Las cicatrices abiertas que deja la guerra por control remoto de Estados Unidos
Los mejores recuerdos que conserva Nabila de su abuela tienen que ver con bodas. Con independencia de quién se casara, podía ser un familiar o un vecino, su abuela, Mamana, participaba activamente en el evento por el hecho de ser la matriarca del pueblo.
Mamana era alegre pero también responsable. No tenía estudios, era la comadrona del pueblo y ejercía de médico de familia cuando la ocasión lo requería; también de veterinaria.
En una tarde otoñal de 2012, Mamana pidió a Nabila y a sus hermanos y a sus primos que fueran a los campos de ocra de la familia, que formaban parte del extenso jardín situado en una zona tribal de Pakistán. Se acercaba la festividad musulmana de Eid y la familia Rehman se había reunido para preparar las verduras. Nabila, de nueve años, había empezado la labor que le habían asignado cuando el dron lanzó los misiles.
Una oscura columna de polvo mezclada con un humo de olor acre invadió el jardín. De hecho, esa nube evitó que Nabila y los otros niños vieran el cuerpo mutilado de su abuela.
Sus primos mayores, todos varones, corrieron en su ayuda. Nabila tenía quemaduras y restos de metralla en la mano y en el brazo. Su hermano Safdar, de tres años, que había estado observando desde el tejado de la casa cómo los demás cosechaban, se había caído y se había roto el hombro y varios huesos del tórax.
Los adolescentes ya habían conseguido sacar de allí a Nabila y algunos de los otros primos cuando recibieron el impacto de una segunda ronda de misiles. Esto es lo que la CIA llama “doble golpe” y que tiene el objetivo de asegurarse de la aniquilación de sus objetivos. Se salvaron gracias a que los operaron a tiempo. Pero entonces empezaron las dificultades que marcaron el resto de su vida.
Los ataques de drones se mantienen en secreto, tienen lugar en zonas remotas o peligrosas y su objetivo final son presuntos terroristas. Es por este motivo que los estadounidenses no suelen tener noticias de los supervivientes o de las familias. Sin embargo, The Guardian ha hablado con algunas personas que han sobrevivido a ataques de drones y todos los relatos tienen algunos elementos en común: el dolor provocado por el ataque no tiene fin, ya que el secretismo en torno a esta cuestión impide que las víctimas puedan dar por cerrado este capítulo de sus vidas.
Según el relato de tres personas en Pakistán y Yemen cuyos hermanos, hijos y abuelos fueron asesinados por drones, los ataques duraron unos instantes. Las consecuencias, una vida entera. La mayoría nunca ha contado su historia a un periodista estadounidense. Algunos tienen teorías sobre quién era el blanco de ataque de Estados Unidos, mientras que otros no tienen ni idea. El grupo de derechos humanos Reprieve y la Fundación para los Derechos Fundamentales ayudaron a conseguir las entrevistas, que se hicieron con la ayuda de un traductor.
Los ataques los han empobrecido y les han provocado angustia e indignación. Nunca han tenido acceso a la justicia y nadie se ha disculpado por lo sucedido. Ni siquiera han recibido una pequeña indemnización por parte de las autoridades locales. Estados Unidos, que promueve un cierto concepto de justicia en el mundo, solo es para ellos una fuerza remota que ha manchado de sangre sus vidas y los trata de forma infrahumana, como objetos a los que atacar. Creen que podrían volver a ser atacados en cualquier momento.
La Casa Blanca ha indicado que pronto dará a conocer un recuento de las muertes causadas por los drones. Los familiares de las víctimas y los supervivientes de los ataques dudan de la veracidad de este informe y no creen que se traduzca en una disculpa pública; que es lo que ellos desearían. Esta sensación ha ido en aumento después de que un importante ayudante del presidente de Estados Unidos declarara recientemente a la revista The Atlantic que Obama “nunca ha albergado dudas” sobre la conveniencia de los drones.
