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No está claro si dan risa o miedo: perfiles semanales con mala leche de los que nos mandan (tan mal) y de algunos que pretenden llegar al Gobierno, en España y en el resto del mundo.

Vladímir Putin, un niño con botón nuclear

Putin sostiene a Jimbelung, el koala protagonista de la cumbre del G20 en Australia / FOTO: Bestimages

Ramón Lobo

El bebé koala que estuvo en brazos de Putin en Brisbane aún debe de andar víctima de taquicardias y sofocos. El chiste parece bueno, pero resulta una sandez: ¿estará acaso mejor el de Barack Obama, el presidente que nos robó los sueños del yes we can? ¿Lo estará el del chino Xi Jinping? ¿Hubo alguno con Mariano Rajoy? Ser koala o ciudadano común en cualquier mascarada G-20 es un mal asunto. Nos exhiben como trofeos mudos. ¡Si hablaran los koalas! ¡Si hablaran los ciudadanos!

Vladímir Putin (Leningrado-San Petersburgo, 1952) es un hombre de hechos, no de palabras, frío y en apariencia tímido: un niño grande con botón nuclear. Desde que inició la invasión de la península de Crimea, en febrero de 2014, ha convertido el desafío constante a Occidente en el eje de su política, y ahí sigue, de cumbre en cumbre, sea en la sede de Naciones Unidas o en el G-20, instalado en un rictus polar de espía que surgió del frío, de tipo inquietante con muy pocos amigos.

La galería de fotos reunidas por la revista The Atlantic bajo el título “Vladimir Putin, Action Man” es un perfecto retrato psicológico del personaje. Solo cuando está cerca de animales, sean caballos, tigres, osos, perros pastores búlgaros o koalas se siente feliz, relajado, seguro. Su rostro-máscara se relaja, le brillan los ojos, se le escapan los sentimientos, esboza una sonrisa. Esta es una de las críticas de sus enemigos: que solo sabe relacionarse con animales, algo que, tal como están las cosas con los humanos, parece una virtud.

La bandera del patriotismo le ha funcionado, como funciona la del nacionalismo en muchos lares, al menos a corto plazo. Ha logrado tapar el descontento social por la falta de democracia y libertad, por la asfixia política que recuerda a otros tiempos. Quedan lejos las protestas de finales de 2011 y comienzos de 2012, las mayores desde la defunción de la URSS. Ha logrado que las Pussy Riot, las Femen y demás enemigos peligrosos, como Mijaíl Jodorkovski, salgan de de una maldita vez de su escenario para mayor gloria de Putin III de las Rusias.

Tan ávido está el presidente ruso de grandeza que ha logrado erigirse en dinastía de sí mismo sin necesidad de abdicar. Fue Putin I en 1999, como primer ministro; Putin II entre 2000 y 2008 como presidente, hasta que le prestó la presidencia por imperativo constitucional a su fiel servidor Dimitri Medvedev, no sin transferir antes los poderes ejecutivos al nuevo cargo, otra vez de primer ministro. El tercer Putin, el actual, que nace en 2012 con su tercera presidencia, es, tal vez, el más verdadero: liberado de la pequeña política se ha lanzado a conquistar la historia.

Capital de los zares

Nacer en la capital de los zares genera impronta, un sello; en su caso, la impronta es psicológica. Según su biografía oficial, llegó al mundo el 7 de octubre de 1952, ocho años después del final de uno de los sitios más criminales de la historia, en el que murieron más de un millón de personas. No tuvo tiempo para educarse en el odio al nazismo, o a la División Azul española que participó en aquel cerco, porque eran tiempos de urgencias, en los que lo perentorio era sobrevivir al hambre y a las bajas temperaturas.

Leningrado debió de ser en aquellas fechas una ciudad traumatizada que trataba de reconstruirse, dejar atrás el impacto de los bombardeos, la escasez y la muerte. Sus padres sobrevivieron al ataque nazi; ambos habían cumplido los 41 años cuando nació Vladímir. Era el tercero de sus hijos, el primero que logró sobrevivir. El padre luchó en el frente contra los nazis. Su rostro desfigurado y un caminar lastrado por las heridas eran la prueba de su heroísmo.

La biografía firmada por Masha Gessen sostiene que Putin creció en medio de un caos emocional, con unos padres que apenas pudieron cuidarle. Pasó parte de su infancia junto a una pareja de viejos judíos que le trataron como a un hijo, y él los recuerda con el cariño que se les tiene a los padres. Este hecho ayudó a propagar el rumor de que Putin fue adoptado a los nueve años, que nunca conoció a su padre. Sea cual sea la verdad, Putin creció sin la figura del padre, algo que los psicólogos, que siempre tienen la manía de opinar de todo, marcó su carácter.

