Contra la élite de la mafia: tratemos a la riqueza offshore igual que al dinero del terrorismo
Al pasear por los pasillos adoquinados frente a las casas derrumbadas de la ciudad italiana de Perugia, uno podría imaginarse que está en la Edad Media. Frente a tanta arquitectura y arte medieval surge la pregunta: ¿qué fue lo que sucedió con el Renacimiento?
Sí, es cierto que la ciudad aún conserva imponentes palacios privados de los siglos XIV y XV; y sí, también es verdad que Rafael dejó pintada la mitad del mural de una pequeña capilla. Pero Perugia no es Florencia. Claramente, fue una ciudad de dinero en alguna época, pero después del año 1300 las riquezas artísticas, culturales y científicas se trasladaron a otro lugar. Según la historiadora Sarah Rubin Blanshei, hacia 1500 la ciudad era “más pequeña, más pobre y con una política más limitada” que 200 años antes.
¿Por qué fue así? Porque los ricos no pagaban sus impuestos. La élite de la ciudad de Perugia se convirtió en un círculo cerrado de mafiosos. Ganaban dinero como mercenarios en el extranjero y cuidaban celosamente la herencia de sus familias, limitando la movilidad social. ¿Suena conocido?
Como el fiasco de David Cameron con los papeles de Panamá coincide con el de George Osborne con el presupuesto, corremos el riesgo de encasillar a los dos como meros escándalos políticos. Pero los papeles de Panamá señalan una enfermedad más grave. El capitalismo globalizado se ha convertido en una forma de corrupción legal organizada, en la que la labor de gerentes, inventores y empresarios pasa a ser menos importante que esas personas con dinero capaz de “trabajar por ellos”, preferentemente desde una jurisdicción que nadie puede ver.
Al escuchar a los defensores de Cameron, observamos que su lógica sigue tres líneas: no hizo nada ilegal, nada contrario al parlamento y nada malo. No dudo que su decisión de invertir en un fondo offshore haya sido legal, pero lo que sí justifica una investigación es que haya cometido el error de no informar sobre sus acciones en Blairmore cuando asumió como miembro del Parlamento, o que haya hecho presión para proteger los fondos offshore siendo el beneficiario de uno de ellos.
Sin embargo, la derecha rabiosa insiste en que no deberíamos criticar a Cameron por elusión fiscal (con la excusa de que “todos lo hacen”), y que deberíamos interpretar esto como una especie de momento María Antonieta para toda la élite social del Reino Unido.
Si alguien entrara a un bar y dijera que encontró la forma de estafar al sistema de seguridad social, se enfrentaría al escarnio público o a una rápida y anónima llamada a la línea directa de denuncias por fraudes a la seguridad social. Pero una gran parte de la industria financiera del Reino Unido se dedica a evadir las normas que regulan cómo individuos y empresas pagan impuestos sobre sus ingresos. Solo en Londres hay registradas cientos de empresas de asesoría (muchas de ellas con registro profesional en contabilidad, leyes y finanzas), con el único propósito de hacer lo ya mencionado.
El porcentaje de recaudación tributaria perdida todavía es tema de discusión. Si el patrimonio global depositado offshore equivale a 21 billones de dólares, como estima Tax Justice Network, eso podría generar 188.000 millones de dólares al año para gobiernos cortos de efectivo.
¿Por qué nadie hace nada? Porque, como ocurrió durante el gobierno de Perugia de mitad del siglo XV, hay mucha gente aprovechándose de la situación.
¿Por qué el pueblo no se rebela? Bueno, el problema de una economía globalizada conformada por naciones-estados es que uno puede rebelarse cuanto quiera, reforzar el sistema nacional tributario, hasta incluso ventilar en los diarios las actividades de los ricos… pero mientras siga existiendo el concepto “offshore”, seguirá existiendo la corrupción legalizada.
Para las democracias más maduras del planeta, los papeles de Panamá (como así también los Lux Leaks, Swiss Leaks, y otras tantas transmisiones de datos anteriores) son una llamada de alerta. Si patrimonio equivale a poder, entonces la duplicación del patrimonio con respecto al ingreso en las economías avanzadas desde los años 70 podría inclinar tanto el poder en la dirección de una nueva élite hereditaria que no habría marcha atrás.
El efecto contrario
La semana pasada, Costas Efimeros, editor de un sitio web griego de investigación, advirtió que las revelaciones de Panamá podrían ser “la última oportunidad” del periodismo que investiga mediante filtraciones. Si una revelación no provoca indignación, y los delincuentes no son castigados, escribió Efimeros, “entonces la constante revelación de escándalos provocan exactamente el efecto opuesto: derrotismo, sensación de vulnerabilidad, aceptación fatalista del gobierno de los poderosos”.
Si Efimeros está en lo correcto, esta mezcla de documentos, reputaciones, códigos profesionales y hechos en duda tiene consecuencias para todos nosotros.
En primer lugar, todo esto tiene que terminar en alguna acción. Estoy menos interesado en derrocar a un ya desafortunado primer ministro británico que en darle la legitimidad necesaria, a él o a su sucesor, para actuar unilateralmente.
El Reino Unido debería tomar el control directo de sus dependencias poco claras en materia tributaria. Además, debería abolir la figura del no domiciliado. Y debería crear un cuerpo especial dentro del departamento británico de Hacienda (HMRC) diseñado específicamente para procesar evasores y cobrar dinero a quienes incurren en la elusión fiscal de forma más activa.
El segundo paso tiene que terminar en palabras. Me conformaría con que se leyera una declaración del primer ministro en las Universidades de Cambridge y de Oxford, en escuelas privadas y en los bancos y despachos de abogados y de consultoría registrados en la Financial Services Authority (FSA). La declaración debería decir: “Se acabó. Ya no hay más formas respetables de elusión fiscal; a partir de este momento el patrimonio offshore será tratado igual a como tratamos la financiación de los terroristas”.
Por último, debería ser unilateral. La gran lección que nos enseñaron las ciudades estado italianas del Alto Renacimiento fue que, si uno lo desea, puede ocurrir. Uno puede desear una economía donde la ciencia, la innovación, el arte, y el sistema bancario coincidan: la gente con talento se hace rica, la riqueza hereditaria se evapora pronto, los gobernantes escuchan las demandas de justicia social y, si no lo hacen, arden en la hoguera.
Actuar de manera unilateral va en contra del ADN de la élite globalizada. Su “nación” es el sistema global y si un país actúa sin coordinación con los demás es visto como herejía. El mantra es: “Si lo hacemos, el dinero simplemente se irá a un paraíso fiscal”. Respondamos entonces: “Déjenlo ir”.
Una acción unilateral por parte del Reino Unido sería algo poderoso. Afectaría al sistema de corrupción organizada y enviaría un mensaje. Queremos disfrutar de lo mejor que los próximos 20 años puedan ofrecernos y no de lo que quede después de que la élite, el 1% de la población, se haya llevado la mejor parte.
No queremos ser un país estancado en un neo-feudalismo gobernado por la riqueza hereditaria y una mafia extraoficial. Queremos ser la Florencia, Brujas o Ámsterdam del siglo que viene. Perugia, no.
Traducción de Francisco de Zárate