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Libia, camino de convertirse en la Somalia del Mediterráneo

Tony Blair y Muamar Gadafi durante una reunión en Trípoli en 2007

Chris Stephen

El 15 de septiembre de 2011, David Cameron llegó en avión a una recién liberada Trípoli con el entonces presidente de Francia, Nicolas Sarkozy. Los recibieron unos rebeldes agradecidos por los ataques aéreos de la OTAN que les ayudaron a lograr una victoria contra Muamar Gadafi. Radiante de alegría a la luz del sol, Cameron declaró: “Vuestros amigos de Reino Unido y Francia estarán a vuestro lado mientras construís vuestro país y vuestra democracia para el futuro”.

En aquel momento, se respiraba optimismo en el aire. En los campamentos rebeldes, las cafeterías y los hoteles ya repletos de ejecutivos extranjeros –incluso entre las ruinas del hormigón hecho añicos del enorme recinto Bab al Azizia de Gadafi– se hablaba de progreso.

Las estimaciones decían que Libia tendría sin ninguna duda el futuro más brillante de todos los países de la Primavera Árabe. Tenía las mayores reservas de petróleo de África y solo 6 millones de personas para repartírselas. La democracia estaba en camino. ¿Qué podía salir mal?

Resultó que todo.

La política libia pronto se polarizó en una batalla dominada por las dos facciones más organizadas: los islamistas por un lado y las antiguas autoridades del régimen por otro. Pero esa polarización llegó con complicadas contracorrientes.

La tribu es la unidad política básica en ese país, lo que crea una red de alianzas y enemistades en constante cambio. Los libios tienen un proverbio: “En Libia es región contra región; en las regiones, tribu contra tribu; en las tribus, familia contra familia”. Los cinco años que han sucedido a la revolución han supuesto una confirmación nefasta de ese dicho.

Los ciudadanos libios votaron en proporciones masivas al primer gobierno de transición, el Congreso Nacional General. Pero las esperanzas de que este ejecutivo pudiera salir adelante se rompieron en septiembre de 2012, cuando unos yihadistas armados accedieron al consulado de Estados Unidos en Bengasi y asesinaron al embajador de ese país, Chris Stevens, y a otros tres diplomáticos.

Quedó claro que el terrorismo era una realidad en la vida post-revolución. En Trípoli, el caos se adueñó del parlamento mientras el sueño revolucionario se convertía rápido en una pesadilla. Las poderosas milicias se negaron a dejar las armas y prefirieron establecerse como agentes políticos por derecho propio. Y la política libia siguió atrapada en el clima de sospechas y desconfianza sembrado por Gadafi, que logró mantenerse en el poder durante más de cuarenta años enfrentando a las tribus entre ellas.

En 2014 se fracturó el Congreso Nacional General y, a instancias de Reino Unido y otros países occidentales, los libios eligieron un nuevo parlamento –la cámara de representantes– y un nuevo comienzo. Pero la ira y las hostilidades dominaron el periodo previo a las elecciones. Poco antes de esa votación, un diplomático se quejó de que la paranoia estaba a la orden del día entre las facciones. “Tienen mucho miedo las unas de las otras”, dijo.

Las elecciones se saldaron con una gran derrota para la coalición de islamistas de Misrata, que entonces formó la alianza miliciana Amanecer Libio y tomó Trípoli. El resto del nuevo parlamento, tan divididos entre ellos como opuestos a Amanecer Libio, se desplazó a Tobruk, lo que desencadenó la guerra civil actual.

La amistad entre Reino Unido y Libia

Reino Unido tiene un papel clave en Libia desde que Tony Blair se reunió en 2004 en el desierto para dar a Gadafi la bienvenida a su regreso a la comunidad internacional. Los políticos y empresarios británicos, incluido Blair, asumieron una función de liderazgo en la tarea de ayudar a Gadafi a invertir sus riquezas petroleras. El hijo favorito del dictador, Saif, hizo de Londres su hogar. La London School of Economics se mostró encantada de aceptar su dinero.

Cuando la OTAN entró en guerra contra Gadafi en la revolución, Estados Unidos quedó en segundo plano mientras Reino Unido y Francia asumían el liderazgo. Pero con el fin de la revolución, Cameron se alejó.

En Londres, ni el gobierno ni la oposición convocaron muchos debates parlamentarios sobre Libia, a pesar de que los bombardeos británicos tuvieron mucho que ver con la creación del nuevo orden del país. Cuando la comisión de asuntos exteriores llamó el año pasado a Cameron para que compareciese en su investigación sobre los planes de Reino Unido en Libia, les dijo que no tenía hueco en la agenda.

Mientras tanto, los diplomáticos insisten en que los líderes libios de todas las ideologías han rechazado ofertas de apoyo. Los recuerdos de dominación por parte de potencias externas hacen que los libios se muestren sospechosos de las motivaciones de los extranjeros, por lo que rehusan ofertas para ayudarles a construir un estado moderno.

Finalmente, Londres abrió los ojos a la realidad libia el año pasado, cuando los traficantes de personas aprovechaban el caos para construir un negocio floreciente y con el Estado Islámico en marcha.

Reino Unido, junto a Estados Unidos e Italia, está detrás del atormentado Gobierno de Acuerdo Nacional, creado el pasado diciembre por una comisión coordinada por la ONU. No electo y con poca aceptación social, este ejecutivo no ha conseguido crear su propia fuerza de seguridad y depende de milicias que también están demasiado ocupadas enfrentándose entre ellas.

La captura de puertos importantes por parte del poderoso general del este Khalifa Haftar esta semana puede haber cerrado el destino de este nuevo gobierno, ahora privado de la riqueza del petróleo. Todo esto deja a Libia, en palabras del enviado especial de Reino Unido, Jonathan Powell –veterano de la reunión entre Blair y Gadafi–, en camino de convertirse en “la Somalia del Mediterráneo”.

Traducción de Jaime Sevilla Lorenzo

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