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América Latina: Cárcel y alternativas tardías

En la imagen, guardas de seguridad custodian la cárcel 'La Reforma' de Costa Rica

Marco Feoli

Viceministro de Justicia de Costa Rica —

En agosto pasado, la ministra de Justicia de Costa Rica ordenó el cierre de un módulo de la cárcel más grande del país conocido, popularmente, como “Las Tumbas”. Se trataba del Ámbito F del centro La Reforma, situado en la provincia de Alajuela, al noroeste de San José que, por años, funcionó como espacio de Máxima Seguridad. Aunque se construyó una nueva unidad para los internos de mayor peligrosidad con una arquitectura más moderna, en 2005, “Las Tumbas” se siguieron utilizando para ubicar a personas privadas de libertad que, por sus características personales, eran de difícil traslado a otros módulos o a otros centros penales. El caso más dramático que encontramos fue el de Nataly, una mujer transexual para cuyas permanentes agresiones físicas y sexuales, de las que era objeto, en las cárceles a las que era llevada, la solución fue expulsarla casi que de cualquier contacto social, expulsarla como un retorcido pasaje del Medioevo por su identidad sexual. En el Ámbito F, se estaba en aislamiento permanente, celdas de unos 15 m2 cuadrados, oscuras y con apenas ventilación; se podía salir fuera solo una hora cada día.

Le decisión fue saludada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y por la Defensoría del Pueblo. Sin embargo, los llamados de atención de instancias nacionales e internacionales, como el del Comité contra la Tortura de la ONU, que pedían el cierre de “Las Tumbas” llevaban casi 15 años. Hubo que esperar tres lustros para que una titular de la institución que administra el sistema penitenciario tuviera el arrojo y la voluntad política de poner término a una larga historia de excesos. No fue suficiente ni la jurisprudencia y la unanimidad de los instrumentos jurídicos ni las observaciones de los organismos de derechos humanos sobre los gravísimos efectos que tienen los largos periodos de aislamiento para que las autoridades, salvo la actual ministra de Justicia, dispusieran la clausura de un espacio en franca contradicción con la dignidad de las personas.

Desde luego, uno puede felicitarse porque, al fin, “Las Tumbas” no existen más y puede, sin mezquindades, reconocer la valentía de quien lo ordenó. Sin embargo, persiste un tema de fondo que convierte a los centros penitenciarios de América Latina en nuestra realidad más escondida. La región tiene varias décadas apostando por una institución probadamente ineficaz, a la que mayoritariamente entran quienes provienen de grupos sociales excluidos y marginados. Los motines, las condiciones degradantes o las escasas posibilidades de inserción social en las prisiones actuales son ideas que desfilan sin pausa entre los discursos políticos y académicos. Paradójicamente, se siguen aprobando normas que ofrecen el encierro como la única solución para los más variados y desacordes dilemas sociales. 

En Costa Rica, a partir de la década de los 90 se aumentó la pena máxima de prisión –pasó de 25 a 50 años-, se eliminaron algunos beneficios penitenciarios y se endurecieron los montos para los delitos patrimoniales, aquellos asociados, por lo general, a pobreza y marginalidad. El resultado: la población penitenciaria se triplicó, pero los índices de violencia se mantienen casi inamovibles. Hemos diseñado, por ejemplo, en materia de narcotráfico, leyes rigurosas pensadas para atrapar y sancionar a los líderes de las grandes bandas del crimen organizado; pero la realidad se estrella contra nuestras narices, el sistema logra pescar, esencialmente, a adictos vendedores que se ubican en los niveles más bajos de la estructura delincuencial.

La oferta represiva no es exclusiva de América Latina; Estados Unidos alcanzó, quizás, su punto más alto durante la Administración Clinton –con la construcción sin precedentes de cárceles privadas, la obligación de descontar no menos del 85% de la sentencia o la cadena perpetua para reincidentes- desafortunadamente estas políticas de mano dura fueron replicadas por nuestros países. En octubre de 2015, ante el giro dado por el presidente Obama y de cara a su propuesta de reestructurar el sistema criminal norteamericano, el expresidente Clinton reconoció, públicamente, que aquellas reformas fueron un error, que dispararon la población penal y agudizaron las desigualdades sociales.

Nuestra región tiene tasas de encierro que duplican a las europeas (www.prisonstudies.org). Algo debe cambiar. Quien infrinja las normas de convivencia debe asumir una responsabilidad por ello. Sin embargo, si la prisión es costosa y su uso en un Estado Constitucional y Democrático de Derecho, según los textos normativos y la jurisprudencia nacional e internacional, debe ser excepcional, es necesario avanzar en la conceptualización de sanciones distintas a la prisión.

En 1965, en el 3° Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, realizado en Estocolmo, se alentó a los estados a promover medidas sancionatorias como los trabajos de servicio a la comunidad. A partir de allí, en diversos encuentros (Japón 1970, Suiza 1975, Caracas 1980, La Habana 1990, El Cairo 1995, Viena 2000 y Salvador-Brasil 2010) se ha insistido en este tema.

Es alucinante, hace medio siglo se habla de la necesidad de impulsar otro tipo de respuestas al crimen, sobre todo al crimen que puebla nuestras cárceles, ligado a miseria y vulnerabilidad, pese a ello, su recepción en los ordenamientos jurídicos latinoamericanos continúa siendo todavía incipiente. Algunos países, como Costa Rica, Chile o Perú las han incorporado, pero, de nuevo, sus alcances son restringidos. En el caso costarricense, fue presentada una iniciativa de ley para ampliar las penas de utilidad pública y servicio a la comunidad que, actualmente, se discute en el Congreso. Según nuestros cálculos, unas 2 mil personas podrían verse beneficiadas. En Europa, por contra, cerca de 38 países contemplan dentro de sus legislaciones las penas de utilidad pública con altas tasas de éxito y menores niveles de reincidencia.

En 1989, Manuela Carmena, entonces jueza de vigilancia penitenciaria, afirmaba en una entrevista que una de las grandes conquistas intelectuales del siglo XX es el convencimiento de que la prisión es inútil. Quisiera pensar que el reto para el siglo XXI con las generaciones que deberán juzgarnos en el futuro, especialmente en América Latina, sea haber transformado nuestros modelos carcelarios. Nunca como ahora el momento es el propicio para generar esta articulación, no para que la cárcel desaparezca, como afirman algunas voces atrapadas en sus tradiciones atávicas y en su alérgica resistencia a la evidencia empírica, pero sí para que las consecuencias del quebranto a las normas no sea únicamente el encierro. Las penas de servicio a la comunidad son una salida quizás tardía, pero aún necesaria. La crisis del sistema penitenciario nos abre la oportunidad de dar el salto cualitativo hacia una revisión profunda de las políticas penales y de sus respuestas. La cárcel ha supuesto una dura derrota para la humanidad, no podemos dejar que a nosotros nos venza también. Tenemos oportunidades y experiencias valiosas para pensar que eso es posible.

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