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The Guardian en español

Como en una cárcel: la vida de los enfermos de lepra en Japón 


Una de las aulas abandonadas de la isla de Nagashima, que se crearon para los niños enfermos de lepra.

The Guardian

Justin McCurry - Isla de Nagashima —

Tres años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, Shinji Nakao bajó del bote y puso un pie en la isla de Nagashima, convencido de que su vida estaba a punto de mejorar. Nakao tenía 14 años y le habían diagnosticado lepra, una enfermedad ampliamente incomprendida en la época, que infundía terror en sus víctimas y los condenaba a décadas de un tratamiento atroz por parte del Gobierno japonés.

“Pensé que iba a recibir ayuda, que podría llevar una vida normal”, contó Nakao, ahora de 81, a The Guardian. “Era como si estuviera yendo hacia una pequeña aventura”. Su optimismo desapareció en cuanto llegó a Aiseien, un sanatorio para cientos de pacientes de lepra frente al mar de Seto, que separa la isla del resto de Japón.

Convertido en el paciente N°4973 a partir de ese momento, Nakao fue puesto en cuarentena con otros recién llegados. Les quitaron la ropa y los objetos de valor y los fotografiaron antes de forzarlos a meterse por sus propios medios en una bañera de agua caliente con creolina para desinfectar. Pasaron entre una semana y 10 días en las salas de observación del hospital, separados por el sexo, la edad y la gravedad de los síntomas.

“Fue como entrar en una cárcel”, cuenta Nakao, que compartía un dormitorio con otros 70 niños. “Se nos llamaba por nuestros números de paciente y, por supuesto, no nos podíamos ir. En cuanto pisé Nagashima entendí que mi libertad había desaparecido”.

Nakao no fue el único miembro de su familia que sufrió por culpa de la lepra, enfermedad que ahora se conoce como de Hansen, por Gerhard Armauer Hansen, el médico noruego que en 1873 identificó la bacteria que la causaba. Poco tiempo después de que a Nakao se lo llevaran a Aiseien, un grupo de funcionarios de salud pública desinfectaron la casa que él, su madre y su hermano mayor habían compartido en Nara. Por temor a que la familia de Nakao también pudiera estar infectada, los vecinos se mantenían alejados.

Esta semana, 20 años después de que Japón finalizara la segregación obligatoria de personas con lepra, las familias de los antiguos pacientes han iniciado una demanda colectiva que los compense por las décadas de discriminación sufridas sólo por tener un familiar leproso. Entre hermanos, cónyuges, hijos y nietos, son más de 500 personas. Piden 5 millones de yenes cada uno (más de 40.000 euros) y una disculpa pública del gobierno japonés, alegando que el estigma asociado a la enfermedad perjudicó sus oportunidades de trabajo, vivienda, educación y matrimonio.

La demanda incluye a Mitsuko Okudaira, criada con su abuela tras el traslado forzoso de sus padres a un sanatorio en Okinawa. “Espero que el gobierno reconozca la situación actual, en la que los miembros de las familias todavía sufren de discriminación y no pueden hablar de lo que han tenido que pasar, y que haga algo al respecto”, dijo Okudaira al periódico Asahi Shimbun

Denunciados ante la policía secreta

Por la ley de prevención de la lepra de 1953, Japón agrupó a miles de pacientes y los forzó a vivir en sanatorios en montañas o en islas remotas, aunque la práctica ya era muy común desde principios del siglo XX. En el Japón de la preguerra, las autoridades médicas denunciaba en la policía secreta a los que padecían la enfermedad. Los pacientes de lepra y otras personas con discapacidad eran considerados “contaminados”, “manchas en la bandera del Sol Naciente”.

La ley de segregación, vigente hasta 1996, forzaba a los pacientes a ser sometidos a abortos y a esterilización. Los obligaban a realizar trabajos inhumanos por un salario mísero y los encarcelaban sin juicio previo si atacaban al personal o intentaban escapar.

