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The Guardian en español

La guerra de Irak no fue una metedura de pata: fue un crimen

Owen Jones

Tony Blair está condenado. Hemos visto encubrimientos de las élites en el pasado: del Domingo Sangriento a Hillsborough, las autoridades han conspirado a menudo para esconder la verdad por el interés de los poderosos. Pero esta vez no. La investigación Chilcot se estaba convirtiendo en una forma satírica de referirse a tardar un tiempo ridículamente largo en ejecutar una tarea, pero sir John pasará sin duda a la historia por dictar el veredicto más devastador y exhaustivo sobre un primer ministro moderno.

Los que nos manifestamos en su momento contra el desastre de Irak no podemos reivindicar nada, solo tristeza por no haber conseguido evitar un desastre que robó cientos de miles de vidas, entre ellas las de 179 soldados británicos, y que hirió, traumatizó y desplazó a millones de personas, en un desastre que cultivó extremismo a un nivel catastrófico.

Un legado de Chilcot debería ser animarnos a ser más atrevidos en nuestros desafíos a la autoridad, en ser escépticos con las afirmaciones oficiales, en permanecer firmes contra una agenda agresiva tejida por los medios. “Hay que aprender las lecciones”, declararán ahora los defensores de la guerra. No les dejemos irse de rositas. Las lecciones fueron obvias para muchos de nosotros antes de que empezaran a caer las bombas.

Lo que ha hecho Chilcot es ilustrar que las afirmaciones del movimiento contrario a la guerra no eran teorías de la conspiración ni reclamaciones disparatadas o desorbitadas. “Cada vez parece más que tenemos un gobierno que busca un pretexto para la guerra más que la forma de evitarla”, dijo el diputado laborista que se oponía a la guerra Alan Simpson varias semanas antes de la invasión. De hecho, como reveló Chilcot, Blair le dijo a George W. Bush en julio de 2002: “Estaré contigo, pase lo que pase”.

Esta, como señala Chilcot, no fue una guerra de “último recurso”: fue una guerra elegida, desatada “antes de que se agotaran las opciones pacíficas para el desarme”. Simpson dijo: “Parece que elaboramos dossieres de engaño masivo, cuyas afirmaciones se tachan de irrisorias casi tan pronto como se publican”. Y ahora Chilcot está de acuerdo en que la guerra se basó realmente en “datos de inteligencia y valoraciones deficientes” que no fueron “cuestionadas, y deberían haberse cuestionado”. Nelson Mandela era uno de los que, en el periodo previo a la guerra, acusó a Blair y Bush de desautorizar a Naciones Unidas. Mandela queda reivindicado. Como dice Chilcot: “Consideramos que Reino Unido debilitó la autoridad del Consejo de Seguridad”.

Hubo muchas advertencias. Un mes antes de la invasión, el senador estadounidense Gary Hart dijo que la guerra aumentaría el riesgo de terrorismo. “Vamos a abrir la caja de Pandora y no estamos preparados para eso en este país”, avisó.

Tengamos en cuenta también esta cita de la web contraria a la guerra Dissident Voice un mes antes del conflicto: “Un ataque estadounidense y una posterior ocupación de Irak proporcionarán más motivación –y más facilidades para reclutar– a Al Qaeda y otros grupos terroristas y estimulará un mayor riesgo de terrorismo a largo plazo, ya sea en suelo estadounidense o contra los ciudadanos de este país en el extranjero”. No es subestimar a los autores decir que esta fue una afirmación de lo obvio, excepto para los responsables de la guerra y sus acólitos. Pues Chilcot dice: “Blair fue advertido de que una invasión incrementaría la amenaza terrorista de Al Qaeda y otros grupos”.

El exprimer ministro aseguró que las terribles consecuencias solo han resultado obvias a posteriori, pero la ONG Christian Aid advirtió de “caos y sufrimiento significativos en Irak mucho después de que hayan acabado los ataques militares”. Una agencia de cooperación tenía una previsión mucho mejor que el alto cargo militar que –en una conversación off the record en la que participé en la universidad– aseguró que el 99% de Irak echaría flores a los soldados invasores. Como señala Chilcot, el Gobierno “no tuvo en cuenta la magnitud de la tarea de estabilizar, administrar y reconstruir Irak”.

