, ardió rápido. El tejado estaba hecho de paja y hojas.

“Los soldados utilizaron granadas propulsadas por cohetes y prendieron fuego a las casas con fósforos. Cuando abandonaron la aldea, regresé. El fuego había destruido todas las casas. Vi el cuerpo de un hombre que conocía, Abu Shama, tirado en medio de la calle. Le habían disparado en el pecho. Tenía 85 años”.

Su casa había quedado reducida a cenizas. Allí mismo encontró el cuerpo quemado de su abuela, a la que habían decapitado. “Se llamaba Rukeya Banu. Tenía 75 años. Cuando volví a la jungla me reencontré con mi familia y les conté lo que había pasado. Rompieron a llorar. Los tres días siguientes caminamos sin parar”.

Kabir Ahmed, 65, productor de arroz

“Cuando supe que el Ejército estaba atacando el norte de la aldea, me lancé al río”, cuenta Kabir Ahmed. “Mis dos hijos vinieron conmigo. Tienen 12 y 10 años”, añade. Perdió a ocho miembros de su familia y no sabe dónde están sus otros dos hijos.

“Echaron a los niños al río; a mi mi nieta Makarra, de tres años, y a mi nieto Abul Fayez, de un año. Yo estaba escondido en la orilla sur, los soldados reunieron a todos los lugareños y entonces les pidieron que caminaran. Después les dispararon”.

“Nos escondimos detrás de unos árboles en la montaña. Cuando oscureció, recogieron todos los cadáveres que encontraron y los quemaron. Todo esto pasó a unos 40 metros de donde yo estaba. Muchos cadáveres están sepultados a unos dos o tres metros de la orilla del río”.

Zahir Ahmed, 55, productor de arroz (hermano de Kabir)

Cuando llegó el Ejército, el hermano de Kabir Ahmed también estaba por el río, pero en otro lugar. Su hijo, que estaba muy asustado, salió corriendo de casa.

“Me lancé al río y nadé hasta la otra orilla. Me escondí en la jungla y pude oír los disparos de los soldados. Estaba muy cerca del agua. Mientras, mi hijo intentaba salvar a algunos miembros de nuestra familia”, pero el Ejército les mató a todos, cuenta.

Con los dedos de las manos empieza a contar todos los familiares que han muerto: “Mi esposa, Rabia Begum, de 50 años; mi primer hijo, Hamid Hassab, de 35; su hija, Nyema, de dos o tres años; su hijo Rashid, de seis o siete meses; mi segundo hijo, Nour Kamel, de doce; mi tercer hijo, Fayzul Kamel, de 10; mi cuarto hijo, Ismail, de siete; mi hija mayor, Safura, de 25; su marido, Azhir Hassan, de 35; mi segunda hija, Sanzida, de 14; mi tercera hija, Estafa, de seis; mi cuarta hija, Shahina Begum, de cinco; mi sexta hija, Nour Shomi, de dos o tres; mi séptima hija, Hasina, de seis meses.

“Esperé cinco horas y me fui”.

Mohammed Idriss, 35

En Bangladesh, los refugiados de Tula Toli han levantado campamentos en colinas donde antes no había nada. Varios miles de rohingyas han derribado árboles, han nivelado el suelo y han levantado casetas utilizando marcos de bambú y lonas compradas en el mercado.

Todos están hambrientos y cientos de ellos se abalanzan sobre los destartalados camiones que las mezquitas locales han llevado hasta allí para distribuir comida y ropa. Por miedo a no poder controlar a la multitud, los voluntarios les tiran las camisetas y los pantalones con el vehículo en marcha.

Los niños duermen sobre el suelo fangoso y bajo la mirada angustiada de sus padres, preocupados por la diarrea o la gripe. Cerca de allí, el suelo esta empapado de un líquido con excrementos.

Cuando llueve de forma abundante, los desplazados se duchan al aire libre. Las mujeres y los niños salen de sus casetas con ollas de metal abolladas para recoger el agua dulce. Miles de desplazados han llegado hasta estas montañas; la inmensa mayoría con las manos vacías.

Mohammed Idriss vivía en el lado oeste de Tula Toli, cerca de una zona llena de árboles y pudo llevarse algunas pertenecías. Agarra un saco blanco que tiene dos agujeros de bala.

“Mi saco estaba lleno de aceite, azúcar, harina, 10.000 kyats (6 euros), arroz y otras cosas que conseguí llevarme de casa cuando huimos. Cuando llegamos al río Naf (en la frontera con Bangladesh) los soldados de Myanmar empezaron a disparar”.

“Me lancé al río. Un soldado se me acercó, disparó, abrió el saco y se llevó todo lo que pudo. Cuando llegamos a la frontera, los agentes nos hicieron venir hasta aquí”, recuerda.

Cuando llegó al campamento, Idriss, que tiene un polvoriento teléfono móvil que recarga con un panel solar barato que alguien encontró en el mercado, recibió la llamada de otro refugiado rohingya que se encontraba cerca de la frontera. Habían encontrado a una mujer con una herida de bala en un brazo y cuya descripción coincidía con una de las hermanas de Idriss.

“Pensaron que podía tratarse de Rabia, pero al final no era ella”, cuenta. “No sabemos si está viva o muerta. Aún tenemos esperanzas”, concluye.

Traducido por Emma Reverter

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