En 2001, un tribunal dictaminó que la política de segregación de los pacientes con la enfermedad de Hansen era inconstitucional y que debería haber sido suspendida en cuanto las eficaces terapias con fármacos se hicieron ampliamente disponibles, desde finales de los años cincuenta. En una declaración que sorprendió a muchos, el entonces primer ministro Junichiro Koizumi ofreció una disculpa formal y prometió no oponerse a los reclamos que los antiguos pacientes le habían hecho al Estado. 

Para Nakao, el fin de la cuarentena forzada llegó demasiado tarde. Él fue declarado libre del mal de Hansen desde 1970. Pero su esposa, Yuriko, también residente en Aiseien, su madre y su hermano, murieron en los años 90. Hoy no le queda ningún familiar. “Si hubiera ocurrido hace 30 o 40 años, habría permitido que personas como yo nos reintegráramos a la sociedad”, dijo Nakao, que sufrió daños permanentes en la vista y en los nervios periféricos de manos y piernas.

“La discriminación continúa incluso después de estar curado. Eso es porque los síntomas todavía se pueden ver en las partes más expuestas del cuerpo: la cara y las manos”, explicó Nakao. “Hasta los familiares sanos de los que padecían el mal de Hansen tuvieron que abandonar sus hogares. Después de que llegué a este lugar, me enteré de que mi antigua casa se había puesto blanca después de la desinfección. Mi madre y mi hermano siguieron viviendo allí pero tuvieron una vida muy difícil. Después de todo, yo era el que estaba enfermo, ellos no”. 

De acuerdo con una encuesta del periódico Asahi Shimbun, casi el 40% de las 1.597 personas que viven hoy en sanatorios estatales aún usan seudónimos para evitar que sus familiares sufran discriminación. Según el empleado de Aiseien Noriko Mori, “la ignorancia que había acerca de la enfermedad de Hansen no solo condujo a que los pacientes sufrieran, sino que también afectó a sus familiares”: “Incluso ahora, muchas personas que se encuentran aquí no saben si sus hermanos o hermanas están vivos allá afuera. No tienen a nadie que los venga a visitar”.

“No vinieron a reclamar las cenizas”

El osario de Aiseien contiene los restos de las 3.600 personas que murieron en las instalaciones desde que se abrieron sus puertas en 1930. “Sus familiares no vinieron a reclamar las cenizas”, explica Mori. “Incluso después de muertos, no tuvieron la oportunidad de regresar a casa”.

Nakao es una de las 204 personas que aún viven en Nagashima. La edad promedio de los habitantes es de 85 años y la mayoría lleva en la isla alrededor de seis décadas. En 1943, en pleno apogeo, Aiseien albergaba a más de 2.000 hombres, mujeres y niños. Había escuelas y actividades de recreación, pero en el resto de los aspectos, el sanatorio no era sino un establecimiento penitenciario de régimen abierto del que la mayoría jamás podría escapar. 

Tras abandonar la escuela Nakao trabajó como granjero, fontanero y recolector de basura. Con el tiempo se convirtió en el principal responsable de la asociación de residentes de Aiseien, uno de los 13 sanatorios estatales que en la actualidad albergan a 1.500 personas, todas ellas recuperadas de la enfermedad. 

Hoy en día, Aiseien es un lugar más alegre. Muchos médicos y enfermeros prestan atención médica mientras los turistas visitan el museo del sanatorio para conocer la desafortunada historia de Japón con la enfermedad de Hansen. En 1988, un nuevo puente vial (el Puente a la Humanidad) unió Nagashima con el resto del mundo.

“Ahora, Cuando miro el muelle, pienso en el día en que desembarqué hace ya tantos años”, cuenta Nakao. “La única diferencia es que ahora tengo la libertad de ir y venir a voluntad”. “Disfruto de mis ocasionales viajes fuera de la isla, pero he estado aquí más de 60 años… aunque parezca extraño, ahora puedo decir que siento este lugar como mi casa”.

Traducción de Francisco de Zárate

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