La CIA no quiso hacer declaraciones. Un miembro del equipo de Obama señaló que: “No creemos que las vidas de las personas de una cierta nacionalidad tengan más valor que las de otras personas de otras nacionalidades. Lo que sí es cierto es que el presidente ha dicho que los ciudadanos de Estados Unidos necesitan tener toda la información para pedir responsabilidades a su gobierno. Y este es el motivo por el que hemos sido absolutamente transparentes en lo relativo a las muertes de estadounidenses”.
El padre de Nabila, o dicho de otro modo, el hijo de Mamana, Rafiq ur-Rehman, no opina lo mismo: “Si Estados Unidos mata a un occidental, uno de los suyos, una persona blanca, pide disculpas e indemniza a la familia. Si es un paquistaní, como nosotros, no se molesta. En mi opinión, Estados Unidos nos trata peor que a animales”.
El taxista
Mohammed al-Qawli solo quería enterrar a su hermano.
Era la tarde del 23 de enero de 2013. Mohammed, que ahora tiene 43 años, se apresuró por llegar hasta el mísero camino situado al este de la capital de Yemen, Sana'a, donde su hermano y su primo habían muerto. Su hermano Ali, de 34 años, yacía hecho pedazos. Tras desmayarse de dolor, Mohammed llevó el cuerpo de Ali hasta el hospital local para que lo prepararan para el funeral. Sin embargo, cuando regresó al día siguiente descubrió que los restos de Ali ya no estaban allí.
Le dijeron que tenía que ir hasta un hospital militar.
Esa fue la primera señal de que la muerte de su hermano iba a crear complicaciones burocráticas que no le darían tregua. Los militares le indicaron que debía dirigirse al gobernador de la provincia de Sana'a. El gobernador le habló con respeto, le pidió disculpas y le ofreció dinero.
“Primero no lo acepté”, explica Mohammed. Pensó que si lo hacía estaba reconociendo que Ali y su primo Salim eran terroristas. Lo cierto es que habían muerto porque habían parado a dos autostopistas.
La tarde de su muerte, después de que Ali saliera de la escuela donde trabajaba como profesor, él y Salem habían ido a un mercado para comprar algunos comestibles. En algunas ocasiones usaban su Toyota Hilux para ganar un dinero extra como taxistas. Un desconocido, que se hizo llamar Rabia y que estaba acompañado por otro hombre, les hizo una señal para que detuvieran el vehículo. Mohammed nos explica que en Yemen es normal hacer autostop y los conductores suelen llevar a desconocidos.
Esta decisión les cambió la vida. Rabia y su amigo les pidieron que los llevaran hasta una zona donde había varios puestos de control militares. Cuando finalmente llegaron a su destino y se estaban despidiendo de los dos hombres, dos misiles lanzados por un dron estadounidense los alcanzaron.
Mohammed cree que Rabia era el blanco de ataque. Se sospecha que podría haber trabajado como guardaespaldas de una rama de Al Qaeda en la Península Arábiga, considerada la rama más competente del grupo terrorista. Durante años, la CIA y el Comando Conjunto de Operaciones Especiales de Estados Unidos han impulsado al mismo tiempo campañas de ataques con drones para acabar con este grupo, siempre bajo un manto de secretismo. Los primos al-Qawli se convirtieron en las víctimas colaterales de estos ataques.
“Todos los yemeníes saben que los ataques de drones causan muchas muertes civiles. No son precisos. No distinguen entre civiles y combatientes”, lamenta Mohammed.
A partir de ese momento, la familia de Ali pasó a ser responsabilidad de Mohammed. Se vio obligado a cerrar su pequeño concesionario de coches para tener más dinero y mantenerlos. Esta tragedia familiar lo politizó. Fundó la Organización Nacional de Víctimas de Drones, el primer grupo de derechos humanos de Yemen que reaccionó tras la matanza aérea perpetrada un año más tarde.
