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Mis viajes por Trumplandia, el país que los medios no ven

Imagen de archivo de Donald Trump

Dan Roberts

Sesenta millones de estadounidenses votaron a Donald Trump, y cada uno lo votó por sus propios motivos. Algunos estaban enfadados o asustados, sin más; otros, indiferentes a la furia desatada contra su candidato, ansiaban un cambio político y, sin duda, también hubo muchos que agradecieron la oportunidad de volcar su resentimiento sobre los que no son como ellos.

Pero todos hicieron caso omiso de la legión de expertos que habían dado por visto para sentencia el resultado electoral, aunque –según las normas que rigen las elecciones presidenciales– no lo estuviera en absoluto.

Los demócratas se han aferrado al premio de consolación del origen de los votos: puede que Hillary Clinton perdiera en casi todos los estados clave, pero recibió 600.000 más que su oponente (la cifra actual en el recuento supera los 1,2 millones) porque sus votantes se concentran en las ciudades grandes. Sin embargo, hay una forma menos reconfortante de verlo: los votantes de Trump se distribuyen de forma más equitativa en lugares que reflejan mejor la realidad política del país, y los de Clinton están apiñados en burbujas de personas que piensan lo mismo.

Tras dos años de campaña, alrededor de cien mítines y muchas decenas de miles de kilómetros llegué a estar bastante familiarizado con los territorios que han cambiado el signo de su voto. Las primarias y  las elecciones generales me llevaron a 24 Estados distintos; primero, siguiendo la campaña de Bernie Sanders durante un año y, después, cuando Sanders perdió, cubriendo las de Clinton y Trump. Pero también me obligaron a vivir y trabajar mucho tiempo en los diez estados que han sido determinantes en el resultado final: Iowa, Ohio, Wisconsin, Carolina del Norte, New Hampshire, Colorado, Michigan, Virginia y Pensilvania.

Los aeropuertos de Des Moines, Cleveland, Miami, Milwaukee, Charlotte, Manchester, Denver y Detroit, así como las carreteras que llevan a Richmond o Pittsburg, se volvieron tan familiares para mí como el Aeropuerto Nacional Ronald Reagan y la Beltway, la Interestatal 495.

Cuando estaba en Washington o Nueva York, no me encontraba con prácticamente nadie que creyera posible una derrota de Clinton; pero, cuando estaba de viaje, no me encontraba con prácticamente nadie que se mostrara entusiasta con ella, a excepción de los que asistían a sus actos electorales, poco concurridos en general.

La charlatana minoría

Edward Tucker es un carpintero jubilado de 68 años que vive en Steubenville, una antigua y deprimida localidad siderúrgica que está cerca de la frontera de Ohio y Pensilvania. A principios de este año, me dio caballerosamente su opinión mientras cargaba listones en su camioneta; había ido al Lowes a comprar madera para una tarima que le había encargado su esposa y, tras mencionar que no se arrepentía de haber votado dos veces a Barack Obama, comentó: “Trump es un chiflado, pero quiero que gane para ver qué pasa. No me gustaría que acabáramos en guerra o algo así, pero sé que cambiará algo si llega a la presidencia, aunque no sé qué”.

Para los hombres de edad avanzada, que han visto cómo se destruía la prosperidad de una localidad pequeña en sólo una generación, costaba creer que las cosas pudieran empeorar; salvo por un armagedón atómico. E, incluso así, Trump no podía decir gran cosa que los escandalizara. Pero muchas mujeres opinaban lo mismo.

Christy Cranston, una joven profesional que estaba con su marido en un mitin de Trump en Charlotte, se mostró frustrada porque el entonces candidato republicano no defendía sus agresivas y vociferantes salidas de tono con más beligerancia. “Quiero que diga ‘sí, soy un arrogante’ y ‘sí, digo lo que pienso, pero espero que lo que salga de mi boca no se lleve por delante mi verdadera lucha’ –declaró–. Nunca le he oído decir nada que sea directamente racista o contrario a las mujeres. Sus excesos son réplicas a personas que le han atacado antes”.

El supuesto racismo o sexismo de Donald Trump es una cuestión aparte que merecería un análisis más a fondo, pero muchas personas se lo están replanteando por las recientes declaraciones de otro de sus controvertidos seguidores, Peter Thiel, uno de los inversores de Facebook.