Unos le tildan de “narcisista megalómano”; otros, algo más opinativos y políticos, de “autócrata narcisista”. No importan los adjetivos, la unanimidad se concentra en el narcisismo, un trastorno de la personalidad que genera una extrema admiración por uno mismo y una escasa empatía para con los demás. Seamos justos: ¿está solo Putin en esto? ¿Cuántos dirigentes mundiales tienen el mismo desorden? ¿Cuántos presidentes de Extremadura que viajan a Tenerife para trabajar? Es fácil acusar, que las enfermedades y los defectos son siempre para los enemigos.

Stanislav Belkovsky es analista político y primo de Borís Berezovsky, un enemigo de Putin que acabó mal, como suele ocurrir en estos casos. Quizá no sea por ello la fuente más fiable. También afirma que para entender a Putin hay que profundizar en la infancia. Defiende la tesis del huérfano, y afirma que el líder ruso nació dos años antes de la fecha oficial, que su padre era un alcohólico, y que le madre le trasladó un tiempo a Georgia para escapar de aquel ambiente. Belkovsky, que no aporta pruebas sobre sus teorías, asegura que la relación de Putin con Borís Yeltsin, el hombre que lo encumbró, era paterno-filial, como especial es la relación con Roman Abramovich, presidente del Chealsea, también huérfano, y a quien ve como un hermano. O veía, que los tiempos cambian una barbaridad.

Otra afirmación de Belkovsky, en línea con otras ya recogidas en este perfil, es que Putin tiene dificultades para relacionarse con la gente y hacer amigos. Le cuesta expresarse en el grupo, prefiere tratar los asuntos graves cara a cara, sin público, donde su mirada gélida y sus modos de machoman intimidan a cualquiera. Es un hombre de teatro, no por formación sino por deformación: lo suyo es la escena.

Un hombre de Yeltsin

Fue miembro del KGB, la policía secreta de la URSS, durante 16 años, entre 1975 y 1991. Su educación política fue simple: el mundo se divide entre buenos y malos. Si lo pensamos bien, no es tan diferente de la nuestra, incapaz también de detectar los grises. Uno de sus destinos como espía que surgió del frío fue Dresde, en la antigua Alemania Oriental. Pese a su inflada biografía oficial, nunca fue una pieza esencial en el KGB. Dimitió en 1991, hecho que él vincula con el golpe de Estado de los comunistas ortodoxos contra Mijaíl Gorbachov. Se convirtió en un hombre de Yeltsin, el bando ganador encargado de rescatar una URSS que terminó hundiendo, más por inercia que por ineptitud, aunque de todo hubo en aquellos días de diciembre de 1991.

El hundimiento de la URSS, la implosión de aquel mundo seguro, colmado de certezas y oportunidades de prosperar, debió de ser duro para una persona con una infancia infeliz, caótica y dura. Había entrado en mayo de 1990 en política de la mano de Anatoly Sobchak, su primer protector, y que por aquel entonces era alcalde de San Petersburgo. Como asesor internacional del alcalde tuvo un primer tropiezo, un asunto de exportación-importación que acabó en un pufo de 93 millones de dólares, un aprendiz si lo comparamos con la España actual. El comité que investigó su papel en el escándalo recomendó el despido. No solo se mantuvo en el puesto sino que no paró de ascender hasta llegar a vice alcalde. Putin es un tipo que no se rinde, que jamás hinca la rodilla.

Cuando su protector perdió la alcaldía en 1996, Putin cambió de ciudad (Moscú) y de protector. Yeltsin no tardó en valorar su manera eficaz de resolver problemas, y en 1997 le ascendió a vicejefe del gabinete presidencial. Cuando empezaba a tener éxito llega el segundo borrón: un trabajo para la Academia de Ciencias que sus colegas denunciaron como plagio, una obra basada en un gigantesco corta y pega. ¿Quién con una infancia como la suya no ha caído en la tentación de querer investirse de un manto intelectual? Si le ha pasado incluso a José María Aznar, el hombrecillo insufrible (invento de Manuel Saco, es verdad).

