A un año de su victoria, Syriza ha vendido su alma al poder
Ayer se cumplió en Grecia un año de la victoria electoral de un partido radical de izquierda; con un enérgico y joven primer ministro, Alexis Tsipras, y la promesa de asestar un golpe definitivo a la política de la austeridad. Con Yanis Varoufakis, su atípico ministro de Finanzas convertido en sensación mediática en Londres, el mundo estaba frente a un gobierno que pedía guerra despreciando las estiradas convenciones burguesas. Había muchas expectativas.
Un año después, Syriza está implementando una por una las políticas de austeridad que en otro tiempo condenaba. El partido ha sido purgado de su ala más izquierdista y Tsipras ha tirado por la borda su radicalismo para mantenerse en el poder a toda costa. Grecia está desalentada.
¿Cómo fue que terminó todo así? Según un mito urbano difundido en algunos círculos mediáticos, los radicales habrían sido frenados mediante un golpe diseñado entre políticos conservadores griegos y funcionarios de la Unión Europea, decididos a eliminar cualquier riesgo de contagio. Syriza habría sido vencido por los monstruos del neoliberalismo y la clase privilegiada. Pese a todo, y de acuerdo con esa lectura, el partido habría librado la lucha que había que librar, tal vez incluso plantando las semillas de la rebelión.
La realidad es muy diferente. Hace un año, los líderes de Syriza estaban convencidos de que si el partido rechazaba un nuevo rescate, los acreedores europeos darían marcha atrás para impedir que estallara un tumulto financiero y político. Los riesgos para la Eurozona, pensaban, eran mayores que los riesgos para Grecia. Si Syriza se mantenía firme en su posición, le ofrecerían un “pacto honorable”, aflojando con la austeridad y permitiendo una reestructuración en la deuda pública. Una estrategia ideada por Varoufakis y ávidamente aceptada por Tsipras y por la mayoría de los dirigentes del partido.
Una y otra vez, críticos bienintencionados señalaron que los pedidos de abandonar la austeridad y de reestructurar la deuda serían rechazados: el euro estaba formado por un conjunto de instituciones muy rígidas, cada una con su lógica interna.
El Banco Central Europeo (BCE) se mostró dispuesto a limitar el suministro de liquidez a los bancos griegos, asfixiando a la economía nacional y, con ella, al gobierno de Syriza. Dado que crear su propia liquidez era la única manera de evitar el bloqueo del BCE, Grecia no podía negociar efectivamente sin un plan alternativo en el que se incluyera la posibilidad de salir de la unión monetaria. Por supuesto que la salida del euro habría sido cualquier cosa menos fácil, pero al menos habría ofrecido la opción de alzarse contra la catastrófica estrategia de rescate impuesta por los acreedores. Desgraciadamente, los dirigentes de Syriza no querían saber nada sobre el asunto.
La reacción de los políticos europeos ante Syriza fue desconcierto, frustración y hostilidad creciente.
La calamitosa naturaleza de la estrategia de Syriza se hizo evidente desde el 20 de febrero de 2015. Los políticos europeos forzaron al nuevo gobierno griego a diseñar presupuestos con superávit fiscal, a implementar “reformas”, a cumplir por completo con todos sus vencimientos de deuda y a desistir de emplear los fondos de rescate entregados en nada que no fuera auxilio para los bancos. Hasta que Grecia no cumpliera con las condiciones, la UE cerraba tranquilamente el grifo de liquidez del BCE y se negaba a entregar un centavo más en concepto de apoyo financiero.
Un mes después, en julio, Syriza tiraba los dados por última vez con la convocatoria de Tsipras a un referéndum por el nuevo y más duro plan de rescate. Sorprendentemente, y con una valentía notable, los griegos votaron en contra del rescate.
Tsipras había hecho campaña por ese resultado pero cuando se produjo se dio cuenta de que, en la práctica, significaba salir del euro, algo para lo que su gobierno no estaba realmente preparado. Por motivos de seguridad, había “planes” de una divisa paralela, o de un sistema bancario paralelo, pero eran todas ideas de aficionado, sin ninguna utilidad un minuto antes de la medianoche. Además de eso, el pueblo griego no había sido preparado y Syriza como partido político apenas funcionaba. Y, sobre todo, tanto Tsipras como su círculo íntimo estaban personalmente comprometidos con el euro. Enfrentados a los catastróficos resultados de su estrategia, se rindieron de forma miserable ante los acreedores.
Desde ese momento Tsipras lleva adelante una dura política de superávit fiscal, aumentando impuestos y malvendiendo los bancos griegos a fondos especulativos, privatizando aeropuertos y puertos. Ahora está a punto de recortar las pensiones. Una Grecia atrapada en la recesión ha sido condenada con el nuevo rescate a un declive de largo plazo, con mediocres perspectivas de crecimiento, los jóvenes educados emigrando, y la deuda nacional pesando sobre el presupuesto.
Syriza es el primer ejemplo de un gobierno de izquierda que no sólo incumplió sus promesas sino que terminó adoptando el programa de la oposición en su totalidad. Su derrota ha reforzado la idea, a lo largo de Europa, de que nada puede cambiar y la austeridad es el único camino posible. Las consecuencias son graves para varios países, entre ellos España, donde Podemos se asoma ahora a las puertas del poder.
Pero Syriza no fue derrotada porque la austeridad sea invencible, ni porque el cambio radical sea imposible, sino porque, de una forma nefasta, no tenía voluntad ni preparación para desafiar directamente al euro. El cambio radical y el fin de la austeridad en Europa requieren una confrontación directa con la propia unión monetaria. Para los países más pequeños, puede significar prepararse para la salida. Para los centrales, aceptar cambios decisivos en un acuerdo monetario disfuncional. Esta es la tarea que espera a la izquierda europea y la única lección positiva de la debacle de Syriza.