Demasiado desiguales, también frente al plato
Antiguamente, entre los más privilegiados, estaba de moda tener la piel lo más blanca posible para no parecerse a los labradores, que al trabajar al aire libre solían tener más color. Pero no sólo tenían esa absurda moda elitista, también renegaban de los productos de la tierra, los consumidos habitualmente por el campesino; verduras, legumbres, frutas y cereales que cambiaban por productos de caza, mucho alcohol y dulces. Así terminaban algunos, con gota sin poder ni moverse.
Hoy en día, estar moreno se asocia con mejor aspecto y son las clases acomodadas las que consumen más los productos de la antigua huerta. Son asiduos a la información sobre bienestar y hábitos saludables, tienen tiempo para cocinar y hacer la compra, o lo hacen por ellos.
Mientras, el nuevo precariado, cada vez más pálido, encerrado en el centro de trabajo, consume masivamente la chatarra ultra-procesada hiper-sabrosa y calórica, a la que tan acostumbrado está su paladar y su imaginario bombardeado por la publicidad desde niños.
Adicionalmente, su poco tiempo libre no le permite planificar la compra ni los menús, y estos productos tienen un precio que encaja en los bolsillos más castigados.
Estamos ante un espeluznante escenario con dos vertientes; la desigualdad alimentaria que provoca hambre (desnutrición) y la que provoca enfermedades crónicas evitables (sobre-alimentación insana), siendo la alimentación, causante de tres cuartos de las muertes en todo el mundo. Ambas vertientes del problema tienen claras raíces políticas.
En los países ricos, donde las desigualdades internas crecen cada vez más, hay cientos de miles de personas acudiendo a los bancos de alimentación.
Al mismo tiempo, tenemos también un problema de malnutrición debido a un entorno obesogénico que causa los elevadísimos índices de obesidad y sobrepeso (casi 6 de cada 10 europeos) o diabetes tipo 2, entre otras dolencias crónicas, que causan tanto sufrimiento y disparan el gasto sanitario. Este entorno es promovido por los fabricantes de comida basura y permitido por las autoridades sanitarias.
Ambas situaciones, afectan mucho más a los más pobres de los países ricos, siendo la desigualdad el mayor factor de riesgo a la hora de enfermar.
Aunque comer sano podría ser relativamente asequible, comer mal es más barato aún con el actual modelo alimentario.
Recordemos que los problemas económicos no suelen permitir el acceso equitativo a una buena información, ni se escoge con la misma libertad lo que se consume que cuando hay tranquilidad económica.
Sin embargo, nos encontramos en un momento histórico en el que la comida sana y sostenible, no debería ser un privilegio, sino una necesidad al alcance de todos.
Mientras, en los países más pobres del planeta es donde se da la desnutrición más dramática, y también grandes índices de obesidad y sobrepeso, sobretodo en zonas urbanas. Actualmente, 870 millones de personas con desnutrición crónica coexisten con 1.400 millones de personas con sobrepeso u obesidad en nuestro planeta, según la FAO.
Es curioso que cuando hemos logrado alcanzar la mayor tasa de producción de alimentos en la historia, más que de sobra para la población mundial, el hambre prevalece. Por lo tanto, no parece ser un problema de aumentar productividad principalmente, sino de poder acceder a la producción existente.
Esta falta de acceso está ocurriendo por varios motivos, entre los que se encuentran el despilfarro bestial y absurdo de alimentos en el mundo, los tratados de libre comercio y energéticos, un oligopolio formado por un puñado de multinacionales de la Industria alimentaria y, por supuesto, las finanzas; la participación de las financieras en el mercado agrícola, era del 10% hace 20 años y ahora es del 40%. En las últimas décadas, se ha sumado también la crisis medioambiental a estas causas, provocando refugiados climáticos.
El propio sistema alimentario agro-industrial, ya es responsable de entre un 44 y un 57% de las emisiones de gases de efecto invernadero antropogénicos y depende demasiado de los hidrocarburos.
El tema ha llegado hasta la UE; se hace necesaria una “transición dietética”, tanto por nuestra salud, como por la del planeta (que al fin y al cabo, viene a ser lo mismo) abandonando productos ultra-procesados, comiendo más productos frescos de origen vegetal de cercanía y con especial atención a reducir consumo de carne, que consume una gran cantidad de recursos y es gran productor de emisiones de efecto invernadero. Es importante también, no perder de vista el origen y método de producción, tanto de la carne como de los productos de origen vegetal que consumamos.
Estos hábitos, para poder limar efectivamente las desigualdades alimentarias, necesitan acompañarse con educación nutricional, prevención en atención primaria, acceso a información clara basada en ciencia y no en intereses comerciales, medias fiscales, regulación publicitaria, etc.
Al mismo tiempo, se hace necesaria una transición hacia una agricultura local y agro-ecológica, como sugiere la FAO y la ONU, con comercio de cercanía asequible a todos los bolsillos, revitalizando el medio rural.
Todo esto, con el objetivo de poder asegurar la seguridad y soberanía alimentarias, y con capacidad de alimentar al mundo, produciendo para las necesidades reales de la gente, y no las del mercado, donde se especula tanto con el hambre como con la comida basura.