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Comer también es hacer política

Imagen de archivo de varias personas en un supermercado.

Ramón J. Soria Breña

Sociólogo experto en alimentación —

Hace muchos años hicimos un estudio prospectivo para ver si era posible introducir en el mercado español, y a una escala rentable, quinoa, chía, mijo, sorgo… Salían en los focus group y en las encuestas cosas como “alpiste para pájaros”, “alimentos de la gente pobre”, “como las almortas de la postguerra”, “me da asco”… Pocos años antes, una multinacional norteamericana de zumos quería vender en España un producto que mezclaba zumos de frutas exóticas muy diversas y desconocidas en España. El test de mercado también dio negativo. Algo parecido pasó con la leche de soja y con un aceite en spray para ensaladas. Pocos años después, una marca inglesa muy famosa quería introducir unos “polvitos”, potenciadores del sabor a base de especias naturales, para echar a la paella, el guiso de lentejas, a un bistec… a casi todo. La expresión de las consumidoras cuando les explicaba los conceptos en los focus group era de “¿pero tú eres gilipollas?”, “¿para qué voy a echar esos polvitos asquerosos en una paella o un filetón bueno?”.

Mi profesor Jesús Ibáñez, uno de los grandes sociólogos pioneros de la investigación de mercados en España, testó en los años 60 las primeras “sopas de sobre” que quería vender en nuestro país cierta multinacional. Él pensaba que aquella “porquería” no se vendería nunca en una cultura gastronómica en la que las sopas caseras hechas a fuego lento eran casi sagradas. Tampoco la investigación resultó muy prometedora, pero en menos de un año ya se vendían sopas de sobre por miles y luego por millones; comenzaba el llamado “desarrollismo español”. E igual ha pasado luego con la quinoa, los zumos multifrutas, los polvitos potenciadores, la leche de soja, el surimi...

Si el consumidor dice “no”, el vendedor no desechará su lanzamiento sino que buscará la estrategia narrativa adecuada para que esa opinión, ese gusto, ese deseo cambie. ¿Manipulación? ¿Persuasión? ¿Marketing? Llamadlo “X” o Ismael, como queráis.

A los sociólogos nos contratan para detectar, analizar y entender modas, tendencias o micro-tendencias, pero también para descubrir estrategias para inventarlas, hacerlas nacer y crecer lo máximo posible. Ayudamos a crear la famosa “demanda” que no existía previamente. No comemos lo que nos gusta sino lo que nos comunican que es atractivo, que tiene valores, “propiedades nutricionales revolucionarias” y, además, es “divertido, moderno, cómodo, chulo”, “el alimento preferido de las estrellas”, “algo fácil de cocinar y que te hará casi feliz”... Luego, los medios de comunicación, los artículos en las revistas y diarios, la prescripción de los expertos, los cocineros mediáticos, los anuncios de la TV y la rumorología hacen crecer esa incipiente demanda.

También hay coolhunters en alimentación, como en la moda, gente con mucho olfato técnico y cultural para detectar micro-tendencias, entrevistar y conocer a influencers en las redes sociales. Eso permite a las marcas adelantarse a lo que “se va a llevar”. Luego a los influencers también se los influencia con cantos de sirena, gratificaciones, sobres sorpresa… Funcionan la imitación, la emulación y la distinción, como en cualquier otro sector de consumo, ya sean automóviles, camisetas, vacaciones, lavadoras o refrescos. Metemos una cosa que se come o que se puede comer (y hasta una cosa no muy recomendable para comer) en un artefacto narrativo, en un discurso creíble, en un storytelling emocional, en un relato novedoso y empático y, ¡zas!, el producto se vende y hasta se vende mucho si lo hacen bien.

Entonces, ¿es como aquel grosero chiste de “coma mierda, cien mil moscas no pueden equivocarse”? No. Entonces, ¿si las autoridades sanitarias hicieran todo eso con la dieta saludable, nos volveríamos todos sanos sílfides aborrecedores de las trans, el azúcar, la carne a todas horas u otros diablos azules? No. Entonces, ¿no somos libres y no comemos lo que nos gusta y nos da la gana? No. Michael Pollan proponía con ironía que indagásemos cuántos productos de los supermercados definidos como “comida”, y sobre todo procesados, reconocerían nuestras abuelas como tal. Pocos.