“Los medios de comunicación  siempre interpretan las palabras de Trump en sentido literal. No lo toman en serio, sino literalmente –dijo ante el National Press Club, poco después de las elecciones–. Sin embargo, muchos de sus votantes hacen lo contrario: se lo toman en serio, no literalmente. Y, cuando oyen cosas sobre musulmanes o muros, no se preguntan en qué van a consistir las pruebas de ciudadanía o si va a construir la Gran Muralla china. Ellos oyen otra cosa. Oyen que vamos a tener una política de inmigración más sana y sensata”.

No hay duda de que Trump puede ser un gran comunicador y un comunicador desastroso al mismo tiempo, como demostró el jueves pasado, durante su primera e incómoda reunión con Obama. Quien lea la transcripción oficial llegará a la conclusión de que el presidente electo dijo tonterías: “Hablamos sobre muchas situaciones distintas, algunas maravillosas y otras, difíciles. Ardo en deseos de trabajar con el presidente actual y de recibir sus consejos. Me explicó algunas de las dificultades, algunas de las ventajas y algunas de las grandes cosas que se han conseguido”.

Pero quien vea y escuche la grabación del acto llegará a una conclusión diferente. Trump parece mucho más seguro. Sin embargo, su sintaxis es tan mala como la de George W. Bush, pero el sentido de sus palabras está bien claro. Y es posible que el ciudadano medio de los Estados Unidos se sienta reflejado en su forma de ser, que contrasta abiertamente con la del cerebral Obama y la artificial Hillary Clinton: vociferante y confusa quizá, pero no estúpida.

A pesar de ello, tampoco se puede pecar de inocencia y pensar que no hay un trasfondo profundamente cínico en sus pifias. Trump emite a una frecuencia que llega a todos, y explota las tres debilidades principales de la nación: la industria, la etnia y la ignorancia.

Industria

Trump no ha ganado las elecciones por un puñado de veleidosos habitantes de Florida, sino por haber cambiado radicalmente el mapa político del Medio Oeste industrial, más conocido como el “Rust Belt” (algo así como el cinturón industrial de EEUU). Los 70 votos electorales de Wisconsin, Ohio, Michigan, Iowa y Pensilvania pesaron más que los de Texas y Nueva York juntas. Sumen New Hampshire y Minnesota, donde Clinton se salvó de sufrir una derrota aún peor por sólo 50.000 votos, y verán que la candidata demócrata también había perdido las primarias en casi todos esos Estados.

No se puede decir que todos ellos sean víctimas de la globalización. Minneapolis tiene una pujante industria médica. Cleveland mostró al mundo las posibilidades de la renovación urbana durante la convención del Partido Republicano y, como tuve ocasión de comprobar cada vez que iba a Des Moines, sus habitantes pensaban que se había avanzado mucho. Además, existe un intenso orgullo local que, con frecuencia, se manifiesta en una gastronomía abiertamente contraria a la estética de Whole Foods, la cadena de alimentos naturales y orgánicos: chile en Cincinnati, queso en grano en Wisconsin, hamburguesas de “carne suelta” en Iowa y, en todas partes, barbacoas. Pero la combinación de industrias cerradas, sueldos estancados y falta de inversión en infraestructuras, que el país más rico les niega, también ha dejado una palpable sensación de decadencia.

Hasta el centro de Filadelfia, bastión del Partido Demócrata, despliega una impresionante exposición de industria. Y las calles vacías de las ciudades de tamaño medio del Este de Iowa o del Mahoning Valley de Ohio se contraponían a la maquinaria de Clinton, decidida a acentuar los factores positivos frente a las advertencias de Trump sobre el librecambismo y la “economía amañada”.

Sin embargo, la sensación de decadencia no se limita al Medio Oeste y a los simpatizantes de Trump. Según un estudio reciente del Pew Research Center, Goldsboro (Carolina del Norte) ha sufrido la mayor disminución de los Estados Unidos en el grupo de personas que ganan lo suficiente como para ser considerados de “clase media”; una definición que en la Gran Bretaña con conciencia de clase equivale a un vaso medio lleno, pero que está medio vacío para cualquiera de los trabajadores que se esforzaban por sobrevivir durante las elecciones estadounidenses del año 2016.

Fue precisamente en Goldsboro donde conocí a Latonia Best, una mujer con tres carreras que cría a tres hijos sin ayuda de nadie y que estuvo trabajando tres años como profesora de alumnos con necesidades especiales. Por desgracia, su vida tiene otro trío: los tres trabajos que se ve obligada a hacer para salir adelante, y que le obligaron a dejar su antiguo empleo a jornada completa en el colegio.

Ahora, es niñera los sábados y domingos y tiene dos contratos temporales de enseñanza ambulante que la obligan a ir de casa en casa durante la semana: “Mis hijos no lo entienden. No comprenden que no tenga dinero para hacer esto o aquello. Quieren saber cómo es posible que trabaje todos los días y no lo tenga”.