El gobierno yemení volvió a ofrecerle ayuda. A través de un comité, le entregó un certificado en el que se reconocía que Ali y Salem eran inocentes y que “murieron accidentalmente en un ataque contra criminales” y le entregaron una pequeña suma de dinero para cubrir, según Mohammed, el coste del funeral.
El comité le dijo que le daría una segunda indemnización de mayor cuantía, pero nunca lo hizo. En enero de 2015, un golpe de Estado hizo caer al gobierno y Arabia Saudí inició una campaña de bombardeos con el apoyo de Estados Unidos. Mohammed y sus compatriotas han quedado sumidos en el caos. La campaña de ataques con drones estadounidense parece haber dado una inusual continuidad al golpe de Estado.
Reparaciones de la vivienda
Como muchos otros habitantes en Waziristán del Norte, que se convirtió en el principal objetivo de la campaña de ataques con drones impulsada durante el primer mandato de Barack Obama, Ramazan Khan fue indemnizado por los daños materiales pero no por la lesión mortal provocada a su nieto adolescente. Al igual que sucede en Yemen, la naturaleza extraoficial de los ataques de drones genera una disonancia cognitiva a los burócratas paquistaníes que deben lidiar con las muertes causadas por estos vehículos aéreos no tripulados. Esta actitud no hace más que agudizar el dolor de las familias.
“Unos años atrás, fui a Khar para preguntar sobre los ataques de drones”, explica Khan a The Guardian en referencia a una ciudad que se encuentra a unos 200 kilómetros de distancia. Primero habló con un funcionario, al que identifica como un “señor”. Este señor le dijo que hablara con un militar paquistaní. El militar le dijo que regresara a su pueblo y hablara con un funcionario local, que era la autoridad competente para hablar con el gobierno. El funcionario local le pidió que rellenara un impreso. Necesitó un año para completarlo.
El ataque contra la casa de Khan tuvo lugar el 7 de septiembre de 2009. Estaban celebrando Ramadán y toda la familia se había reunido para cenar tras el ayuno. Tras la cena, Khan y algunos familiares salieron a la calle para caminar y mascar tabaco. Vieron cómo el dron estaba volando bajo, por encima de sus cabezas, y también vieron cómo lanzaba varios misiles contra el hogar de Khan. “Pensamos ¿Qué demonios está pasando?”, recuerda Ramazan Khan.
Tres de sus sobrinos murieron en el ataque. Su nieto Sadaullah, un chico tranquilo y estudioso de 14 años, quedó gravemente herido. El pasatiempo favorito de su nieto cuando salía de la escuela era llevarse algunos libros hasta una colina cercana y leer. Tenía las piernas completamente aplastadas y fue necesario amputarlas. La metralla lo dejó ciego del ojo izquierdo. Ramazan Khan se arruinó tras pagar todos los gastos médicos. “Acepté todo el dinero que me ofrecieron para pagar las facturas. Desde el ataque, mi vida ha estado plagada de dificultades y todavía lo está”. Sadaullah falleció en octubre de 2012.
Los funcionarios de Waziristán del Norte finalmente procesaron todos los impresos que Khan había rellenado. Nunca recibió una disculpa, una explicación o una pensión. Las autoridades locales le dieron unos miles de dólares para que pudiera reparar la casa. Se quejó e indicó que no se daba por indemnizado. Sin embargo, esto fue todo lo que consiguió.
En junio de 2014, el ejército paquistaní invadió Waziristán del Norte en el marco de una operación contra el terrorismo que todavía está en marcha. Ramazan Khan forma parte del millón de personas que fueron expulsadas de sus casas.
Además del caos que sacude Yemen, la campaña de ataques con drones en las franjas fronterizas donde habitan las tribus pashtún no hizo más que empeorar la situación de los desplazados internos. En 2010 llegaron a sufrir un ataque cada tres días. Desamparado y sin saber cuándo podrá regresar a su casa, para Khan los ataques son un recordatorio constante de la muerte de su nieto y de sus sobrinos.
Traducción de Emma Reverter