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The Guardian en español

En primera persona

Lo que he aprendido tras cinco años de luchar contra los micromachismos

Un grupo de chicas muestra el símbolo de por los derechos de las mujeres.

Laura Bates / Laura Bates

Creadora de la web Everyday Sexism Project —
  • La creadora de la web Everyday Sexism Project repasa los primeros cinco años de su proyecto. “Cuando eres una feminista te acusan de hipersensibilidad y de histeria. Pero frente a los abusos, también he descubierto la fuerza, el ingenio y el humor de las mujeres valientes”. 

En la primavera de 2012, una semana después de poner en marcha una web para catalogar experiencias sobre desigualdad de género, le pedí a Lady Gaga apoyo vía Twitter. Con la intención de aumentar la conciencia en torno a mi recién creado Everyday Sexism Project (algo así como Proyecto de los Sexismos Diarios), pensé que ella quizá podría difundir la palabra entre sus millones de seguidores.

A la mañana siguiente, cogí mi teléfono todavía un poco dormida y me encontré con más de 200 nuevas notificaciones. Animada, miré el primer mensaje e inmediatamente me paralicé. No era, como yo esperaba, el primer mensaje de un montón de mujeres contando haber sufrido acoso o agresiones sexuales. El primer mensaje fue una amenaza de violación brutalmente gráfica. En ese momento me di cuenta del odio absoluto que amenaza a las mujeres que hablan sobre sexismo.

Las amenazas llegaron en tropel. La tenacidad era sorprendente. ¿Quiénes eran aquellos hombres que podían pasar días, semanas e incluso años bombardeando a mujeres que nunca habían conocido con minuciosas descripciones sobre cómo iban a torturarlas?

Con el tiempo, las cosas todavía están más claras. Conocí a hombres que se oponían al feminismo de diferentes maneras y empecé a reconocer sus diferentes tácticas. De alguna forma, los acosadores online –que esparcían su odio cobijados por una pantalla– eran los menos peligrosos. La repetición de sus argumentos (si se puede llamar argumento a que te digan “bájate de tu pedestal y cámbiate el tampón”) dejó claro que su furia se repetía de manera mecánica: enraizada en el miedo a esa feminazi odia-hombres y destruye-sociedades propia de la fantasía de un foro online.

Más siniestros eran los astutos e inteligentes negacionistas que se escondían de la vista de todos. Hombres que se burlaban de los eventos sociales, asegurando completamente convencidos que el machismo en Reino Unido era una cosa del pasado y que deberíamos mirar a otros países para encontrar “verdaderos problemas”. Hombres que le preguntaron a mi marido, en tono de compasión, cómo llevaba lo de estar casado conmigo.

Los políticos me dijeron que era “innecesariamente negativa” y que las niñas de nuestros días no sabían la suerte que tenían. El editor de fotos de un periódico pasó por alto el contenido de una de mis entrevistas cuando anunció que su prioridad había sido hacerme parecer “lo más sexy posible”. Todos ellos, personas con el poder para cambiar las cosas pero con el deseo de seguir haciendo exactamente lo mismo.

A pesar de todo esto, la web tuvo éxito y, unos cinco años después, cientos de miles de testimonios han llegado hasta aquí. Casi todas las mujeres o chicas que conozco me han contado su historia también: la de una niña de nueve años que había recibido una “foto-polla”; la de una mujer anciana que había sido atacada por el mejor amigo de su marido muerto; la de una mujer joven negra a la que no le dejaron entrar en un club de fiesta mientras que sus amigas blancas entraron sin ningún problema; la historia de una mujer en silla de ruedas a la que le dijeron que sería una suerte para ella si la violaban. Mi suposición sobre el tipo de personas que sufre determinadas formas de abusos y la separación entre diferentes tipos de prejuicios se hicieron añicos muy rápido.

Era duro soportar la dureza de las historias y el abuso continuado que sufrí. Un hombre que me estaba guiando por la calle se cambió de acera cabreado cuando le dije que estaba de camino a dar una charla sobre acoso sexual, gritándome: “¡Por el amor de Dios, necesitamos divertirnos un poco!”.

En directo, un periodista me preguntó si era difícil vivir sin amigos por tener tan malhumor. Un analista estadounidense escribió en un blog para alertar a mi marido de que algún día volvería a casa y se encontraría con que había quemado mi casa, asesinado a nuestros hijos y con que me habría unido a un “aquelarre de brujas lesbianas”. En algún momento recibí una amenaza de muerte acompañada del comentario de que yo era veneno que debía ser erradicado de este mundo, lo que me obligó a acudir a un abogado. Y, en los momentos más bajos, consideré seriamente lo del aquelarre.

Pero también hubo sorpresas agradables. No me había imaginado la ayuda práctica y emocional que ofrecerían otras mujeres, una solidaridad que procedía de personas de mi misma edad y también del apoyo incondicional de feministas veteranas que ya habían vivido todo esto. Pero nada superó el privilegio de confiarme tantísimas historias que, en ocasiones, nunca antes habían sido contadas. Sentí una gran responsabilidad, tenía que asegurarme de que las voces de estas mujeres se oían. Empecé a trabajar en escuelas, universidades, con empresarios, políticos y fuerzas policiales, para asegurarme de que las historias de una generación podían cambiar las cosas para la próxima. Ayudó mucho sentir que el proyecto podía ayudar a conseguir directamente estos cambios.

Otra de las cosas buenas fue formar parte de una floreciente ola de feminismo, junto a otras que abordaban todo, desde el sexismo en los medios hasta la mutilación genital femenina. Quizá la lección más importante que aprendí fue lo conectadas que estaban las diferentes formas de desigualdad. Es vital resistir ante las burlas y las críticas por abordar las manifestaciones más “leves” de prejuicios, porque hay cosas que normalizan y arraigan en el trato a las mujeres como ciudadanas de segunda, abriendo las puertas a otras cosas que van desde la discriminación en el trabajo hasta las violaciones.

Ser una feminista tiene sus consecuencias: que te acusen de ser hipersensible, histérica y exagerada. Pero frente al abuso, el proyecto descubrió la fuerza, el ingenio y el humor de mujeres que brillan como un faro. La bailarina que actuó durante horas en el metro para recuperar su sitio en el lugar donde había sido atacada. La mujer que esperó cinco años para presentar su contrato y un salero al consejero de estudios que le dijo que se comería sus papeles si alguna vez se convertía en ingeniera. El peatón que retiró la escalera a un albañil que silbaba a mujeres, dejándolo atrapado en un tejado.

Es por esto por lo que honestamente puedo decir que las experiencias y lecciones de los últimos cinco años me dan más esperanza que lo contrario. No puedo celebrar esto como un hito exactamente porque todo esto trata de un dolor, un trauma y un cabreo colectivo. Pero pienso en la resiliencia, la solidaridad, la resistencia y creo que no hay lugar para las lágrimas. Durante estos cinco años me he dado cuenta de que el problema es inmenso pero que el deseo de combatirlo es aún mayor.

Traducido por Cristina Armunia Berges

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