Para las profesoras como Best, cuyo salario neto es de 3.333 dólares y se queda con sólo 50 a final de mes, los políticos no hablan lo suficiente sobre las dificultades de la esforzada clase media. “Los candidatos principales no hablaron sobre lo que iban a hacer para mejorar nuestras vidas; por lo menos, durante la primera fase de la campaña –me dijo Lashaudon Perkins, colega de Best–. ¿Estados Unidos? Somos un país en horas bajas”.

Por si todo esto parece exagerado, cabe añadir que el estudio del Pew Research Center demostró que 203 de las 229 zonas metropolitanas de los Estados Unidos sufrieron una disminución radical de los adultos que viven en hogares con ingresos de clase media entre los años 2000 y 2014.

Los autores del estudio consideran de clase media a las personas cuyo salario se encuentra entre dos tercios del salario medio nacional y el doble de éste, lo cual significa que la disminución se produjo en dos direcciones: algunos se hicieron más ricos y otros, más pobres. Pero la elevada desigualdad se muestra también en el hundimiento de la movilidad social, tanto por el coste de la educación universitaria, que la vuelve prohibitiva para muchas familias, como por las cada vez menores perspectivas de empleo entre los que eligieron quedarse en “el cinturón industrial”.

Sin embargo, un rico promotor inmobiliario que vive en una torre dorada de Manhattan los convenció de que podía ser su paladín. Y, para conseguirlo, tuvo que pulsar más botones.

Raza

Ningunas elecciones estadounidenses estarían completas sin Florida, un Estado donde el atractivo de Trump no se puede explicar a partir de la austeridad económica.

Desde luego, la soleada Florida tiene bastantes nubarrones: multitud de salarios bajos sin protección social y muchos propietarios que luchan por salir del pozo en el que se hundieron tras una explosión particularmente dramática de la burbuja inmobiliaria.

Pero también tiene brillantes símbolos del “sueño americano”, como los puertos deportivos llenos de yates de Fort Lauderdale, junto al lugar donde Clinton daba sus mítines para intentar ganarse a la diversa población del Estado. Entre tanto, los carteles de Trump estaban en todos los inmaculados jardines de localidades prósperas como Tampa. Y en The Villages, la mayor comunidad de jubilados del mundo, cuya población de más de 100.000 habitantes crece más deprisa que ninguna ciudad de EEUU, los muchos partidarios del ya presidente electo iban de un lado a otro con carritos de golf que llevaban el logotipo de Trump.

Los dos candidatos pasaron más tiempo en Florida que en ningún otro sitio. Clinton estuvo cinco días seguidos durante la última semana de campaña, antes de volver al Norte con la satisfacción de haber logrado en apariencia que un gran sector de votantes latinoamericanos que pensaban abstenerse reconsideraran su actitud y privaran a Trump de un estado crucial. Y es cierto que, a diferencia de otros estados étnicamente diversos como California, Florida rompió la norma nacional y tuvo un pequeño aumento de participación, pero no hasta el punto de que los votantes nuevos compensaran el espaldarazo a Trump de los blancos anglosajones.

De hecho, ni siquiera hubo que recontar las papeletas: Trump se impuso por 130.000 votos de diferencia, y sus resultados entre la comunidad latina mejoraron los de Mitt Romney; quizá, porque los que habían conseguido sortear las bizantinas normas de inmigración para tener derecho a voto no se sienten particularmente solidarios con sus compañeros sin papeles.

En términos relativos, Trump obtuvo más votos de blancos en todo el país que ningún presidente anterior de Estados Unidos. Deducir de ello que todos esos votantes son xenófobos revela tantos prejuicios como un análisis simplista, pero tampoco se puede negar que la mayoría era consciente de sus opiniones sobre los musulmanes y los mexicanos, del apoyo que le había dado el Ku Klux Klan y de su actitud despectiva hacia el movimiento Black Lives Matter.

La veta de nacionalismo blanco inherente al discurso de Trump se volvió más explícita cuando nombró director ejecutivo de su campaña electoral a Steve Bannon, cuya ultraderechista página web, Breitbart.com, no deja dudas sobre su creencia de que Estados Unidos están enferma de corrección política.

Durante una fiesta celebrada en la sede de Breitbart (Washington), tuve ocasión de conocer a un grupo de seguidores que estuvieron encantados de debatir conmigo sobre sus teorías raciales. Yo había ido porque se presentaba un libro sobre Trump de una compañera de viaje, Ann Coulter, pero es posible que mi acento les hiciera creer que simpatizaba con su causa.