Claro que todo esto usted ya lo sabe e intenta estar atento a lo que compra y come. O intenta comer más frutas y verduras, intenta comprar de cuando en cuando productos ecológicos, intenta no caer en los snacks y la bollería industrial, intenta no comer proteínas animales todos los días, intenta hacer ejercicio, intenta leer todas las etiquetas para no comprar “cosas comestibles” que tienen entre sus ingredientes aceite de palma y todos esos “E-200algo” tan sospechosos, intenta volver a cocinar aquellas recetas de antes… Intenta, intenta. Pero consigue poco o muy poco, casi nada. Lucha usted contra molinos de viento, contra gigantes enormes. El futuro es incierto. Nos dejamos arrastrar por la corriente. ¿Cuándo fue la última vez que guisó lentejas para toda la familia? ¿Y la última vez que metió en el horno una pizza precocinada?

Los investigadores de mercado estamos ahora en esto: ¿qué vamos a comenzar a comer dentro de dos años?, ¿dentro de cinco?, ¿dentro de diez? ¿Refrescos sin nada de sacarosa porque estará más prohibida que la cocaína? ¿Carne sintética de sabor exquisito? ¿Una legumbre selvática que previene el cáncer de colon? ¿Un 50% de alimentos ecológicos? ¿Se habrá extinguido el pan? ¿Seremos ya igual de obesos que los yanquis? ¿Gastaremos más en comer que hoy, que gastamos menos del 15% de la renta disponible en el hogar? Nadie lo sabe. Desde luego no lo sabe el consumidor. No tiene ni la más remota idea. Puede que algunos expertos, tal vez algunas marcas que ya están diseñando esos nuevos alimentos y cómo comunicar luego que son fantásticos.

Pero los sociólogos sí hemos detectado que algo ha cambiado la globalización, la crisis económica sufrida, las redes sociales, el acceso fácil a información de calidad, lo que quedó en el magín del 15M: la conciencia del micro-poder que puede tener un ciudadano+consumidor soberano, que comienza a ser crítico con el sistema comercial actual de la alimentación, con las desigualdades sociales que produce, con su efecto en el cambio climático, la salud personal y familiar. Algo que apenas existía en España hace 20 años y ahora atraviesa a casi toda la sociedad y a casi todos los discursos sociales independientemente de la formación, ideología, clase social, edad o intereses de las personas.

Bauticemos el tema “conciencia política de lo que implica comer”, que en algunas personas será aún muy sutil y tibio y en otras ya es muy fuerte y militante. Pero está ahí, aquí, junto a usted, dentro de su cabeza, como ese famoso fantasma que hace mucho tiempo recorría Europa. Y los estudios detectan que esta conciencia está creciendo como nunca en la historia de España.

Hoy quizá apenas tiene un pálido o suave reflejo en los comportamientos de compra y consumo de alimentos, o en los datos estadísticos macro que manejamos los investigadores y manejan instituciones como el Instituto Nacional de Consumo, pero en cualquier momento se puede acelerar el proceso como ya ocurrió en algunos países del norte de Europa.

Hoy “la conciencia política de lo que implica comer” apenas se ha reflejado en los programas o los discursos de los partidos (aunque hay excepciones) y, si lo hace, ocupa un lugar periférico, pero en muy pocos años vamos a ver cómo ocupa un lugar social central y relevante. Porque comer es hacer política a lo grande, política económica, internacional, sanitaria, educativa... Podemos resumirlo así: comprar alimentos, cocinarlos y comerlos son acciones políticas mucho más importantes y decisivas para nuestro presente y futuro que votar cada cuatro años. Y me consta que en los partidos políticos y las grandes empresas de alimentación han detectado también esta pequeña ola o este tsunami que viene. A Jesús Ibáñez todo esto le hubiera encantado.

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