El 25 de julio de 1998, Putin corona su primera cumbre: Yeltsin le nombra jefe del FSB, organismo sucesor del KGB. Por fin, el niño que todo lo quería se venga de sus tiempos grises en Dresde para llegar a la cima y a una pila de dossieres que le daría una ventaja estratégica frente a todos sus rivales. Quizá de ahí le vengan las ínfulas de James Bond, o de Batman, como se le llamaba en los cables diplomáticos dados a conocer por WikiLeaks.

La Duma (el Parlamento) le confirmó en agosto de 1999 como primer ministro; era el quinto nombrado por Yeltsin en menos de 18 meses. No habían pasado ni 10 días, cuando Putin lanzó la segunda guerra chechena. Chechenia le otorgó el papel que anhelaba; un tipo duro que no se anda con rodeos. El 31 de diciembre, Yeltsin dimite inesperadamente. Putin había dejado de necesitar a los protectores. Una de sus primeras decisiones fue otorgar inmunidad al ex presidente y su familia, como si fueran reyes. La corrupción que hundió a Rusia no sería perseguida.

En su primer mandato (2000-2004) puso orden en un país a la deriva, simbolizado en el hundimiento del submarino Kursk. Desde un cierto anticomunismo retórico recuperó algunas esencias del régimen difunto: culto a la personalidad, obediencia debida, un nuevo militarismo y un partido, el suyo, que se comportaba como el viejo PCUS. También reemplazó a los oligarcas nacidos con Yelstin por una nueva élite, más próxima a sus intereses. Fue el comienzo de la caída de Jodorkovski.

Con Chechenia de fondo, con atentados como la ocupación de un teatro de Moscú que acabó en matanza de guerrilleros y rehenes, comenzó un segundo mandato, marcado por el ataque de la escuela de Beslán. Su proverbial mano dura no le permitió negociar. Este segundo cuatrienio estará marcado por el asesinato, el 7 de octubre de 2006, de la periodista Anna Politkovskaya, su gran azote, la mujer que había sacado a la luz toda la basura de un régimen opresor que violaba los derechos humanos. Nadie ha probado que Putin diera las órdenes, pero en el juego del ajedrez con maneras de póker hay síntomas que no admiten dudas.

Tampoco hay pruebas de la larga mano del Kremlin en la muerte por polonio del espía Aleksandr Litvinenko, que tuvo la osadía de cambiarse de bando. Putin nunca hace prisioneros: o estás conmigo o contra mí. No hay terrerenos neutrales.

Tras prestarle la teatralidad de la presidencia a Medvedev y descansar de ser presidente cuatro años, Putin ha recuperado todo: el poder real que no ha perdido desde 1999 y el boato con el que tanto disfruta el niño de San Petersburgo.

Recuperar la gloria anterior

Putin III busca recomponer la URSS, al menos aquellos territorios vitales donde viven rusos. Es una forma de recomponerse a sí mismo. Georgia, donde se dice que pudo vivir en su primera infancia, fue el primer territorio asegurado, al menos en las regiones de Abjazia y Osetia del Sur; Crimea y el este de Ucrania son los segundos. La amenaza teórica pende sobre Estonia (un 25% de la población de origen ruso) y Letonia (35%), aunque ambas cifras han bajado en los últimos años. Más un envite es una necesidad patológica de estar en los titulares, en boca de todos. Personajes como Putin no pueden dejar el poder, bajarse del escenario; son víctimas del síndrome Marilyn (Monroe), exigen aplauso y reconocimiento.

Frente a este egolómano ruso están los Obama, ambos, que no le van a la zaga, y están Jean-Claude Juncker (presidente de las multinacionales defraudadoras) y François Hollande, más propenso a las camas revueltas que a cumplir las promesas. Y está también Angela Merkel, la más normal de la 'troupe' de malabaristas y prestidigitadores que juegan con conflictos, rublos y euros como si el circo fuese de ellos cuando es de los bancos.

El Putin machoman, el pescador, el aviador, el judoka se parece un poco a Franco Bahamonde; bueno solo al pescador a quien los buzos colgaban los salmones de su caña ante el camarógrafo oficial de El Pardo. Si se mira en la galería de fotos, antes recomendada, en la expresión del judoka que hace frente, presuntamente, a Putin sabremos qué es el miedo, no a las llaves del líder sino a las consecuencias del atrevimiento. La homofobia del régimen, que mandó quitar la escultura en favor de Apple tras la salida del armario de Tim Cook, solo se explica, desde el punto de vista psicológico, eso sí, en una necesitad tan patológica como el narciso de negar una parte femenina que los deslenguados consideran elevada. Aquí no señalamos a nadie, solo a los malditos psicoanalistas.

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