“Todo el mundo dice que somos una nación de inmigrantes, pero no es verdad. Somos una nación de inmigrantes del Norte de Europa, y no deberíamos pagar más por el simple derecho de vivir entre los nuestros”, declaró un hombre que llevaba una camiseta de Trump. “Tienes toda la razón –dijo la mujer que estaba a su lado–. Mi familia está aquí desde la década de 1680”.

El libro de Coulter (In Trump We Trust: E Pluribus Awesome!) refleja el ambiente racialmente triunfante. “Del mismo modo en que casi todos los inmigrantes que llegan a Finlandia hacen que Finlandia sea menos blanca, casi todos los que llegan a EEUU hacen que EEUU sea menos honrado –escribió–. Trump no puede hacer nada que no se pueda perdonar. Salvo cambiar su política de inmigración”.

Hasta la capital, un lugar supuestamente cosmopolita, se puede mostrar sorprendentemente intolerante. Una noche, en un McDonald's que está una manzana de la Casa Blanca, me encontré con un hombre que regañaba a los trabajadores hispanohablantes del local, todos precarios con sueldos mínimos. Se había enfadado con ellos porque carecían de la habilidad lingüística necesaria para explicarle en inglés el contenido exacto de la ensalada que quería pedir. “Hable inglés” es una frase que desconcertaría a los británicos, pero se oye y se ve bastante en Trumplandia.

Muchos estadounidenses creen que el nacionalismo de Estados Unidos es relativamente benigno, aunque se exprese en todas partes. Ohio, por ejemplo, está abarrotado de barras y estrellas. Pero puede que cuatro años de Gobierno de Trump cambien la imagen nacional de la bandera y los cánticos de “USA, USA” que se oían constantemente en sus mítines. O puede que no.

Ignorancia

Una semana antes de las elecciones, tomé un avión en el aeropuerto Ronald Reagan. Era mi último vuelo de la campaña, y desayuné junto a una pareja que regresaba a Atlanta después de que él hubiera participado en el maratón del Cuerpo de Marines. La mujer, que no dejaba de mirar las noticias de la CNN en la pantalla que estaba sobre nosotros, comentó en determinado momento: “Había olvidado que hay elecciones. ¿Cuándo son? ¿La semana que viene? ¿O el mes que viene?”.

Entonces comprendí que yo llevaba dos años en una burbuja, convencido de que las elecciones eran el acontecimiento más importante del país; dos años encerrado en aviones, y viviendo una cuenta atrás en unos relojes electrónicos que daban las horas, los minutos y los segundos.

Se han escrito muchas cosas sobre el impacto de los modernos medios de comunicación en la campaña. Una de esas verdades postelectorales dice que las reiteradas falsedades de Trump se extendieron sin oposición alguna por las redes sociales y los programas adictos a su causa. Pero la realidad dice otra cosa: que las dos mitades ideológicas del país viven en un espléndido aislamiento.

Después de las elecciones, muchos progresistas encontraron consuelo en una historia compartida por Facebook según la cual Barack Obama los habría salvado de los peores efectos de un Gobierno de Trump al haber protegido constantemente el derecho al aborto; sin embargo, todos obviaban que las decisiones finales en dicha materia corresponden al Tribunal Supremo.

Irónicamente, una de las citas más extendidas de Trump, que se usa para demostrar su supuesta mendacidad, es probablemente falsa: “Si me quisiera presentar a la presidencia, me presentaría como republicano. Son los votantes más estúpidos de todo el país. Creen cualquier cosa que diga Fox News. Podría mentir todo lo que quisiera y se lo tragarían. Mis resultados serían magníficos”. Según dicen, Trump hizo esas declaraciones en 1998, en una entrevista para la revista People; pero la Fox era una cadena nueva, que acababa de empezar.

No obstante, pocos de esos engañosos memes progresistas se acercan siquiera a la avalancha de afirmaciones inexactas que hizo Trump durante la campaña electoral: desde fanfarronadas sobre el tamaño de las multitudes que iban a sus mítines hasta milongas como la afirmación de que México pagará la construcción de su muro.

Puede que la gente esté volviendo a un periodismo más serio que el alentado por el propio Trump, pero se equivoca quien piense que los votantes le harían caso. Mis viajes por Trumplandia hablan de un país que ya vive en universos paralelos; un país ansioso y aburrido que sólo cree lo que quiere creer.

Traducido por Jesús Gómez Gutiérrez

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