La afirmación irrisoria de Blair es errónea: como indica Chilcot, “las conclusiones a las que llegó Blair tras la invasión no requerían de un conocimiento posterior”. Todas las amenazas, desde la intromisión de Irán hasta la actividad de Al Qaeda, “fueron cada una identificadas de forma explícita antes de la invasión”. Cuando Robin Cook dimitió del Gobierno antes de la invasión, declaró que “es probable que Irak no tenga armas de destrucción masiva en el sentido del término conocido por todos”. Chilcot ha condenado ahora a los servicios de inteligencia por creer lo contrario.

La Campaña por el Desarme Nuclear amenazó con un recurso legal contra el Gobierno en 2002 si emprendía la guerra sin una segunda resolución del Consejo de Seguridad. Varios juristas y Kofi Annan, el entonces secretario general de la ONU, están entre quienes desde entonces han calificado la invasión de ilegal.

El informe original que elaboró el fiscal general de Reino Unido, lord Goldsmith, decía de hecho que una guerra sin segunda resolución sería ilegal, pero Chilcot subraya el hecho de que, cuando Goldsmith hizo posteriormente una comparecencia oral, pareció haber cambiado misteriosamente de opinión.

Puede que la legalidad de la guerra no esté en los cometidos de Chilcot, pero incluso así concluye que el proceso por el que el Gobierno llegó a su base legal “no fue satisfactorio”. Sin duda, ahora hay que recurrir la legalidad de esta guerra catastrófica ante los tribunales.

Siempre dijimos que la guerra de Irak estaba basada en mentiras. Leer artículos anteriores a la invasión, como The lies we are told about Iraq de Los Angeles Times, es realmente instructivo. El informe Chilcot no acusa a Blair de mentir. Pero se pone demasiado énfasis en esa cuestión. Blair estaba claramente determinado a ir a la guerra desde mucho antes. Se basaba en pruebas dudosas para su defensa, unas pruebas que otros en aquel momento sabían que eran dudosas. ¿Se engañó a sí mismo, engañó a la sociedad o solo lo conducía la virtud de un complejo mesiánico? Emprendió una guerra con una propuesta arriesgada que muchos en aquella época –incluidos 139 diputados laboristas– sabían que resultaría en desastre. Y eso ya es suficientemente condenatorio.

Elogiemos la investigación Chilcot por darle sello oficial a las verdades que siempre hemos sabido, pero seamos conscientes de que eso es todo lo que ha hecho. Las verdades que ha expuesto ya estaban ahí, mucho antes de que se abrieran las puertas del infierno, como advirtió de que pasaría el secretario general de la Liga Árabe antes de la invasión.

Fue la obviedad de lo que iba a ocurrir lo que creó el mayor movimiento contrario a la guerra de la historia. Fue un movimiento denigrado, en especial por los medios que apoyaron en gran medida las prisas por la guerra. Fue tan perverso que quienes se opusieron o criticaron la guerra –de políticos a directivos de la BBC– fueron quienes perdieron sus trabajos, mientras que Blair desde entonces ha desarrollado su rentable carrera trabajando para dictadores.

Muchos acólitos de esta gran catástrofe siguen mostrando pocos remordimientos o penitencias. Algunos incluso interrumpieron al líder laborista, Jeremy Corbyn –que hizo campaña tanto contra el apoyo británico a Sadam Hussein cuando gaseó a los kurdos en los años 80 como contra la invasión de 2003– mientras pronunciaba este miércoles su respuesta parlamentaria a Chilcot.

Y el horror continúa: los 250 iraquíes asesinados por coches bomba este fin de semana son un recordatorio devastador del caos ante el que Blair debe asumir responsabilidades. No fue una metedura de pata, ni un error, ni una confusión: decida lo que decida la ley, este fue –desde cualquier punto de vista moral– uno de los crímenes más graves de nuestros tiempos. Los responsables estarán condenados para siempre. Después de este miércoles, podemos señalarlos y llamarlos por su nombre.

Traducción de Jaime Sevilla Lorenzo

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