La izquierda necesita urgentemente su propio populismo
La victoria de Trump es una de las calamidades más grandes que ha golpeado a Occidente y el resultado es que todo racista, misógino, homófobo y autoritario de derechas se sienta legitimado. Este populismo de derechas ya no puede ser menospreciado como un incidente puntual. De hecho, sin un cambio urgente en la estrategia, la izquierda y probablemente toda la opinión progresista quedará marginada hasta el punto de la irrelevancia. Nuestra crisis es existencial.
Muchos factores explican esta calamidad. Primero: racismo. El legado de la esclavitud supone que el racismo esté en el ADN de la sociedad estadounidense. Los esfuerzos resueltos de los afroamericanos por sus derechos civiles se han topado con un rabioso contragolpe. Los sondeos a pie de urna sugieren que Trump arrasó entre las personas blancas no graduadas, hombres y mujeres: solo las mujeres blancas graduadas han votado mayoritariamente a Hillary Clinton.
Segundo: misoginia. Trump, que presume de haber asaltado sexualmente a sus víctimas, dirigió una campaña definida por el odio a las mujeres. Clinton era evidentemente una candidata del establishment, pero a un hombre del establishment se le hubiese tratado de otra forma. Muchos hombres estadounidenses se sienten castrados debido a dos factores: la desaparición de puestos de trabajo seguros y cualificados que les daban un estatus y la sensación de orgullo y el auge de los movimientos de mujeres y LGTB que algunos hombres piensan que debilitan una legítima posición de superioridad.
Pero existe un factor que no puede ser ignorado. El centrismo, la ideología de los supuestos moderados, está colapsando. En los 90, la tercera vía por la que abogaron Bill Clinton y Tony Blair podía sostener la dominación política en la mayor parte de Estados Unidos y Europa. Pero se ha marchitado ante los retos del resurgimiento de la derecha populista y los nuevos movimientos de la izquierda.
Los más jóvenes están preocupados porque se ven condenados a un futuro menos próspero que el de sus padres; y los votantes más mayores de clase trabajadora se sienten desplazados. El auge espectacular de Podemos en España, la popularidad de la extrema derecha del Frente Nacional en Francia o el Brexit, está todo interrelacionado.
Las consecuencias de la crisis financiera han dejado al centrismo con cada vez menos respuestas y, aun así, sus defensores siguen atacando la supuesta desesperación política y los fracasos de sus oponentes de izquierdas. Repartir golpes de forma indiscriminada siempre es más fácil que abordar su propia y evidente falta de visión o estrategia en tiempos de crisis.
Siempre que se mencionan las inseguridades económicas que han alimentado el 'trumpismo', se plantean varias objeciones. Es una explicación, dicen algunos, que no cuenta con la inmensa mayoría de los estadounidenses de clase trabajadora y de minorías que votan al Partido Demócrata. También está el asunto de la culpabilidad. Muchos insisten en que los votantes republicanos de clase trabajadora deben asumir la responsabilidad de haber elegido a un candidato misógino y racista. Verdad, algunos serán racistas y misóginos hasta la médula, pero otros tienen el potencial de desvincularse si el señuelo es lo suficientemente atractivo.
Las primeras indicaciones sugieren que una participación en decadencia de los demócratas es la prueba de una falta de entusiasmo por la campaña de Clinton. Pero donde mejor parece que le ha ido a Trump es en la clase media, y casi gana a Clinton entre los más pudientes. Pero el giro más grande hacia Trump, un cambio de 16 puntos porcentuales, llegó de aquellos que ganan menos del equivalente a 27.500 euros al año, aunque sigue por detrás de Clinton en este grupo. La última vez votaron por el primer presidente negro del país. Esta vez viraron hacia un candidato apoyado por racistas declarados y se aseguraron de que ganase.
El centrismo ha fallado a estos y a muchos otros votantes. Clinton no fue cuidadosamente seleccionada por la élite del Partido Demócrata: se enfrentó a un desafío inesperadamente exitoso proveniente de Bernie Sanders y venció, en parte porque este no logró atraer a los afroamericanos. Pero su maquinaria política se lo puso prácticamente imposible a otros candidatos, como Elizabeth Warren.
En los tiempos de un sentimiento antisistema generalizado en Occidente, una candidata dinástica del establishment, cercana a Wall Street, cercana a déspotas extranjeros y patrocinadora de guerras extranjeras catastróficas, fue una elección desastrosa.
Los centristas tienen una réplica fácil. Vale, radical engreído, si nosotros no somos la respuesta, enumera la lista de gobiernos izquierdistas prósperos y explica cómo la izquierda soluciona sus divisiones. Y, por supuesto, tienen algo de razón. El estilo y la cultura de la izquierda radical está a menudo formada por jóvenes con educación universitaria (un grupo en el que me incluyo). Son un grupo cada vez más grande y diverso; a menudo provenientes de un entorno modesto. Pero sus prioridades, su retórica y su actitud son a menudo radicalmente diferentes a los votantes de clase trabajadora más mayores de un pequeño pueblo de Inglaterra, Francia o Estados Unidos. Ambos grupos son fundamentales para construir una coalición electoral victoriosa y, sin embargo, están divididos.
Eso debe cambiar. A menos que la izquierda eche raíces en las comunidades de clase trabajadora —desde los diversos barrios de Londres a las antiguas ciudades fabriles del norte—, a menos que utilice un lenguaje que cale en aquellos a los que una vez vio como sus votantes naturales y a menos que deje de ignorar los valores y prioridades de la clase trabajadora, la izquierda no tiene futuro político. En Reino Unido, Theresa May ha entendido hacia donde va la historia, y de ahí su intento torpe y partidista de enfrentar a una élite progresista supuestamente no patriota contra una clase trabajadora para quien el patriotismo es una prioridad.
En su influyente libro, Don't think of an elephant! (¡No pienses en un elefante!), el lingüista político estadounidense George Lakoff señaló que los votantes se sienten más motivados con la “identidad moral y los valores” que con cualquier otra cosa, incluso si eso supone votar en contra de los intereses económicos de uno mismo. Los progresistas, por el contrario, creyeron que gritar los datos convencería de algún modo a la gente.
Pero los humanos son seres emocionales. Queremos historias conmovedoras. El tono de Clinton era el de alguien intentando convertirse en director ejecutivo de un banco. Era la candidata presidencial con más experiencia de la historia del país, pero eso apenas importó. Fue derrotada por Obama, entonces un joven senador, y ahora ha sido superada de nuevo por un político inexperto.
¿Qué será lo siguiente para la izquierda? No puede ceder en la lucha contra el racismo, la misoginia y la homofobia, pero debe planear urgentemente cómo hacerlo de una forma que conecte con los marginados. La clase trabajadora cada vez es más diversa y la izquierda debe tener un mensaje que cale con todos los votantes. No puede permitir que la derecha populista retrate a la izquierda como una ideología que odia los valores de la clase trabajadora.
Necesitamos proyectar una visión conmovedora. Porque ahora sabemos que decir los datos y limitarse a esperar lo mejor no mitigará a la derecha ni construirá una alianza progresista. Existe un hilo común, pero los centristas y radicales no han logrado encontrarlo. Debemos redoblar nuestros esfuerzos. Desde Estados Unidos, vemos la tragedia que ocurre con el vacío.
Traducido por Javier Biosca Azcoiti